Jacques Sagot
“Si algo me ha enseñado el fútbol, es que la bola nunca llega por donde uno la esperaba”, dice Albert Camus, ese escritor y pensador (no le gustaba el calificativo de “filósofo”) que fue Premio Nobel de Literatura en 1957, y a quien la tuberculosis forzó a abortar una prometedora carrera de futbolista como portero del Racing Club Universitario de Argel. La posición más solitaria en el terreno de juego. El hombre que no puede permitirse cometer un error. Ese que, según reza el proverbio ruso, hará que el pasto nunca más crezca bajo su puesto, si fue malo. El portero ve un partido diferente del que nosotros, espectadores, vemos. Su posición le permite una perspectiva que solo a él pertenece. Una óptica privilegiada. Soledad profunda, sí… que al mismo tiempo confiere libertad y cierto margen de locura. Es una observación a la que suscribiría, creo yo, la mayoría de los porteros. Por principio, el arquero debe tener don de liderazgo, de anticipación -tanto o más que los arietes-, saber ordenar a su defensa, y transmitirle confianza al equipo. Manuel Neuer, portero campeón del mundo con Alemania en el mundial Brasil 2014 operaba, a su manera, como un líbero, dando salida a su equipo y liderando a sus tropas.
El mejor cuadro del mundo tendrá serias dificultades en compensar la debilidad de un portero que es un boquete humano. Que lo diga el Brasil de 1982, con su syzygy estelar… y su calamitosamente célebre Waldir Peres quien, por desgracia, se ganó la titularidad en su posición al detenerle dos penales a Paul Breitner en el amistoso en que Brasil venció a Alemania Occidental a domicilio, el 19 de mayo de 1981. ¿Félix con la Verdeamarela de 1970? Era irregular, capaz de los más aparatosos descuidos como de arrestos extraordinarios. Waldir Peres era, en cambio, perfectamente regular en su incompetencia. Además, el equipo de 1970 tenía tal cantidad de talento per capita en sus filas, que por poco podría afirmarse que habría ganado aun jugando sin portero. Su mentalidad era: “nos hacen un gol, hacemos dos; nos hacen dos, hacemos tres; nos hacen cien, hacemos ciento uno”. Plasmación ejemplar del apotegma de Menotti: “la mejor defensa es el ataque”. Hay técnicos, hoy en día, que se han propuesto invertirlo: “el mejor ataque es la defensa”. Falso, a menos de que los defensas sean atacantes por vocación profunda, convertidos en defensas por formación (Beckenbauer, Nilton Santos, Marinho, Junior, Roberto Carlos, Ayala, Thuram, Puyol, Costa, Ramos, Demichelis, Varane, Marcelo). Una cosa es la naturaleza honda y el temperamento del jugador (irreprimible, inocultable), otra muy diferente lo que los planteamientos técnicos, a menudo a contrapelo de sus proclividades, los fuerzan a hacer. El defensa brasileño, por ejemplo, fue, tradicionalmente, un atacante disfrazado de zaguero (Nilton Santos, Carlos Alberto, Everaldo, Marinho, Nelinho, Ze María, Luis Pereira, Junior, Leandro, Jorginho, Branco, Roberto Carlos, Cafú, Alves, Marcelo). En años recientes, Brasil ha debido adoptar una actitud más “profiláctica”, más realista y prudente, con gladiadores ahí donde antes había poetas del balón.
