Desierto, música, y estrellas
Jacques Sagot
Conocedores de mi natural proclividad a la dispersión, y de la facilidad con que mi voluntad suele capitular ante todos aquellos halagos sensoriales que diluyen la disciplina y la concentración, los hados no tuvieron más remedio que exiliarme en el corazón mismo del Desierto de Arizona, a ver si acaso de esta manera aprendía algún día a tocar el piano, que es, a lo que parece, el oficio que menos mal me ha sido dado desempeñar en este mundo.
Las horas se arrastran lentas y viscosas en el Desierto de Havasupai, y los arpegios disminuidos y las escalas cromáticas se tornan doblemente penosos en medio de la atmósfera inflamada del verano, cuando el valle se ve todo él convertido en un inmenso caldero donde se cuecen y recuecen los tres millones de almas que lo habitan.
Intoxicados de solfeo y contrapunto, dos colegas pasablemente chiflados me invitaron una noche cualquiera a desertar del conservatorio e internarme por los andurriales del desierto. El plan era demasiado cautivante para no contar con mi inmediato beneplácito, así que sin pensarlo dos veces decidí sumarme a la expedición.
En la ciudad de Phoenix, “a más de mil millas de toda tierra habitada” -como hubiera dicho Saint-Exupéry-, basta alejarse veinticinco kilómetros en cualquier dirección para no encontrar más que arena, cactus, y ásperas colinas erizadas de rocas puntiagudas como crestas de monstruos antediluvianos. No nos tomó pues más de media hora el extraviamos por los caminos de aquella tierra adusta, estéril, infinitamente desolada.
Un vago sentimiento de armonía con el entorno guiaba secretamente nuestros pasos: el desierto éramos nosotros. ¿No estaban acaso nuestras almas hechas a la imagen y semejanza de aquellas vastas soledades de piedra salada, de aquellos torvos peñascos, de aquella atmósfera abrasadora? ¡Desierto! Mágico vocablo a cuyo conjuro brotan en tropel las imágenes: silencio, desamparo, sed, vacío, ausencia de todo deleite sensorial, hábitat natural del asceta, y escenario de las más grandes revelaciones místicas, porque lo cierto es que un hombre perdido en el desierto solo vale lo que vale su dios. Fue en medio del desierto que Dios le habló al poeta Alphonse de Lamartine, y le dijo: “surcarás en vano el cielo, el mar, la tierra para encontrarme un nombre, solo tengo uno: Misterio”.
Tendidos de espaldas sobre la arena tibia y blanda, de cara al firmamento, yacíamos los tres inmóviles, transidos de arrobamiento. Ataviada con sus millones de alhajas y sus velos de incienso, la Vía Láctea se ofrecía a nosotros, obsequiosa y provocativa como una bacante del culto de Naxos. A nuestro alrededor se hizo de pronto un silencio como el que debía de reinar antes de la creación del universo. No un silencio de muerte, sino más bien de vigilia, de alientos suspendidos, de sobrecogimiento ante la majestad de los espacios siderales. Una palabra en aquel momento hubiera herido de muerte la paz de la noche.
Toda la música del mundo no era más que un puñado de sonidos desperdigados sobre el gran lienzo del silencio. Suspendidos entre la arena y las estrellas, de cara al abismo insondable, sin una raíz, sin una roca a la cual aferramos para evitar nuestra caída, prendidos a la superficie del planeta en virtud únicamente de nuestro exiguo peso físico, en vano tratábamos de reprimir la vaga sensación de vértigo cósmico que por momentos se apoderaba de nosotros. Pascal solía decir: “El silencio infinito de los espacios constelados me llena de temor”.
¡Tres músicos perdidos en medio del desierto, con solo el cielo estrellado y la Ley Moral sobre sus cabezas, como hubiera dicho el Sabio de Königsberg! Y, cosa curiosa, a pesar del silencio y de la sagrada quietud de nuestro entorno, algo nos decía que no estábamos solos. Antoine de Saint-Exupéry, ese enigmático peregrino del Sahara, escribió en cierta ocasión: “Siempre he amado el desierto. Sentarse sobre una duna, allí donde no se alcanza a ver o a escuchar nada, y saber sin embargo que algo irradia en el silencio de la noche”. ¿Aludía acaso el poeta a aquella presencia inmensa que dimanaba su energía entre nosotros, envolviéndonos con un nimbo de luz purísima e inundando nuestras almas de una paz infinita?
Por fin me era dado vivir el significado profundo de la célebre reflexión de Lincoln: “Comprendo que un hombre baje los ojos al suelo y que su fe vacile, pero no puedo entender que alce la mirada al firmamento y que no crea en Dios”. La fe brota entonces sana, espontánea, elemental como una flor. La única, la verdadera fe, que es la del niño, la del poeta, la de algunas otras almas maravillosamente simples.
La fe que nace libre de todo forcejeo racional, con la misma naturalidad con que germinan las simientes en la tierra pródiga. Por un momento recordé a Descartes y no pude evitar sonreír: ¡“pruebas racionales de la existencia de Dios”! ¡Esgrima del intelecto tratando de racionalizar lo que el corazón siempre supo! ¿Es que no hay acaso un límite para la pomposidad y la grandilocuencia de nuestros sabios? ¿Quién necesita “pruebas racionales de la existencia de Dios” ante el tremor de las noches estrelladas y la inmensa palpitación de la bóveda celeste? Una voz viaja a través del espacio y habla en secreto al oído de aquel que atiende en silencio, de aquel que interroga el firmamento y sabe escuchar, de aquel a quien el barullo de su propia retórica no impide percibir el susurro del infinito.
Comenzaba a amanecer cuando, ebrios de estrellas y constelaciones, decidimos reemprender el regreso. El sortilegio de la noche se había roto. Éramos hombres nuevos, iniciados en un nuevo culto, heridos de divinidad y ungidos con la luz de los astros, como Moisés al descender transfigurado del Monte Sinaí. Para la tarde de aquel mismo día nos habíamos reintegrado una vez más a nuestros puestos de combate. En la soledad de nuestros respectivos cubículos, entregados nuevamente a los arpegios disminuidos y a las escalas cromáticas, cada uno de nosotros atesoraba en lo más profundo de su corazón la verdad que nos había sido revelada la noche anterior: más allá del desierto está la Tierra Prometida, y solo a quienes arrostra soles abrasadores y privaciones sin fin le será dado el conquistarla. Hemos de guardar nuestras lágrimas cual moneda contante y sonante: con ellas compraremos un día el infinito. Per aspera ad astra: por el camino del dolor hacia las estrellas
No dejó de aprender de compartir lo maravillosamente gue narra historias el gran sabio Jean Sagot