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Foto del escritorBernal Arce

La embriaguez del pensamiento

Actualizado: 24 abr 2023

Jacques Sagot


Marlon Mora es mi amigo.


Marlon Mora, expresidente del Colegio de Periodistas, exdirector del Canal de la Universidad de Costa Rica, y talento reconocidísimo en su campo, es mi amigo.  ¿Significa esto que estoy hablando desde el “amiguismo”?  No veo por qué usar una palabra tan sesgada, tan tendenciosa, tan perversa.  Yo hablaría, simplemente, de “amistad”.  Bello, límpido, noble vocablo.  Marlon es mi amigo, sí, y valoro este hecho como uno de los títulos de gloria de mi vida.


Marlon es un hombre decente, bueno, íntegro, incorruptible.  Un periodista con la ética de los grandes comunicadores de viejo cuño.  Un profesional brillante, y aun mejor ser humano.  Lo conozco de larga data.  Sé de lo que estoy hablando.  Es un bello corazón, una mente bella, una presencia bella.  Lo construyeron con la mejor madera humana del mundo.  El punto perfecto de homeostasis entre inteligencia analítica, intuición, talento, olfato de periodista, capacidad de trabajo y disciplina.  El ethos de un guerrero.  Un hombre enamorado de la Verdad, que además goza transmitiéndola al mundo.  Ese tipo de periodista que tiene también mucho de evangelista –portador de la buena nueva– y de apóstol.  Un hombre que comprende a cabalidad que el periodismo no es una profesión sino un modo de vida, una pasión, una manera de tender puentes entre los seres humanos.  Tomando la palabra en su sentido etimológico, Marlon es un pontífice (esto es, un “hacedor –o un artífice– de puentes).  Ese tipo de periodista que aborda su oficio con un criterio no solo informativo, sino con el celo estético de un artista.  Un comunicador que comprende bien el rasgo esencial de su trabajo: el periodismo es una forma, una variedad, un curioso avatar de la literatura.  Porque tal es, en efecto el caso.  Por lo menos para quien esto escribe, pues sé que mi sentir no es compartido por muchos intelectuales cuya opinión respeto profundamente.  Como todo discurso regido por una normativa estilística particular, por un “protocolo” lingüístico singular, por una manifestación bien pautada y estructurada del habla y el lenguaje, el periodismo califica de sobra como literatura.  Y por supuesto, hay buenas y malas plumas periodísticas, así como hay egregios poetas y grisáceos poetastros.


Sí, Marlon es mi amigo.  Lo es de manera entrañable.  Es el hermano de mi alma.  Pero me apresuro a puntualizar: por principio, por decreto absoluto y taxativo, no incluyo entre mis amigos a los mediocres, los corruptos, los irresponsables, los envidiosos, los seres malévolos y ofídicos.  El dragón de Komodo, el monstruo de Gila y el demonio de Tasmania no figuran entre mis amigos: eso puedo garantizárserlos.  Desgraciadamente, el mundo está lleno de estas sabandijas, de estas ponzoñosas alimañas.  El más insignificante rasguño que nos inflijan acarreará la inmediata gangrena, septicemia y necrosis del miembro herido, acaso del cuerpo entero.  Hay seres humanos contra los cuales bien valdría la pena crear sueros antiofídicos.  Es una lástima que nuestro gran Clorito Picado Twight no haya considerado la necesidad de crear un antídoto que nos proteja de estos vipéridos de lengua rauda y bífida.


Marlon viene de perder un juicio contra un individuo que se sintió ofendido porque en un programa de entrevistas, una de sus invitadas lo llamó públicamente “corrupto”.  Efectivamente, esa es una palabra grávida de resonancias negativas.  No la profirió, no la propició ni la procuró Marlon, totalmente ajeno al programa en cuestión.  Y aquí surge un dilema ético que urge replantear.  En un descomunal transatlántico, el capitán es el responsable de todo lo que suceda a bordo de su navío.  Así ha sido siempre, y así debe seguir siendo.  Antaño, a los capitanes les llamaban, en Francia, “maestros absolutos –después de Dios– de sus buques”.  De modo que sí: el capitán es responsable de lo que haga incluso el más ínfimo grumete a bordo.  Es responsable, por ejemplo, de que el chef de la cocina gastronómica internacional haya permitido que uno de sus asistentes le pusiese demasiada pimienta a la salsa del filete Chateaubriand, cosa que provocó la queja de una severísima pasajera.  Es el error puntual de un empleado subalterno del jefe de la cocina (en francés, “chef” significa justamente eso: “jefe”).  Pero se impone establecer una distinción fundamental entre la responsabilidad y la culpabilidad.  El capitán es sin duda responsable por el gazapo del preparador de salsas, pero no es culpable.  Responsabilidad no es sinónimo de culpabilidad.  Son nociones distantes entre sí como la recientemente descubierta estrella Eärendel lo está de la Tierra (28 000 millones de años luz, esto es, el 90% de la edad del universo, nacida poco después del big bang).


El lector de periódicos, el televidente de espacios noticiosos o de debates y entrevistas suele suponer que el director del medio siempre conoce los contenidos de sus programas “de pe a pa”.  ¡Craso error!  Sé que no es así, porque es un tema que he tratado con por lo menos dos directores de grandes medios informativos.  “Ningún director lee la totalidad del periódico: esto equivaldría a devorar un sustancial libro –una novela rusa del siglo XIX con 5000 personajes y nombres complicadísimos– cada día” –me confesó uno de ellos–.  Nadie es capaz de tal proeza.  El director procede como lo haría todo jerarca de alto rango: delega funciones.  Evidentemente, no se le podía pedir a Marlon ver todos los días de su vida 24 horas de programación…  Es una labor sobrehumana, demencial, enloquecedora: el infeliz tendría que vivir como el pobre Alex, protagonista de La naranja mecánica (Kubrick, 1971), esto es, con los párpados abiertos por gruesos esparadrapos, incapaz de pestañear, y la mirada fija en la pantalla día y noche.  Apenas puedo concebir una forma más expeditiva de condenar a un hombre a la vesania, al desquiciamiento.  Es, de hecho, una de las formas de suplicio más perversas jamás creadas.  Una chirriante violación a la Declaración Universal de los Derechos Humanos.  