Volvemos al tema que nos ocupaba: el portero. Hugo “el loco” Gatti, el iconoclasta portero argentino de los años sesentas y setentas, dijo alguna vez: “un arquero debe tragarse de cien a ciento cincuenta goles, antes de considerarse maduro”. Sí, me temo que en esta posición, más que en cualquier otra, el error opera como el principal agente de formación y crecimiento. Como el delantero, tiene que estar dotado -es cosa que cabe decirse de cualquier hombre en el terreno- de esa excelencia que conocemos como “anticipación”. Debe “ver venir” el gol, y hacer lo posible por conjurarlo. Su paralelismo con el delantero resulta evidente: la mitad de su trabajo es intelectivo: seguir el decurso de la jugada, saber lo que se trama contra él, descifrar el código del rival, luego, reaccionar ante ello. Es aquí que comenzamos a hablar de “reflejos”, como, en el caso del delantero, hablamos de “capacidad de definición”. Sin la facultad intelectiva, los mejores reflejos del mundo -sus felinas, eléctricas reacciones- servirán de poco. Sin reflejos, la mejor hermenéutica del juego no lo preservará de ser vulnerado.
Como decíamos, la inteligencia que moviliza un futbolista es, en muchos puntos, análoga a la del ajedrecista: la capacidad para establecer relaciones espaciales, con el tiempo (que se “experimenta” gracias a una sensibilidad particular, a la subjetiva durée bergsoniana) haciendo las veces de correlato del espacio. Los antiguos navegantes, los bailarines, los coreógrafos, los arquitectos ponen en acción esta inteligencia de manera egregia. Un mediocampista que construye una jugada, ¡debe visualizar tantas posibilidades combinatorias sobre el terreno! Y todo ello es, esencialmente, cuestión de posiciones, desplazamientos, relevos, subidas inopinadas… Enhebrar, tejer una jugada en un partido de fútbol no difiere -en lo intelectivo, ciertamente sí en lo físico- de fraguar un jaque mate en el ajedrez. Y es así como hay mediocampistas célebres por su juego esencialmente cerebral (Beckenbauer, Charlton, Gerson, Rivelino, Matthäus, Zidane, Iniesta) tanto como por la afiligranada orfebrería de su fútbol.
El portero es un jugador estrictamente inconmensurable con los demás futbolistas en el terreno. ¿A qué me refiero con ello? A que su juego es, esencial, radicalmente, otro. Para que dos magnitudes sean conmensurables, necesitamos una unidad de mesura común (nadie puede cotejar hercios con pascales, o vatios con kilogramos). No existe ese divisor común, entre el portero y los demás jugadores. Conviene recordar (perdonen, amigos y amigas, la perogrullada) que mientras que estos deben movilizar las extremidades más torpes y pesadas de la anatomía humana (las piernas), el portero actúa, de manera preeminente, con los brazos y manos. Resulta absurdo, cuando se adjudican premios, balones de oro o cualquier tipo de presea, cotejar a los arqueros con los demás especímenes futbolísticos. Debería siempre, por principio, existir un reconocimiento exclusivo para los arqueros, y sus destrezas no ser evaluadas más que entre ellos, primus inter pares. ¿Cómo dirimir la disyuntiva del Balón de Oro de la FIFA entre Neuer, Messi y Cristiano Ronaldo, tal el caso del año 2014? ¡Imposible, completamente improcedente! Neuer debería ser únicamente justipreciado en tanto que arquero, y valorado en relación con quienes desempeñan su particularísimo rol. Sus competencias y facultades son, esencialmente, otras, y es por ello que tienen un preparador o entrenador especial (figura injustamente ignorada, en la cultura del fútbol). No hay absolutamente ningún parámetro común entre Yashin y Pelé, Carrizo y Garrincha, Casillas y Robben.
Una cosa es, por lo menos, segura: tal cual se juega el fútbol en nuestros días, ningún equipo puede ya ser campeón sin un arquero de primerísima línea. Gone are the times of Gilmar o Félix. Lo que funcionó en 1970 no funcionaría en 2014. Un mal portero es, hoy en día, un descalificador automático, inexorable. Todos los porteros campeones mundiales, desde 1974, han sido titanes o, por lo menos, magníficos guardavallas: Maier, Fillol, Zoff, Pumpido, Illgner, Taffarel, Barthez, Marcos (un héroe no celebrado, sin duda el mejor portero que Brasil ha producido, junto a Emerson Leao), Buffon, Casillas, Neuer, Lloris. Aun quienes han ocupado los segundos o terceros lugares han sido, generalmente, formidables: Tomaszewsky, Goycochea, Pagliuca, Kahn, Courtois para no ir más lejos. De nuevo: existe eso que llamamos “entrenador de porteros”, ahí donde no hay “entrenador de volantes de contención” o “entrenador de punteros derechos” (aun cuando sospecho que tal aberración no tardará en manifestarse).
