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La columna de Jacques Sagot: Matthias Sindelar el hombre que supo decir no

Jacques Sagot

Le decían “Der Papierene”: “el hombre de papel”. Escurridizo, inasible, zigzagueante. Horadaba las más sólidas defensas. La posteridad lo llamó “el Mozart del fútbol” Elocuente equiparación: la esbeltez del trazo, la exquisitez, la filigrana, pero también la hondura de los sentimientos.


¡Es tan poca cosa, decir que era un gran futbolista! Aún agotando nuestras metáforas para dar una idea de su virtuosismo, no le haremos justicia. Porque era mucho más que un atleta: un ser humano íntegro -esto es, entero, cabal, de una sola pieza-. Un hombre “para todas las estaciones”, esos que no cambian de color -como ciertos bichos altamente adaptativos, pero en modo alguno admirables- con las variaciones climatológicas. Para él, palabra y acción fueron gemelas. La coherencia ideológica - existencial: vivió como pensó, y pensó como vivió: ¡hermosa, rara cualidad!

Judío, checo, húngaro y austríaco a un tiempo, Matthias Sindelar fue declarado el mejor futbolista de la patria de Mozart por la Federación de Historia y Estadísticas del Fútbol, y el más ilustre deportista que su país ha producido. Nació en 1903 en Kozlov, Moravia (entonces, parte del Imperio Austro - Húngaro), en el seno de una familia judía: su papá era herrero, su mamá lavandera. Hablaba checo, húngaro, alemán y yiddish. Uno de esos milagros de la hibridez cultural. Como tantos otros grandes futbolistas, aprendió a jugar fútbol en las calles y barriadas. Viena no carecía de espacios públicos en los que un chico de estas características pudiera desarrollar sus aptitudes. No había preparadores físicos ni directores técnicos, figuras que no surgirían sino hasta los años treintas. Pateando una naranja, un nudo de medias, una pelota de vejiga de cerdo rellena de paja: a eso tenía acceso un muchacho socialmente marginado. Faltaba un siglo para que Adidas fabricara la “Jabulami”, prodigio aerodinámico, capaz de salir disparada a 200 kilómetros por hora, de dibujar curvas inimaginables en el espacio, con su tersa, incorruptible cobertura de poliuretano, portento tecnológico estudiado por la NASA, diseñada para retener sus parámetros de rebote y ductilidad después de ser testada con miles de impactos contra una pared de cemento. ¡Estábamos aun en la era artesanal del fútbol!

Matthias fue fichado por el Hertha Viena, mejor equipo austríaco de la época. Con él ganó todo cuanto se podía ganar, entre 1925 y 1936. El fútbol no era aún un deporte “de masas”, objeto de cobertura mediática universal. Los futbolistas no eran prima donnas que salían anunciando tangas, relojes, perfumes llenos de feromonas, asistiendo a bodas reales, pintarrajeándose tatuajes, coloreándose las mechas, taladrando todo tejido susceptible de perforación con inusitados colgajos, exhibiéndose en pasarelas, enseñando cuadritos abdominales, figurando en la portada de People Magazine como “the sexiest man alive”, y posando con “chicas pimentosas” (que no otra cosa significa “spice girls”). No ganaban 30 millones de euros al año: ¡más que el PIB de muchas naciones “en vías de desarrollo”! No habíamos llegado aún a ese tipo de patologías sociales.

¡Sindelar: nombre bello, eufónico, musical! En el terreno de juego era un bailarín y un poeta, no un mero pateador de bola. Driblador endemoniado, fútbol sinuoso, cintura de niebla, regates impredecibles: la pesadilla de cualquier marcador. No solo era eficaz: primaba en él un concepto de estilo -noción más estética que deportiva-. Tenía una manera distintiva de tratar el balón: absoluta pulcritud, orfebrería pura. Bordaba sus jugadas, las ejecutaba con esmero infinito.

Como hemos dicho, en 1934 la Squadra Azzurra “ganó” la copa mundial en casa, por decreto de Mussolini. Es un hecho perfectamente documentado. El fascismo se ha enseñoreado de Italia, Hitler ya es Canciller de Alemania, incuba la Guerra Civil Española, y el Armagedón de 1939 es inminente. Árbitros sobornados y amenazados de muerte, rivales “comprados”, agresiones físicas incalificables, goles anulados por orden expresa de “Il Duce”. La Austria de Sindelar cae en semifinales ante Italia con un gol fantasma. Una Italia que mordió, pateó, aruñó, masacró… y de vez en cuando se acordó de jugar fútbol. Mussolini presenció el partido desde su sitial de deidad pagana. Por supuesto, Austria “perdió” también el tercer lugar contra Alemania, donde ya Hitler fraguaba al Übermensch nietzscheano, el prohombre destinado a rubricar la definitiva prevalencia de la raza aria.

