Jacques Sagot
El mal se recicla, toma nueva fuerza y reverdece
Siempre he leído con estremecimiento las últimas dos líneas de la obra La evitable ascensión de Arturo UI, de Bertolt Brecht, una parábola, una sátira y una crítica de la consagración política de Hitler durante la cuarta década del siglo pasado. Uno de los personajes dice: “Por una vez, el mundo ha logrado detener a este bastardo. Pero no se confíen: la perra que lo parió está nuevamente en celo”. Es una durísima advertencia, una sentencia oracular que hiela la sangre. La haré confluir con una de las más ominosas frases de La Peste, de Camus. Hacia el final de la novela, cuando la pandemia ha sido vencida, el narrador reflexiona: “Pero la peste volverá. Ahí está ahora mismo, detrás de la puerta. Espera el momento oportuno. Siempre habrá pestes: debemos prepararnos contra ellas”. Y con la noción de “peste” Camus no alude fundamentalmente a las pandemias virales o bacterianas, sino a los tiranos, los déspotas, los locos delirantes y mesiánicos que asumen el poder. La lectura correcta de La Peste, solo puede ser política, sociológica, ideológica e histórica, no meramente médica.
Por cierto, La evitable ascensión de Arturo UI, fue llevada a escena por nuestra Compañía Nacional de Teatro, en el programa de teatro al aire libre, que se efectuaba en los jardines del Museo Nacional. Corría el año 1977. La dirección estuvo a cargo de Atahualpa del Cioppo, un uruguayo prestigioso, en el ocaso de su carrera, y muy recostado a las izquierdas. Era un gran señor: lo recuerdo con reverencia. El montaje y el texto de Brecht desataron en mi conciencia un terremoto de magnitud 7,5 en la escala Richter. Eran los años de la que hoy en día se conoce como “la época dorada del teatro en Costa Rica”.
No tiene caso engañarnos al respecto: siempre habrá locos en el mundo. Locos altamente peligrosos. Locos hambrientos de poder. Psicópatas ajenos a toda racionalidad, a todo diálogo, a toda misericordia, a todos los valores positivos de la cultura. La más superficial lectura de la historia del mundo nos permite constatar este terrible hecho. Los locos no “progresan” éticamente al ritmo en que –por lo menos en principio– lo está haciendo el resto de la humanidad. Ellos son aberraciones psíquicas, aberraciones sociales, aberraciones históricas. Y sucede a menudo que embaucan a sus pueblos, y se hacen elegir césares, cancilleres, primeros ministros, reyes, presidentes, dictadores, jefes de Estado, papas, generales del ejército, ministros de seguridad, califas, sultanes o emperadores. Con frecuencia llegan al poder de manera democrática: solo en una Alemania vapuleada, quebrada, humillada, vejada, castrada podía darse el fermento social necesario para la ascensión al poder de Hitler. Cuando se lleva a un asesino a la silla eléctrica, sentamos junto a él a la sociedad que permitió su eclosión. No existe la fementida figura del “antisocial”. Todos somos producto de nuestras sociedades. Las sociedades enfermas generarán seres humanos enfermos. De nuevo: cuando se juzga a un criminal, se juzga también implícitamente a la sociedad que lo alimentó, vio crecer, y derrapar hacia la delincuencia.
El siglo XX fue absolutamente calamitoso en materia de psicópatas, parafrénicos, teomaníacos, torturadores y genocidas a lomos del poder. Como ningún otro siglo lo ha sido. Estamos hablando del más sangriento sainete de la historia. Decía Hitchcock que un thriller (una película de suspenso) estaba mejor logrado cuanto más aterrador y eficaz fuese el villano. Pues bien, si así son las cosas, el siglo XX fue un thriller macabro, un aquelarre de villanos, de crápulas sedientos de sangre y de poder. Al desgaire, desgrano una lista de los grandes protagonistas del siglo XX. Hitler, Stalin, Mao, Somoza, Castillo Armas, Trujillo, Stroessner, Mobutu Sese Seko, Idi Amín, Ceausescu, Pol Pot, Pinochet, Videla, Viola, Galtieri, Nicolaides, Papa Doc, Baby Doc, Ortega, Chávez, Maduro, Noriega, Yakubu Gowon, Mengistu Haile Mariam, Ismail Enver Pasha, Kim II-Sung, Hideki Tojo, Saddam Hussein, Gadafi, Mussolini, Batista, Franco, Primo de Rivera, Emílio Garrastazu Médici, Federico Tinoco, Fujimori, Banzer, Porfirio Díaz… podría llenar páginas con este selectísimo “cast”, con este reparto “de lujo”, todos ellos criminales de lesa humanidad, cleptócratas, psicópatas, tiranos inconcebibles. Infinitamente más de lo que Hitchcock hubiera necesitado para el más negro de sus thrillers. No hay duda: el siglo XX le perteneció, de principio a fin, a Mefistófeles. Fueron sus cien años de reinado absoluto.