El vínculo entre un portero y sus defensas debe ser íntimo, entrañable, y estar tan codificado como el que practican un pitcher y su catcher en el béisbol. Una relación, por poco, paranormal, telepática: la mutua lectura de mentes. Resulta descorazonador, ver cuántos goles proceden de cortos circuitos en la comunicación portero - defensas. ¡Y que hablen, por el amor de Dios! ¡Que se griten, pidan el balón, lo reclamen para sí cuando tal cosa proceda! A riesgo de parecer simplista o reduccionista, diré que la caída de Brasil en el Mundial España 1982 se debió a la falta de diálogo entre Waldir Peres y sus defensas. Era un defecto que afligió, a decir verdad, a la totalidad del equipo (Pelé lo señaló en su momento). ¡Los jugadores no conversaban, no se gritaban, no tenían comunicación verbal o gestual! El Brasil de 1970 era, en medio de la magnificencia y realeza de su fútbol, un equipo gesticulante: Rivelino, Tostao, Pelé estaban constantemente alzando los brazos y pidiendo el balón (aun cuando no se tratase más que de un amago: frecuentemente la bola iba a parar al jugador que no la solicitaba). En 1982, once aristócratas excesivamente atildados para tales prácticas, cayeron derrotados por no saber decir “¡mía!” o “¡tuya!” cuando tal cosa correspondía. Dentro de este código, la oralidad del portero es absolutamente crucial: un arquero mudo no llegará muy lejos.
Recordemos, por otra parte, que un portero no solo constituye el bastión de la gestión defensiva de un equipo: ¡tiene también un rol crucial en la gestión ofensiva! ¿Cuántos goles son generados gracias a un saque de portería bien orientado, dirigido con precisión satelital hacia un delantero óptimamente ubicado? Un buen saque de portería vale por todo el trabajo de los mediocampistas, prescinde de la transición defensa -ataque, y habilita a un delantero con posibilidades de disparo o de pique. Un portero que solo atajara bien, pero desperdiciara cada saque de portería con un balonazo que se pierde por la lateral, habría apenas cumplido con la mitad de su trabajo: ¡también el arquero construye juego!
Finalmente, una observación que puede parecer paradójica: un buen “atajador” constituirá siempre un espectáculo grato para el espectador, y una instancia soñada para todo fotógrafo. Empero, hubo grandes porteros que no ofrecían material para “la foto del año”. Dino Zoff medía mal los disparos de larga distancia. Eso no impide que sea uno de los mejores arqueros de que se guarda memoria. Porque sucede lo siguiente: cuanto mejor sea el sentido de ubicación de un portero, menos necesitará volar de poste a poste. Su gran facultad, su excelencia no consistirá en suspenderse, horizontal, y sacar un remate al ángulo, sino en algo mucho más simple -pero también mucho más complejo-, y ello se resume en una palabra: estar. Si el portero sabe estar donde debe estar, en el justo momento en que tiene que hacerlo, minimizará -¡no la eliminará!- la necesidad de ejecutar zambullidas sensacionales. Este tipo de portero -posicional, podríamos llamarlo, por analogía con ajedrecistas como Capablanca, Petrosian o Karpov- nunca será particularmente popular, será apreciado por los connoaisseurs, y pasará por un player´s player (un “jugador para jugadores”). No son figuras taquilleras, no nos regalan lanzamientos inimaginables, no generan imágenes icónicas (Banks deteniendo el cabezazo de Pelé, en el partido Brasil - Inglaterra del Mundial México 1970), pero acaso sean los más sólidos y confiables. Partimos de una premisa muy simple: un portero tendrá que lanzarse -y puede hacerlo admirablemente- en la justa medida en que no esté donde