Jacques Sagot
Hablemos de los felinos, en este caso, una pobre representación de los ágiles, temibles carnívoros de la pradera: “Los leopardos” de la Selección de Zaire (hoy, República Democrática del Congo). En 1974, después de cuestionable clasificación (marrulla desvergonzada contra Marruecos en la fase final del proceso), se convirtieron en el tercer equipo africano que asistía a un mundial (Egipto participó en Italia 1934, y Marruecos en México 1970), y el primer cuadro del África negra, subsahariana que concurría a la cita.
El país más grande del África Central, la tierra de los grandes lagos, epicentro de su continente, atravesado por el Ecuador, llevó un equipo cuyos integrantes eran, en su mayoría, descendientes de las etnias pigmeas de Mbuti. Nada reprensible en ello: un campeonato de esta naturaleza es, por definición, inclusivo. Pero conviene recordar que, tal cual el fútbol es jugado en nuestros días, es raro que un país convoque a un contingente cuya media de estatura no sea superior a los 1,70 metros. Si quieren alinear pigmeos en el equipo, nada debería vedar tal decisión (la República Checa tuvo en sus filas, durante las eurocopas de 2004 y 2008, a un monstruo llamado Jan Koller -“El dinosaurio”, “El gigantón”, “El obelisco”, “La bestia”, “cuatikoller”, “mogolikoller”, “El tanque”, “Kolo” -que medía 2,02 de estatura, y todo lo que sabía hacer era cabecear: nadie objetó su presencia en el equipo), pero en el caso de etnias pigmeas se impondría, si se alimenta alguna pretensión de éxito, plantear un sistema que potencie las facultades físicas de los jugadores, y evitar como la peste el juego aéreo. Hoy en día, en el norte de la República del Congo, los pigmeos bayaka practican el fútbol con entusiasmo, y despliegan algunas extraordinarias destrezas como goleadores y pasadores del balón. Para la ejecución de tiros libres, adoptan una solución perfectamente lícita; la “barrera” es constituida por dos hileras de jugadores, la segunda encaramada a hombros de la primera. De esa manera, evitan que los disparos altos pasen directamente hasta el marco que custodian.
Sin enbargo, la historia es mucho más triste, y ello por razones extradeportivas. En 1974 Zaire vivía bajo la dictadura del sanguinario Mobutu Sese Seko. Este monstruo era un dictador inmisericorde (nunca se ha sabido la exacta cantidad de millones de ciudadanos a los que mandó a fusilar), y un cleptócrata de hiperbólica magnitud (solo en sus bancos suizos, había depositado una suma que ascendía a los 5 000 millones de dólares).
Los “leopardos” -cuya colorida camiseta proponía una imagen del animal en cuestión- carecían de experiencia internacional, y llegaron a Alemania a jugar amedrentados. “Si pierden no vuelven” -los sentenció Mobutu-. ¿Quién puede salir a un terreno de juego y desempeñarse adecuadamente con semejante espada de Damocles sobre su cabeza? En su debut mundialista fueron derrotados por un recio equipo Escocés 2-0.
No fue una caída desdorosa. Luego vino la debacle. El técnico, el yugoslavo Blagoje Vidinic (quien ya había liderado a Marruecos en México 1970) dispuso la expulsión de varios brujos zaireños cuya presencia habría, presumiblemente, apuntalado psicológicamente al equipo, ¡y ello justamente para su encuentro contra Yugoslavia! A los 18 minutos ya Zaire perdía 3-0. El técnico intentó reemplazar al portero Mwamba Kazadi (una de las “estrellas” del equipo), parcialmente responsable de los tres tantos. Por fin, optó por dejarlo en el terreno. Lo que siguió fue una masacre. Yugoslavia caminó sobre Zaire con marcador final de 9-0.
El siguiente rival era el campeón vigente, el Brasil de Rivelino y Jairzinho, obligado a anotar 3 goles para asegurar su pase a segunda ronda, después de desteñidos empates a cero contra Escocia y Yugoslavia. Mobutu envió otra amenaza al equipo: “Si pierden contra Brasil por más de 3 goles, mejor que no vuelvan a casa: aquí les espera el decomiso de todas sus propiedades, y el fusilamiento de los jugadores y sus familias”. Y así -con Brasil forzado a anotar por lo menos 3 goles para seguir en el torneo, y los jugadores de Zaire “amablemente invitados” a no encajar más de 3 para salvar sus vidas- se celebró el partido.
La tensión se cortaba en el aire, en el Waldstadion de Frankfurt, el 22 de junio a las 4:00 pm. Brasil generó incontables opciones de gol, pero la ansiedad de sus delanteros los llevó a fallar una y otra vez, a pesar de la temprana anotación de Jairzinho a los 12 minutos. De ahí en adelante, la delantera brasileña erró una, y otra, y otra vez… Y el segundo gol no llegaba. Entretanto, el arbitrillo rumano Nicolae Rainea -el mismo que en España 1982 permitiría que Gentile licuara a patadas a Maradona en el partido Italia - Argentina- no pitó penales clarísimos a favor de Brasil (faltas sobre Marinho y Luis Pereira). Al minuto 65, la Canarinha, con un misérrimo 1-0 a su favor, estaba quedando descalificada -¡hubiera sido un escándalo!- Por fin, un minuto después, fulminante zurdazo de Rivelino, a pase retrasado de Jairzinho. En la banca vemos a un exasperado Zagallo gritar “¡Puta que parió!” Estaba fuera de sí. Rivelino ni siquiera celebra el tanto: ¡urgía anotar un tercer gol! Y poco después cayó la anotación: un regalo del portero Kazadi, a quien se le escurre bajo el cuerpo un inocuo centro - remate de Valdomiro desde la derecha. Así que sucedió justo lo que debía de suceder: Brasil logró avanzar a la segunda ronda, pero los zaireños consiguieron salvar su pellejo impidiendo que el marcador llegase a los 4 fatídicos goles. La verdad es que solo la mala puntería de Brasil los preservó de tal atrocidad: pudieron haber encajado 8. El resultado de 9-0 contra Yugoslavia estableció un récord de goleada que no sería roto hasta el Mundial España 1982, donde Hungría apabullaría 10-1 a El Salvador. Pero el balance de Zaire (tres derrotas, 14 goles en contra y 0 a favor) sigue considerándose la más lamentable actuación de un equipo en copas mundiales. No será fácil, “superar” tal nivel de incompetencia: las fuerzas se han desde entonces nivelado, y es improbable que una selección nacional vuelva a ofrecer tan pobre espectáculo.