La “justicia” (léase, una selvática, inexpugnable maroma tramitológica, procedimental, burocrática, puramente formalista) castigó a Marlon con la más pesada pena que era dable concebir.  La Universidad de Costa Rica no pudo asistirlo, porque cuando la demanda en su contra fue presentada, ya él no trabajaba para esta institución.  Mi amigo – hermano quedó librado a la más desoladora intemperie jurídica y metafísica.  La muchacha que profirió la afrenta –“corrupto” – concilió con el demandante, y sobre Marlon recayó el rayo fulmíneo de Zeus.  ¡Ah, este infame país que es el mío!  ¡Cuándo operarán nuestros jueces con comparable prontitud y eficacia para condenar a un delincuente detenido 92 veces y lastrado por 6 causas abiertas que se pasea orondo por las calles y una noche eviscera a cuchilladas a un pobre muchacho en una esquina de la iglesia La Soledad!  Esos miserables andan sueltos, y un hombre como Marlon –un valor patrio, un tesoro nacional, un príncipe del espíritu– es tratado como si fuese Andrei Chikatilo, el asesino serial ruso que mató, destripó, trepanó, violó y devoró a 56 víctimas en la Unión Soviética de Leonid Brezhnev, Yuri Andropov y Constantin Chernenko, entre 1978 y 1987.  Un sistema sin sentido alguno de la proporción, sin la sensibilidad humana necesaria para la ponderación de los dos grandes parámetros sobre los que reposa la civilización: justicia y misericordia.  Ciertos jueces han hecho de la Corte Suprema de Justicia el gremio más desprestigiado del país.  Alguna vez fueron respetados y venerados: hoy son objeto de chistes, memes y el más acendrado odio popular.


Sin embargo, soy enfático: creo aún y siempre en la excelencia, la probidad y la eficiencia de la vasta mayoría de nuestros jueces.  Me siento orgulloso de ellos.  Soy un hombre de fe.  Les renuevo mi confianza, mi admiración, mi respeto.  Jamás, ni en el más delirante de mis sueños, sería yo capaz de una misión tan preñada de responsabilidad como la administración de la justicia.  Quien dictó sentencia en el caso de Marlon se equivocó, y de manera estrepitosa.  Pero eso no significa que la Corte Suprema de Justicia no siga siendo la instancia de autoridad más ética, más racional, más honesta con que al día de hoy cuenta el país.  Tengo la certeza de que la sentencia de Marlon será revisada con toda la probidad y sabiduría de la que nuestros mejores jueces son capaces.  


Ante ellos, yo, pequeño pianista y escritor, me inclino y me quito el sombrero.  Después de todo, ¿cuándo se ha visto que el eje gravitacional del planeta se modifique una milésima de milímetro porque un músico toque un Re bemol en lugar de un Do?  Tampoco el hecho de que un escritor utilice más adjetivos de la cuenta ha jamás desatado un tsunami planetario o la subducción catastrófica de una placa tectónica de 10 000 kilómetros de extensión.  No seamos pomposos ni grandilocuentes: los músicos y escritores “la tenemos fácil”.  Un cirujano que procede a realizar una operación a corazón abierto, donde la vida del paciente –-y la felicidad de todos sus seres queridos–- pende de sus prodigiosas manos de prestidigitador, se somete a una presión psíquica infinitamente mayor que la que puede experimentar un pianista que debuta en Carnegie Hall.


Platón decía que era mil veces peor cometer que padecer la injusticia.  Supongo que hemos de darle la razón, al viejo.  Pero ello en nada atenúa mi malestar, mi dolor, mi indignación por la forma en que Marlon Mora fue tratado por ese ente abstracto, indeterminable y kafkiano que llamamos “sistema”.  Marlon fue José K, el protagonista de El Proceso.  Víctima de un engranaje siniestro, oscuro, torvo, que se esconde cobardemente tras sus tecnicismos y su críptica jerga para cometer las más nauseabundas atrocidades.  Es duro decirlo, pero hay días en los que da vergüenza ser costarricense.  Este macabro circo jurídico, este aquelarre, esta misa satánica, esta ronda de Sabat, esta suerte de marmita donde las brujas mezclan colas de lagartija, lenguas de sapo y elaboran sus ponzoñosos guisos entre danzas lúbricas e ininteligibles cábalas, son una pestífera mácula para nuestro país.  


Qué vergüenza, qué vergüenza, qué vergüenza…   Me arden las mejillas y las orejas, me siento febril.  Buena cosa, pues ello prueba que, a diferencia de algunos “adalides” de la justicia en Costa Rica, todavía soy capaz de esa magnífica reacción ética que llamamos sonrojo.  Aún no hemos llegado a ser Parque Jurásico, pero una cosa es segura: ya somos, sobradamente, Parque Jurídico.  Detrás de sus celdas electrificadas, algunos jueces nos atisban: son reptiles escamosos, voraces y salivantes.  ¡Y atención: el centro de operaciones y el sistema automatizado del parque comienza a disfuncionar…! 


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