tiene que estar. El desplazamiento -el vuelo- es necesario desde el momento en que el estar -la ubicación- ha sido, en mayor o menor medida, deficiente. Cierto: hay trallazos en los que -por bien ubicado que esté- un portero será requerido en tanto que figura elástica, que vuela para prolongar la acción de sus extremidades. Concedido. Pero también cabe establecer esta ecuación: si un portero sabe estar, reducirá la necesidad de moverse. Cuestión -una vez más- de inteligencia espacial, de capacidad de lectura del juego rival -lo que se conoce como “anticipación”-. Porteros admirados por sus reflejos y estiradas de pterodáctilo podían fallar de manera lamentable en materia de ubicación (Félix y Leao en Brasil, Shilton y Seaman en Inglaterra, Goycochea y Abbondanzieri en Argentina). Es raro, que un portero combine la sobriedad posicional de un Zoff, con la capacidad para las estiradas de un Banks o un Leao. El alemán Manuel Neuer, campeón mundial en Brasil 2014 y cancerbero del Bayern es, quizás, el ejemplar más homogéneo y completo que he visto, en tanto que amalgamador de ambas destrezas. Sin embargo, el portero de mi vida -me complace poder dejar testimonio de este sentir- es el italiano Gianluigi Buffon, campeón con su selección en el Mundial Alemania 2006, y bastión de la Juventus. Es con toda justicia que se ha hecho acreedor al premio Lev Yashin, que Pelé lo ha incluido en su lista de los cien mejores jugadores de la historia, que ha sido declarado por la Federación Internacional de Historia y Estadísticas del Fútbol el mejor arquero de los primeros diez años del nuevo milenio, y ha sido votado cuatro veces por la prensa el mejor portero del mundo. Jamás he visto tal madurez, serenidad, anticipación, elasticidad, rapidez de reflejos, capacidad de lectura del juego, solidez posicional, dominio del área y del juego aéreo… No puedo hablar de los grandes atajadores míticos del pasado: jamás vi jugar al “divino Zamora”, por ejemplo. Pero en lo que tengo de ver fútbol con alguna asiduidad (cuarenta y cinco años) nunca había observado tal eficacia entre los tres palos. Gianluigi Buffon es la esencia misma, el arquetipo platónico del portero.
Para un anexo a la Antología Universal de la Infamia de Borges, mencionemos el trágico caso de Moacir Barbosa, el portero brasileño del “Maracanazo”. Era arquero del Vasco da Gama. Un porterazo. Votado el mejor arquero de la justa de 1950, pese al gol del uruguayo Alcides Ghiggia que le costó la sanción de todo un país por el resto de su vida. En el minuto 79, con el marcador 1-1 (resultado que le daba el triunfo a Brasil), Ghiggia elude a Bigode, se enfila por la punta derecha, y bate con un disparo fulminante a Barbosa. ¿El gran pecado del portero? Que el balón, rastrero, entró entre él y el poste que estaba cuidando. La verdad de las cosas es que este tipo de gol es harto común, no representa necesariamente error alguno del portero, y en el caso que comentamos, es un remate insidioso que bien podría haber burlado a cualquier cancerbero (en muchos aspectos, análogo al gol que Sócrates le anota a Zoff en el partido Brasil - Italia del Mundial 1982). Barbosa fue satanizado, escarnecido, estigmatizado por el resto de su vida (y ello, repito, a pesar de haber sido declarado el mejor portero del Mundial 1950). Había que culpar a alguien, la furia popular necesitaba su chivo expiatorio, y a Barbosa correspondió cargar con el sambenito. Siguió jugando con la Verdeamarela hasta 1953, pero desde el deshonor, la vergüenza, silbado, abucheado, señalado por todo un país. Todavía en 1990, cuarenta años después del evento, una señora y su niña