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La Columna de Jacques Sagot | El futbolista nómada, y la noción de lealtad deportiva


Jacques Sagot

Vivimos bajo la égida del jugador mercancía, exhibido en su planetaria vitrina, en su pasarela mundial -dentro y fuera del terreno de juego-.  La línea demarcadora que -bien establecida por Montaigne a fines del siglo XVI- separaba la esfera de lo público de lo privado, tiende a difuminarse.  La intimidad una y otra vez profanada (con la connivencia de las propias vedettes, conviene señalar).  El fútbol mimetiza el modelo bursátil: valores que suben, valores que bajan, inestabilidad por doquier, jugadores que pasan de mano en mano -y pierden con ello su principio mismo de identidad-, todo se ha hecho tan volátil, por doquier percibimos tal sentimiento de desarraigo, de falta de filiación…  


Pelé jugó con dos equipos a lo largo de su longeva carrera: el Santos y el Cosmos de Nueva York, a guisa de epílogo para una trayectoria ejemplar.  Beckenbauer era emblema del Bayern Munich, se regaló un par de años sabáticos en el Cosmos de Nueva York -a instancias de su amigo Pelé- y jugó tres temporadas con el Hamburgo: tal fue su itinerario futbolístico.  Cruyff brilló en el Ajax y el Barcelona.  Ya Maradona pasó por Argentinos Juniors, Boca Juniors, Barcelona, Nápoles, Sevilla y Newell´s Old Boys.   Y el nomadismo deportivo se agudiza en años recientes: Faustino Asprilla y Nicolas Anelka han jugado en doce clubes, Robbie Keane en trece, y el portero alemán Lutz Pfannenstiel en veintiséis, pasando por cinco continentes y las seis confederaciones de la FIFA.  


Los equipos juegan ricochet con sus jugadores:, los traspasan, transfieren, canjean.  La noción de lealtad a una institución, de pertenencia a una comunidad o de emblema de un cuadro deviene anacrónica.  Peor aún: muchos la juzgarán remanente de una sensiblería y un lirismo antañones.  Uno dice “Di Stéfano” y el nombre nos remite, inmediatamente, al Real Madrid.  Quienes conozcan un poquito más sobre su carrera, sabrán que también militó en Millonarios de Colombia, y en dos clubes argentinos, en la alborada de su carrera: el River Plate y el Huracán.  ¿Puskás?  Real Madrid.  ¿Garrincha?  Botafogo.  ¿Rivelino?  Corinthians y Fluminense.  ¿Eusebio?  Benfica.  ¿Vogts?  Borussia Mönchengladbach.  Pienso en el gran puntero derecho alemán Jürgen Grabowski: entre 1965 y 1980 jugó con el Eintracht Frankfurt, el club de su vida, un cuadro con el que llegó a establecer una relación de sinonimia.  Era el “one club man” por antonomasia.  Y que no se crea que no fue pretendido por otros clubes.  Sucedía simplemente que para él la lealtad deportiva era un valor innegociable.  Tal no es el caso, hoy en día.  El futbolista se ha convertido en una criatura trashumante, descepada, en estado de permanente deportación.  Objeto pasivo de las fluctuaciones del mercado, un valor flotante, en un sistema bursátil que deriva toda su fuerza, precisamente, de la inestabilidad.  Ello por mencionar tan solo una de las patologías de nuestro querido deporte, que no puede sustraerse a los diktats del modelo capitalista que lo auspicia y, a la vez, explota.  


Y como todo en la sociedad de mercado, están los equipos que compran para vender (los usureros), y los que venden para comprar (los menesterosos).  Pero no emitamos por lo pronto juicio ético.  Limitémonos a señalar lo obvio: siempe hubo buenos y malos mercaderes. Los buenos han cimentado su fama por su pericia transaccional más que por cualquier otro valor concebible (formación de ligas menores, capacidad de los entrenadores).  Compran generalmente lo mejor, y se deshacen de lo menos bueno de sus filas… vendiéndolo como si de diamantes zirconia futbolísticos se tratase.  Ligas tan prestigiosas como la italiana, la inglesa y la española no invierten lo suficiente en sus divisiones inferiores.  La consecuencia de tal estado de cosas es que siempre están llevando a sus arcas el oro de las riquísimas canteras de talento de Latinoamérica y, en menor medida, de África y Asia.   


Aprendan su nombre, amigos y amigas, porque es un espécimen en vías de extinción.  Uno de esos guerreros de viejo cuño, animados por la ética de la lealtad a su equipo, esa noción que hoy hace reír a la gente, y que se llama “amor a la camiseta”.  Marco Reus juega con el Borussia Dortmund.  A la altura de 2015, uno de los grandes mediapuntas de la actualidad.  Incisivo, raudo, punzocortante como un bisturí.  Una filosa centella que saja las defensas rivales cual si de mantequilla se tratase.  Su equipo está en la fase de “cuidados intensivos” del descenso a la segunda división.  No tiene ninguna posibilidad de disputar la Champions League del 2015.  Cuando el barco su hunde, las ratas son las primeras en salir huyendo.  Y el fútbol está lleno de estos escurridizos y pusilánimes roedores.  El Real Madrid, el Barcelona, el Chelsea, el Arsenal, cortejaron a Reus con megacontratos inimaginables.  El Bayern -monstruo tentacular- le hizo la “propuesta indecente”, esa a la que nadie dice “no”: 30 millones de euros por su transferencia.  Es un viejo vicio del Bayern: compra a las estrellas de los cuadros rivales (para diezmarlos, porque después no las alinea).  Como los virus, devasta un paraje, y cuando lo ha esterilizado, pasa a colonizar otro organismo.  Así despojaron, en 2014, al Borussia Dortmund de Götze y Lewandowsky.  Pero Reus respondió: “Dortmund es mi ciudad amada, y el Borussia el equipo que me formó.  Le debo lealtad a esta maravillosa afición, y todavía puedo darle mucho a mi cuadro.  Sigo con ustedes, compañeros”.  Firmó la renovación de su contrato hasta 2019, ¡sin cláusula de rescisión!  Las grandes vitrinas europeas le endulzaron los oídos con ofertas “indeclinables”… y él decidió seguir al lado de sus correligionarios.  


¿Qué pasó con las grandes lealtades, los jugadores “bandera”?  Ahora tenemos chiquitas de pasarela que venden sus culitos deportivos al mejor postor.  ¡Y todavía tienen el tupé de salir besando el escudito de sus equipos!  ¿Quién podría creer en semejante “devoción”?  ¡Es lo que en Costa Rica se conoce como “amor de potrero”!  ¡Salud, Marco!  ¡Cómo necesitamos esos músicos que persisten en tocar sobre el puente, aun cuando el navío se hunde!  Pero no naufragará.  Tú lo evitarás.  Y cuando la FIFA asigne un balón de oro al más bello gesto de compañerismo del año -no sucederá antes de un milenio-, ¡ya sabemos quién lo ganará, siquiera póstumamente!


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