Muwanza Mukombo fue declarado, oficialmente, el peor jugador del mundial (¿para qué ensañarse así con la gente?) La razón puede parecernos risible o trágica, según el ángulo que adoptemos para valorarla. Cuando ya Brasil ganaba 3-0, el árbitro señaló una falta contra Zaire en las inmediaciones del área. Tan pronto sonó el pito, Mukombo se lanzó a toda velocidad y le propinó al balón una patada, tal cual si hubiese querido anotar un gol a su favor desde 80 metros… ¿Sería posible que ni siquiera conociese las reglas elementales del juego, y se hubiese creído en medio de un partido de rugby? No: Mukombo se precipitó sobre el balón para alejarlo a cualquier precio del marco zaireño. Se adelantó al cobro de Rivelino porque quería ganar tiempo, porque luchaba por su propia vida y la de todo su equipo. Fue un gesto desesperado, instintivo. Un tiro libre de Rivelino, desde esa posición, era medio gol… y ahí se acababa todo para los pobres zaireños y sus familias. Un miembro de la delegación de Zaire le habló a Rivelino -capitán del equipo brasileño- para suplicarle que no anotaran un cuarto gol. Rivelino quedó anonadado ante tal imploración, y le habló a su equipo para que inmediato le bajaran la temperatura al juego.
La imagen de Mukombo pateando el tiro libre le dio la vuelta al mundo, y se constituyó en uno de los “grandes momentos” del campeonato. Es fácil encontrarla, con no más que buscarla en Google. Zaire se convirtió en el hazmerreír de la competencia, y los “leopardos” fueron rebautizados “los gatitos”. Es profundamente desmoralizante, todo esto: brujos, amenazas de muerte, futbolistas que “desconocen” las reglas del juego… No propongo esta historia para hacerlos reír. Espero, antes bien, que los mueva a reflexión.
Los zaireños consideraron regresar a su país en un bus que obsequiarían a Mobutu, a fin de no ser ejecutados. Intentaron salir de Alemania clandestinamente para que su llegada a Zaire pasase inadvertida… No lo lograron. Fueron descubiertos, y esperados en casa por su verdugo… Respiren, amigos, amigas: nadie fue asesinado o enviado a prisión, pero sí fueron objeto de severas sanciones, y Mobutu Sese Seko en efecto, decomisó sus propiedades y se acostó con sus esposas, tal un señor de la Edad Media ejerciendo su derecho de pernada. Además de esto, les fue prohibido volver a jugar fútbol durante el resto de sus vidas.
Fuere como fuere, la situación es aberrante, monstruosa. El año de 1974 le deparó a Zaire otro gran evento mediático: la pelea Alí - Foreman (“the rumble in the jungle”) donde Muhammad derrotó a su rival en el octavo asalto. Era una de las razones por las cuales Mobutu Sese Seko quería que, a ojos del mundo, “su” selección hiciese un papel decoroso en Alemania. Lo menos que podemos decir es que su talento como “motivador” era más bien limitado.
Amigos, amigas: nosotros solemos sentarnos en nuestro sofá favorito para disfrutar del fútbol. Lo hacemos tomando cerveza o una gaseosa y comiendo palomitas de maíz. Lo que no sabemos, lo que nadie sabe -porque no forma parte de la “historia oficial” de este deporte- es el pretium doloris, la cantidad de sangre, el dolor, la angustia y las violaciones a la integridad psicofísica del ser humano que hay detrás de nuestro amado espectáculo. Gozamos de él, pero ignoramos todo los que atañe a sus mártires, sus corderos degollados, sus víctimas, el enorme río de sangre y sufrimiento que pasa rugiendo, subterráneamente, mientras nosotros nos limitamos a celebrar o lanzar improperios ante los aciertos o desaciertos de nuestros futbolistas. Todo esto es profundamente trágico. También el fútbol es una “flor del mal” (Baudelaire): un nenúfar o un lirio de arrobadora fragancia y blancura inmaculada, que se yergue, buscando vertical la luz y el firmamento, sobre un abyecto pantano donde hierven miríadas de bacterias y peligrosas bestezuelas. Es bueno, conocer la faz en sombre del deporte. Más aún: es un deber ético de todos los que disfrutamos de él. Ignorar el martirio de la selección de Zaire que vengo de narrarles no es aceptable, no es ético, no es decente (no, por lo menos, si somos aficionados al fútbol). Hay más dolor del que sospechamos, detrás del glamour y la cosmética del deporte. Cavemos un poquito bajo esa capa de maquillaje, y nos toparemos con el espernible rostro de la Gorgona.
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