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La Columna de Jacques Sagot | “El futbol, metáfora de la vida”

Jacques Sagot


Lo que más emparenta al fútbol con la vida -proponiendo de ella un correlato, una metáfora- es un hecho muy simple, una verdadera perogrullada.  ¿A qué se reduce, la esencia del fútbol?  A tomar decisiones.  Una tras otra.  Cada una de ellas puede ser un acierto o un error aparatoso (un blunder, un blooper, dirían los estadounidenses).   Y, como todo en la vida, la valoración de la decisión solo puede ser retrospectiva: después de los resultados, la jugada se revela como afortunada o desafortunada.  Apenas pasa un instante, en nuestras vidas, en el que no tengamos que tomar decisiones, banales e inconscientes la mayoría de ellas, trascendentales y conscientes otras.  


Una doble postulación se presenta ante nosotros en cada momento del vivir: ¿debo hacer esto o, por el contrario, no hacerlo?  Con el agravante de que, en el fútbol, la experiencia -un factor que sin duda pesa en la toma de decisiones- no garantiza nada.  El técnico mejor sazonado o el jugador más experimentado del mundo pueden, en cualquier momento, cometer un gazapo de principiante.  El fútbol es un deporte en el que la toma de decisiones es constante, vertiginosa, y debe asumirse sobre la marcha misma del proceso.  Pues sí, como la vida misma.   Y muy pocas -por no decir ninguna- son las decisiones que en el fútbol pueden considerarse baladíes.  Un mal pase, un mal cambio, una mala escogencia en la alineación, una mala lanzada del portero pueden significar esa muerte simbólica que es la derrota deportiva.   


No hay accidentes o errores “pequeños”, en el fútbol: aunque las consecuencias inmediatas de una acción desafortunada no se traduzcan en un gol en contra, cuando se reconstruye el decurso de la totalidad del partido -tomado este como si fuese una gran novela, regida por el principio de causalidad- veremos que, más adelante o más atrás, todo tiene origen -en una concatenación macronarrativa de los hechos-, en algún tipo de error.  El gol encajado en el minuto 90 bien puede haber nacido en una pifia, un mal saque de banda, un pase interceptado o una infracción cometida en el minuto 1.  El fútbol es un continuum, no recomienza cada vez que se inmoviliza la pelota y se congela la acción.  Hay en él una especie de inexorabilidad que es, a un tiempo, fascinante y aterradora.  El error puntual que podría costarnos la vida germina, fermenta bajo la forma de la potencia (Aristóteles), en el primer error que cometimos, tan pronto tuvimos uso de razón.  El momento en que atravesamos la calle sin mirar el semáforo y nos hicimos aplastar por un automóvil no es otra cosa que el acto (de nuevo, según el estagirita), que coagula una irreconstruible genealogía de errores.  Todo, en nuestras vidas, habría propendido a ello.  No es determinismo: somos responsables de nuestras decisiones y, efectivamente, “somos, a cada momento, una escogencia absoluta de nosotros mismos” (Sartre), pero tan pronto el engranaje de la volición razonada, ponderada, es puesto en marcha, devenimos producto de nuestras decisiones, aun aquellas que se tomaron en los más remotos desvanes de la memoria.  


Algo más: resulta fascinante observar cómo, en el desplazamiento físico de los jugadores en el terreno, el noventa por ciento de las decisiones son cuestión de lateralidad.  Dada la anatomía humana, tal hecho era inevitable.  Un jugador enfrenta a un rival: ¿debe desbordarlo por la derecha o por la izquierda?  Aun cuando le hiciese el “caño”, y el balón pasase entre sus piernas, el jugador deberá decidir si lo esquiva por la derecha o por la izquierda (¿brincárselo?  Imposible, a menos de que el rival esté tendido en el suelo, o sea tan bajito que tal opción fuese viable).  La dimensión lateral es infinitamente más importante, en el fútbol, que la vertical -aun cuando esta tiene también, por supuesto, su peso-.  Un disparo a marco, un penal, un tiro libre, ¿deben ir a la derecha o la izquierda?  Aun cuando se optase por fusilar al portero por el centro, la decisión convoca la noción de lateralidad, no de verticalidad (tal sería el caso, infinitamente más infrecuente, de los “globitos” o “vaselinas”).  