Pues bien, todo parece indicar que el siglo XXI representará una nueva victoria de Mefistófeles. El Mal juega con piezas negras, y es un genio incontestable de las aperturas. Utilizará la versión Polugaievsky de la variante Najdorf de la defensa siciliana, y barrerá a Dios en veinte jugadas. Es terrible decirlo, pero tal parece que tenemos a un Dios amateur enfrentado a un Mefistófeles profesional. El desenlace solo puede ser funesto para la criatura humana.
En su Fausto Goethe imagina que Dios y Mefistófeles hacen una apuesta para ver cuál de los dos conseguirá ganarse el alma del pobre doctor. Fausto arrastra su sombría vejez, sepulto bajo borgianas bibliotecas rebosantes de volúmenes de sabiduría antigua. Finalmente, “El sabio de Weimar” le da la victoria a Dios, merced a la virtud salutífera, absolutoria y salvífica del amor de Gretchen (Margarita) por Fausto. Pero, ¡hélas!, la historia humana no tiene una amantísima mujer que redima, con su amor, la locura exorbitada y demencial del hombre, criatura endeble, y esclavo de mil amos. Por supuesto que la caída libre del ser humano en el abismo no es obra de Dios ni de Mefistófeles (meras metáforas, proyecciones antropopáticas del homo sapiens) sino de sí mismo, de sus inmemoriales cánceres éticos, morales, convivenciales, sociales, psíquicos, políticos.
Resulta fascinante ver cómo la literatura se anticipa con frecuencia a la historia. En 1845 Sarmiento publica su novela costumbrista Facundo. Ya en ella encontramos el arquetipo literario del gorila, del déspota iberoamericano. En 1926, Ramón María del Valle-Inclán (un español) crea la esperpéntica figura de Tirano Santos Banderas, el más repugnante y sanguinario dictador que mente humana ha jamás imaginado. En 1946 Miguel Ángel Asturias hace lo propio con El señor presidente. En 1974 dos grandes novelistas proponen sus versiones del tiranuelo del trópico húmedo: Roa Bastos con Yo el supremo, y Alejo Carpentier con El recurso del método. En 1976 García Márquez añade un espantajo más en este museo del horror, con su novela El otoño del patriarca. Todavía en el año 2000 Vargas Llosa reabre el expediente del genocida Rafael Leónidas Trujillo, dictador de República Dominicana, en La fiesta del chivo. En 2020 nuestro escritor Carlos Cortés publica El año de la ira (1919), donde revela cómo la dictadura de los Tinoco fue en realidad apuntalada por algunas de las más venerables instituciones y próceres de la patria. La novela está exhaustivamente documentada y vibrantemente escrita: Costa Rica no es, en modo alguno, una virgen inmaculada en la lid política: hemos tenido dictadores, genocidas, revoluciones, derrocamientos, traiciones, insurgencias populares, destierros, tiranuelos de la peor estofa… Se impone una revisión integral de su historia.
Para seguir con nuestros engendros políticos, les diré que Mobutu Sese Seko, dictador de Zaire durante 32 años, le robó a su país –agárrense a sus sillas queridos lectoras– la bicoca de 500 billones de dólares. Por lo demás, jamás sabremos a cuántas personas torturó y asesinó, cuántos horrores cargó sobre su pestilente conciencia de parafrénico delirante. No era un mero ladrón: era un cleptócrata (klepto: hurto, y kratos: poder).
