Jacques Sagot
Entre los meses de mayo y setiembre la temperatura asciende a 44 grados, a la sombra. Más de treinta mil obreros fueron reclutados para la construcción de estadios y la implementación de otras obras de infraestructura con miras al campeonato mundial Catar 2022, a ser celebrado durante el mes de noviembre. Treinta mil almas, traídas de la India, Bangladesh, Pakistán, Nepal, Sri Lanka y países africanos como Kenia y Uganda. Galeotes, prisioneros, animales de carga. Explotados con salarios irrisorios, humillantes. Enrolados en este infierno “por hambre”. Prácticamente, una regresión histórica a los tiempos de la esclavitud. Sin garantías ni protección social alguna. Sudando hasta la lenta, penosa muerte por deshidratación e insolación. Siete mil han perecido… y el mundo, frívolo, ciego, inmisericorde y desinformado, no se inmuta ante semejante genocidio. Son insectos, criaturillas anónimas, meras cifras. ¿Por qué habríamos de llorar por siete mil insignificantes hormigas? ¡No, no, no: debemos, antes bien, llorar por la muerte de la reina de Inglaterra, vieja ridícula, vividora, holgazana, parasitaria y grotescamente anacrónica! Ahí sí, señores y señoras, se vale sacar los pañuelos y enjugar las lágrimas. Es un gesto “de buen ver”, un acto lleno de “clase” y “elegancia”.
Echemos marcha atrás: cuestión de ocho años. Mucho fue lo que hubo que lamentar en el campeonato mundial Brasil 2014. En el orden social del país anfitrión, la justa constituyó un despropósito y generó fricciones, manifestaciones populares, motivadas por el gigantismo económico, infraestructural y mercadotécnico del torneo, por completo inconcebible en una nación afecta por los índices de miseria de Brasil. Siete obreros murieron en el frenético accellerando final que la falta de previsión provocó, durante la construcción de varios estadios. A ritmo de tambor, como los mineros ingleses de la temprana Revolución Industrial, trabajando día y noche, y desatendiendo las normas mínimas de seguridad laboral, siete hombres perdieron la vida para que el mundo pudiese disfrutar su kermesse futbolística cuatrienal. Nadie recuerda sus nombres, no se les rindió homenaje alguno… fueron barridos bajo la alfombra, a fin de no empañar el ambiente festivo propio del evento. Monstruoso, inaceptable, violatorio de los derechos humanos. Un verdadero crimen de lesa humanidad.
Por lo demás, el hecho es que jamás en la historia de los campeonatos mundiales, la organización perentoria y mal planificada del evento había costado la vida de siete trabajadores: techos que se desplomaban, muros que colapsaban, obreros que se caían desde alturas inusitadas, sin forma alguna de protección… En materia de seguridad laboral, el Mundial Brasil 2014 nos retrotrajo a los primeros años de la Revolución Industrial. Cada estadio debería llevar el nombre de alguna de las víctimas que perecieron en su construcción. Quienes concurrieron a los partidos, quienes jugaron en las gramillas, quienes alzaron trofeos, celebraron goles y lloraron derrotas, deben saber que lo hicieron sobre los cadáveres de siete hombres cuyos nombres fueron mantenidos en discreto anonimato. Un pretium doloris demasiado alto, para cualquier evento deportivo, por universal y prestigioso que sea. La FIFA exigió más de la cuenta a un país que no supo gestionar el torneo con la antelación necesaria, y forzó el ritmo, en angustioso sprint final, ocasionando “bajas de guerra” que no recibieron, ni remotamente, la cobertura mediática que merecían.
Por otra parte, la FIFA retorció la constitución del país anfitrión para que se permitiera e incentivara el consumo de cerveza en los estadios, al amparo de la llamada “Ley Budweiser”. La venta de alcohol en los recintos deportivos brasileños estaba rigurosamente prohibida desde 2003. Sucede, empero, que Budweiser es uno de los principales sponsors de la FIFA, y quería ahogar a la afición en un océano de fermento de malta. Los intereses comerciales de una organización privada -una abyecta fábrica de guaro- prevalecieron sobre un parlamento. De conformidad con el tono autocrático y cesaropapal que la caracteriza, la FIFA, dejó clara su posición con estas declaraciones públicas de Jerome Valcke, secretario general: “Las bebidas alcohólicas son parte de la Copa del Mundo de la FIFA, así que las tendremos. Disculpen que parezca un poco arrogante, pero es algo que no vamos a negociar”. Bueno, siquiera admitió la posibilidad de que en su respuesta alguien pudiese percibir una molécula de arrogancia, y pidió disculpas, el señor Valcke: ¡cuánta caballerosidad!