Para la Historia Universal de la Infamia, de Borges: el 12 de marzo de 1938 Austria es “anexada” -ocupada militarmente- al Tercer Reich. El Anschluss. Para el campeonato mundial de 1938 -al cual ya ha clasificado- no puede presentarse como tal: ahora es parte de Alemania. El 3 de abril, en el Prater Stadium de Viena, se realiza un partido entre Austria y Alemania, para celebrar “el voluntario regreso de nuestros hijos a su hogar: el Tercer Reich” (sic). Hitler “prestigia” el evento con su presencia. A su lado, varios dignatarios del nuevo Valhala. Rígidos, hinchados, inescrutables como el Dr. Strangelove, de Kubrick. Primer gesto de insurgencia: Sindelar rehúsa hacer el saludo nazi, con el himno alemán. Luego procede a bailarse una y otra vez a los defensas… para botar deliberadamente los goles, solo frente al portero. Como diciéndoles: “¡miren cómo les hago “el túnel”, el “sombrero”, la “marsellesa”, y si no les meto el gol, es porque no me da la gana!” No es fútbol: es un manifiesto: le sale de las entrañas. No juega con las piernas, sino con la sangre, con el alma, con la dignidad, con el orgullo, con Austria ahí dentro, muy dentro de su corazón. Por fin, hacia el final del partido, decide marcar su gol. Era su manera de “firmar” el encuentro. Alemania es derrotada. Hitler está lívido, demudado. Después del triunfo, Sindelar comete el error de su vida: se va a bailotear frente al palco del Führer. Ahí quedó sellado su destino.

Pero Hitler codiciaba la copa mundial de 1938, y para ello necesitaba a Sindelar en la “Mannschaft”. A sabiendas de que era judío, lo quería en su selección: a cualquier precio, bajo cualquier forma de coerción imaginable. Lo tentó con inconcebibles sumas de dinero: Sindelar pudo haberlo tenido todo: ser el jugador más rico y celebrado de su época. Pero dijo la divina palabra, la única, la insustituible: “No”. La frase de la Antígona de Jean Anouilh: “Vine al mundo a decir no, y morir”.

Es perseguido: no puede jugar en ningún equipo del Tercer Reich. Se esconde en sótanos y buhardillas. Sobre él pende la espada de Damocles de los campos de exterminio. Un excompañero del Hertha revela su paradero. ¡Por algo Dante diseñó un círculo tan primoroso -el noveno y último- para los traidores, en el infierno de su Divina Comedia! El 22 de enero de 1939, mientras dormía con su esposa, los agentes de La Gestapo lo asesinan ocasionando un escape de monóxido de carbono en su escondite. La última de las infamias: lo declararon “suicidio conjunto”.

Justamente, lo que Unamuno hubiera llamado “nada menos que todo un hombre”. Las oficinas del Hertha se inundan de pésames. El correo se paraliza con el flujo de mensajes. Pese a la amenaza nazi, 50 000 personas asisten al entierro. Las tropas crean un perímetro de seguridad, temiendo una sublevación. Desde entonces, cada 22 de enero miles de austríacos rinden tributo a Sindelar: su tumba, en el Zentralfriedhof de Viena, florece: rosas blancas por doquier. Por espontáneo acuerdo. ¿Con qué otra flor, con qué otro color honrar a un hombre así?

Futbolistas los ha habido mejores. Niños mimados de la cultura, vedettes mediáticas, personajillos venales, mercancía que pasa de mano en mano, imágenes que circunvalan el planeta satelitalmente, y viven -lo propio de toda mercadería- en vitrinas. Pero deportistas en el sentido integral del término -seres conscientes de su rol como modelos éticos para la sociedad, para los niños y jóvenes que los emulan- son rara avis in terra.

Hombres como Sindelar no pueden, no deben ser olvidados. Trascienden infinitamente la esfera deportiva. Los insobornables, los incorruptibles, aquellos que se negaron a traicionar a su país, su cultura, su identidad, y pagaron con su vida. Para ti, Matthias, estas palabras, a pocos meses del Campeonato Mundial en Catar. Esa copa debería llevar tu nombre. Gracias a gestos como el tuyo, podremos degustar desde nuestro sofá favorito el torneo, nosotros, que ignoramos cuánta sangre y dolor irrigan el fútbol, su oscura historia hecha de silencios y sordo tormento.


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