Es justamente el principio de lateralidad el que potencia a los jugadores, y los hace más valiosos en el centro del terreno, y no en las bandas, donde la línea de cal limita su accionar -exactamente, el caso de las piezas de ajedrez que procuran copar el centro del tablero: es una analogía que ya he planteado-.  Esto, por supuesto, no significa que el juego por las bandas no tenga un valor específico: permite “abrir la cancha” y puede generar incontables situaciones de gol, pero es evidente que un futbolista “vale” menos cuando está asfixiado por la línea, que en el centro del terreno, donde puede jugar con el parámetro de lateralidad más libremente (las líneas demarcadoras del terreno operan, en cierto modo, como defensas, como obstáculos: el jugador será “marcado” por la banda que lo constriñe y limita, lateral o verticalmente).  Otro elemento que pone de manifiesto la primacía de la lateralidad sobre la verticalidad en el fútbol es el diseño mismo de la cabaña del portero: ¡son 7, 32 metros de largo, por 2, 40 de alto!  Sea como fuere, soccer is all about decisions -muchas de ellas tomadas en cuestión de nanosegundos y de manera instintiva-, y en ello opera como una recreación lúdica de la vida.


Como he establecido, el fútbol es una metáfora de la vida.  ¿De qué manera?  De mil maneras, una de ellas preeminente sobre todas las demás.  Como decíamos, en un partido de fútbol, el jugador tiene que estar tomando decisiones a ritmo vertiginoso.  Con cada bola que recibe -¡y aun si juega sin balón, y se limita a seguir el curso de la acción para posicionarse ante ella de manera idónea!- debe tomar una decisión.  El problema es este: solo existe, por definición, por principio, una “mejor decisión”.  Las demás podrán ser buenas, malas, mediocres, brillantes, desastrosas, pero, en todo caso serán menos que mejores.  Porque, de nuevo, “mejor” solo hay una: todas las demás decisiones están por debajo del discernimiento óptimo, y representan una degradación del juego.  ¿No es esta, también, la esencia y dinámica de la vida?  Lo es ciertamente de la música y la literatura: en todo el universo no hay más que un mot juste para formular un concepto, y una sola nota óptima en el desarrollo armonioso de una melodía.


¿Driblo, lateralizo el juego, lo retraso, lo acelero, me arriesgo al pique con balón controlado, lanzo un centro al área rival, enhebro una pared o una triangulación, me animo a buscar el disparo de media distancia?  A cada nanosegundo, el futbolista se ve en el predicamento de tomar una decisión.  Esta puede ser “la gran jugada” del partido, o una debacle técnica que acarree la derrota de su equipo.  A veces no piensa el cerebro -la razón es relativamente lenta- sino la sangre, el instinto, la intuición, el reflejo, el más primario automatismo… esas son, también, “decisiones”.  Para usar la terminología pascaliana, se juega más con el esprit de finesse que con el esprit de géométrie.




El jugador está condenado a tomar decisiones, y debe hacerlo contra el reloj, bajo apremio, en medio de la ofuscación general y con once rivales que están deseando que su decisión sea la peor en cada momento dado.  Pero vuelvo a mi punto: solo hay una mejor decisión, y los grandes genios del fútbol se caracterizaron por saber encontrarla.  Como en el ajedrez, solo hay una movida perfecta: las demás, siendo quizás correctas, son menos que ideales.  Con cada sístole y diástole, con cada inhalación o exhalación, nuestro cuerpo está tomando permanentemente decisiones, conscientes o automáticas.  Eso es la vida.  Eso es el fútbol.  Por eso es bello, y terrible, inherentemente violento, emocionante y vertiginoso hasta la locura.     

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