Fue así como el Congreso de Brasil aprobó en marzo de 2012 la ley que permite volver a vender cerveza en los estadios. La Presidenta Rousseff ratificó esa legislación tres meses después, contra la voluntad de su propio Ministro de Sanidad. Según Bloomberg News, en un cónclave celebrado en Brasilia, ejecutivos de Budweiser y Coca cola persuadieron además al gobierno brasileño de aplazar el aumento de los impuestos en bebidas (que ya había sido anunciado) hasta después del Mundial. Las asociaciones médicas brasileñas protestaron en vano durante meses contra la pleitesía mostrada por el gobierno ante la FIFA: “nos preocupa que se perpetúe en los niños esa relación automática entre fútbol y alcohol” -clamaron-. Nada se pudo hacer al respecto. La FIFA es plenipotenciaria: de ser representada teatralmente, asumiría los rasgos y comportamiento de Clara Zachanassian, la omnímoda multimillonaria en La visita de la vieja dama, de Dürrenmatt. Luego pienso: ¿no fui yo, por el mero hecho de haberle dado seguimiento al torneo, cómplice pasivo de toda esta porquería? Y francamente, amigos, amigas, siento que me pesa el alma.
Y ahora, en una masacre que torna triviales los hechos acontecidos en Brasil 2014, Catar se permite asesinar a siete mil obreros… y el mundo, la comunidad futbolística, la prensa internacional, los militantes en pro de los derechos humanos, la Organización Mundial de la Salud, la Organización Médicos sin Fronteras, el Vaticano, la Meca, la FIFA, la ONU, la UNESCO, La Corte de Justicia de la Haya, la Organización Interamericana de Derechos Humanos, el Dalai Lama, los premios Nobel de todos los países del planeta guardan silencio. El silencio de las esfinges. El silencio de las piedras. El silencio de las más abisales simas marinas. El silencio de la muerte.
Todos somos cómplices de esta carnicería humana. Todos, todos, todos. Como decía Hegel, “ningún hombre puede ser realmente feliz mientras en el mundo quede un esclavo”. Y como añadió Dostoievski: “Todos somos culpables, directa o indirectamente, por acción o por omisión, de cerca o de lejos, por el dolor que aqueja al mundo”.
Lo que ha acaecido en Catar, literalmente hablando, “no tiene nombre”. Participar en esa infame gesta deportiva sería inmoral, indecente, antiético, reprensible desde el punto de vista de cualquier normativa humana. Nadie debería concurrir a esa fiesta universal de la vesania. Nadie debería ver los partidos por televisión, en Internet, o siquiera seguirlos por la radio. Ningún equipo representativo de una nación civilizada debería participar.
Sí, sí, sí: tengo la convicción de que Costa Rica está obligada, por su tradición histórica civilista y los valores que su cultura postula, a retirarse de la justa. Creo que otro tanto deberían hacer todos los países clasificados. Asistir a ese certamen es un crimen, una infamia, una enormidad que nos homologaría a las más nefastas naciones en los más negros tramos de su historia. Resulta monstruoso, teratológico, unconscionable, ir alegremente a celebrar nuestra parranda futbolera sobre terrenos de juego irrigados con la sangre de siete mil víctimas. Repito: si Costa Rica se tiene algo de respeto a sí misma, y si en efecto es una nación de paz, justicia, misericordia, solidaridad y conciencia política, no puede bajo ninguna circunstancia, participar en este espantífero aquelarre.