encuentran a Barbosa comprando vegetales en el mercado, y la dama de marras le dice a la niña: “¿Ves a ese hombre? Fue él quien hizo llorar a todo nuestro país, en 1950”. ¿Imaginan ustedes el sentimiento que de Barbosa debió de haberse apoderado? “En Brasil, la pena máxima por un crimen es de treinta años, yo tengo una vida entera de estar expiando el mío” -declaró en cierta ocasión-. Fue una reacción masiva profundamente cruel y perversa, amén de injusta. Cuando durante el Campeonato Estados Unidos 1994, antes de la final Brasil - Italia, Barbosa pide visitar al equipo del que alguna vez fuera estrella, Mario Zagallo, asistente del técnico Parreira, se lo prohíbe, aduciendo que “traía mala suerte”. No lo dejaron saludar a sus colegas. Quizás la paliza 7-1 que Alemania le inflige a Brasil en las semifinales de 2014 motive una revisión del “caso Barbosa”, y blanquee hasta cierto punto su expediente. Si Barbosa fue estigmatizado por un gol, Julio César tendría que ser deportado por siete. “Cuando Ghiggia disparó, yo alcancé a tocar el balón… Por un momento creí que había logrado sacar el disparo, pero de inmediato el silencio del estadio me reveló lo que había sucedido. Volví a ver el arco, y ahí, en el fondo de las redes, vi anidada la pelota. Sentí que toda mi sangre se congelaba, que perdía la razón”. Esta confesión se cuenta entre las cosas más desgarradoras que la historia del fútbol registra. En las graderías esperaba, sufría, rezaba, lloraba una muchedumbre de 174 000 espectadores. Dejo a su imaginación, amigos lectores, lo que este pobre hombre debió de haber sentido en ese momento, un nanosegundo que marcó su vida, que lo convirtió en el ícono mismo del villano futbolístico de su país. Es posible, muy por el contrario, que junto al injustamente olvidado Marcos -campeón mundial en Corea del Sur - Japón 2002- y quizás Leao, Barbosa fuese el mejor portero que Brasil ha producido. En 1963, los administradores del estadio Maracaná decidieron cambiar los marcos. Algún bromista le regaló a Barbosa el rectángulo en el que había encajado el gol de Ghiggia. Barbosa lo quemó, pero conservó un trozo de la estructura. Fue subastado años después. Negro y perverso sentido del humor.
A todo esto, conviene recordar que, aun cuando todos disfrutamos de las espectaculares atajadas y faenas épicas de los porteros, no es, por principio, buena cosa que un arquero sea excesivamente solicitado: signo de que algo anda mal con la defensa. Añadiremos, por extensión, que tampoco es bueno que una defensa, atrincherada en su área, deba prodigarse desesperadamente contra los ataques del rival. ¿Por qué? Porque si el rival está en los linderos del área, ello significa que los volantes de contención que constituyen barrera en todo ese extenso segmento que se interpone entre el mediocampo y el área, no hicieron su trabajo. Los asediadores deberían haber sido detenidos antes de cernirse sobre el área -por gallarda que sea la retaguardia, desde esta posición ya cualquier tiro de media distancia puede ser letal-, y tal es justamente el rol de los recuperadores de balones. En suma, en un mundo ideal, ni el portero ni la última línea de la defensa deberían ser exigidos excesivamente.
Me limito a dejar mi pequeño testimonio subjetivo: de haber podido jugar al fútbol, jamás hubiera escogido la posición de portero. Tal nivel de responsabilidad me aplasta. No puedo aceptar ninguna función social en la que, por principio, no se pueda cometer el menor error. Es una exigencia reñida con la naturaleza humana, que es eminentemente falible e intermitente.
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