Recordarán ustedes a Andrei Chikatilo, el caníbal ruso que asesinaba, sacaba los ojos, sodomizaba, evisceraba, desmembraba, destripaba a sus víctimas y guardaba sus vísceras en el refrigerador. Llegó a masacrar a no menos de cincuenta y dos personas. Ya en 1979 era sospechoso de dos asesinatos incalificables. Leonid Brezhnev intervino para que no lo encarcelaran, temiendo la mala prensa que el acto le acarrearía a la Unión Soviética, y aduciendo que el sistema comunista no era capaz de engendrar ese tipo de monstruos: solo en el decadente capitalismo occidental se veían proliferar psicópatas de esa estofa. Y fue así como Chikatilo siguió libre, perpetrando sus atrocidades, hasta el año 1992, cuando por fin lo detienen, juzgan y ejecutan, con un disparo en la nuca (pena muy clemente, a fe mía).
Al pasar revista a los nombres que enumeré en la lista de los peores dictadores del siglo XX (podríamos añadir cien personajes más: solo la limitación de espacio y la voluntad de no tornar este texto en un mero catálogo me mueven a no hacerlo) advertimos que muchos de ellos fueron entronizados por el pueblo. Y es ahí donde, más que nunca, cabe evocar la relación íntima que Rousseau establecía entre democracia y cultura: un pueblo inculto terminará votando contra sus propios intereses, se pondrá en manos de sus verdugos. Rousseau establecía una diferencia esencial entre el sufragio (un mero dispositivo electoral) y la democracia. Esta, para ser funcional, demanda información, conocimiento, sabiduría y cultura por parte de los ciudadanos. Como decía José Martí: “Sed cultos para ser libres”.
Lo terrible no es la locura de un individuo, sino la forma virulenta en que puede contagiar de su furia incendiaria a todo un país (tal el caso de la Alemania nazi). La existencia de Hitler no tiene, per se, nada de inexplicable: monstruos como él plagan las páginas de la historia universal. Lo inexplicable es cómo su mensaje de odio, dominio y aniquilación incendió, como yesca, a la mayoría del pueblo que tenía, en aquel momento, los índices educativos más altos de Europa. Es la prueba de que quizás la palabra “educación” no sea la respuesta a todos los problemas que enfrenta el ser humano. Resta ver quién educa, qué educa, por qué educa, a quiénes educa, cómo educa, en suma, cuáles son los contenidos ideológicos explícitos o subliminales de un programa educativo.
No puedo evitar recomendarles, al tocar este punto concreto, ver la película The prime of miss Jane Brodie (1969), con la incomparable Maggie Smith en el papel protagónico. Está en Youtube. Verán ustedes en ella la magnitud de errores que una profesora, con la mejor intención del mundo, puede cometer, y la manera en que infecta con ideologías nefastas a sus alumnas (al punto de provocar la muerte de una de ellas). Ahí tienen ustedes el caso de una docente que idealiza a Mussolini y Hitler, y desde la ignorancia, transfiere a sus estudiantes su fervor por ellos. Es aquí donde debemos preguntarnos si la educación, más que un mágico conjuro contra la violencia, puede ser un vector de la agresión, la belicosidad, el hegemonismo, la territorialidad, y esa lacra histórica que son los nacionalismos exorbitados. Vean la película: no se arrepentirán de ello.
Así que cada vez que cae un tirano, debemos repetirnos con Brecht, como una especie de memento mori y de oracular advertencia: “la perra que lo parió está nuevamente en celo”. No descorchar las botellas de champán, sino asumir, entender, aceptar que ya vienen de camino nuevos dictadores, lunáticos y despiadados asesinos. Nunca bajar la guardia. Tomarle el pulso y la temperatura a la historia todos los días del mundo. Y sobre todo, amigos y amigas, auscultar las remotas latitudes del futuro, en busca del menor signo de peligro, a fin de abortarlo lo antes posible. El mal es un cáncer: generará metástasis si lo descubrimos demasiado tarde, y destruirá al organismo que desprevenidamente lo dejó proliferar. Anticipación, intuición, sensibilidad y capacidad de lectura histórica: he ahí las más valiosas de nuestras armas.
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