¿Celebraríamos acaso una francachela, un bailongo, o un campeonato de fútbol sobre los lager de Auschwitz, Treblinka, Dachau, Buchenwald, Theresienstadt? ¿Meteríamos en esos infiernos donde el ser humano se redefinió como licántropo, vampiro, golem y súcubo, una cimarrona, una discomóvil, un karaoke, una banda rock, un desfile de modas, una exhibición de lencería, un casino, un burdel, un turno provinciano con bombetas, serpentinas y ventas de cerveza, chifrijos y chicharrones? ¡Ya quisiera ver la reacción de los 14 millones de judíos que al día de hoy recorren los caminos de la tierra! Pero, ¡ay!, tal parece que solo el pueblo judío detenta el monopolio universal del dolor. Solo él llora, solo él erige museos donde sus océanos de lágrimas son expuestos, solo él conoce el verdadero sufrimiento. Solo él hace las veces de mártir in residence de la cultura mundial, solo él se atreve a decir: “¡nunca más!” Todos los demás seres martirizados, supliciados, masacrados, pisoteados son, apenas, diletantes, aficionadillos y amateurs del dolor. ¿O acaso me equivoco?
Sé que soy una vox clamantis in deserto. Sé que mi protesta, mi rabia, mi indignación serán desoídas, y que nadie moverá un dedo por boicotear un evento que moviliza trillones de dólares en el mundo entero. Sé que me tendrán por loco, una pluma febril y delirante que no merece otra cosa que la indiferencia. Todo eso lo sé. Eso y muchas cosas más. Pero fíjense ustedes que yo no vine al mundo para que me declararan Míster Congeniality o, por el contrario, el Pisuicas de las columnas de opinión (ambas aspiraciones revelarían por igual narcisismo y egolatría). Vine al mundo a decir lo que pienso. Si eso irrita a algunos, lo único que puedo recomendarles es una masiva infusión de Sal Andrews, que sin duda les refrescará un poquito el hígado.
Una vez más: Costa Rica no debe asistir al campeonato mundial de fútbol Catar 2022. La misma competencia celebrada en Argentina en 1978 debió haber sido saboteada. A tres cuadras del Estadio Monumental del River Plate (ahí donde se jugó la final entre el anfitrión y Holanda) estaba ubicada la ESMA (Escuela Militar Argentina), en cuyas mazmorras el adorable coronel Jorge Videla infligía la tortura y toda suerte de horrores a quienes combatían la dictadura. Francia fue el país que más vigorosamente se opuso a que el mundial fuese celebrado en Argentina… pero los denarios tienen mejor megáfono y tarima que los derechos humanos, y terminó por acudir a la cita. Hoy en día, exfutbolistas de la categoría del galo Éric Cantona y el alemán Philip Lamm instan al mundo entero a boicotear esta abyección. Periódicos como The Guardian y Esquire han generado una vorágine ética en el seno de la FIFA, y países como Alemania, Holanda, Noruega, Dinamarca y Bélgica se han pronunciado enérgicamente al respecto. Si por una vez en la historia, estos gigantes pudiesen tomarse de las manos y formar un frente común contra la injusticia y el atropello de la vida, quizás podríamos ver al hombre hacer the right thing, adoptar la decisión que de mejor manera honre y dignifique a la criatura humana. Siquiera una vez, una sola vez en la historia: ¿es eso mucho pedir?
Lo dice la gloriosamente intransigente Antígona de Jean Anouilh: “Vine al mundo a decir NO y morir”. Costa Rica debe hacer otro tanto. Erguirse, firme y altiva como una bandera, y decir “¡No!” Lo crean ustedes o no, mis queridos amigos y amigas, hay en el mundo una que otra cosilla -¡no muchas, por supuesto!- que tienen más importancia que nuestra selección nacional, que las atajadas de Keylitor Navas, que los túneles de Joelcito Campbell, que los pases en profundidad de Bryancito Ruiz. Créanme: el mundo puede vivir sin ellos. La civilización universal es concebible en su ausencia (yo sé que parece inimaginable e imposible, pero les aseguro que así es).
Le retiro todo mi respeto, toda mi admiración, todo mi apoyo a cualquier cretino, cobarde, pusilánime y egoísta que se sume a esta horrísona, macabra aventura. Queda dicho, queda apostillado, queda grabado en el bronce el testimonio de mi sentir profundo e inmodificable. Dixit.
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