El vínculo de la afición cartaginesa con su equipo es diferente del que anima a todas las demás torcidas del país. El hincha cartaginés ama a su cuadro, y no pide nada en cambio. Es amor puro. No le dice: “te amaré si me gratificas con títulos y preseas”. Nada de eso. Es, en el sentido más riguroso del término, un amor incondicional: “te amaré aun cuando llegases a cumplir cien años sin ganar un campeonato”. Es una afición fervorosa (etimológicamente, plena de fe) y devota (del latín devotus-an, esto es, consagrada a, prometida a, dedicada a).
El aficionado brumoso hace votos de lealtad eterna a su cuadro. Como los monjes hacen votos de castidad o de pobreza, el hincha brumoso hace voto de fidelidad a su equipo, y su fe es tanto más conmovedora por cuanto el cuadro no les da una molécula de satisfacción, y los somete, una y otra vez, a la frustración de la derrota. Pero este es, precisamente, el punto: el aficionado cartaginés ya no percibe sus reveses como derrotas. Ha hecho de ellas pruebas de fe, ritos iniciáticos en un culto que se refuerza y cobra más gloria cuanto menos son oídas sus plegarias. El hincha cartaginés es, en el más puro sentido de la palabra, un homo religiosus. No exige títulos, no reclama resultados: su fe es su propia recompensa. El gozo de creer contra toda la evidencia, contra los marcadores adversos, contra ochenta años de adversidad, opera como una especie de gozo martirológico. La suya es la expresión, entre beatífica, extática y torturada, de los grandes mártires de la cristiandad (cuadros clásicos de santos que, desde el fondo de su tormento, elevan la mirada al cielo, derivando un sublime al tiempo que retorcido placer de su martirio: pienso en San Sebastián acribillado de flechas).
Comparados a la afición cartaginesa, los hinchas saprissistas, liguistas y heredianos pasan por ser niños mimados, criaturitas chineadas por la suerte, ciudadanos de privilegio en la comunidad futbolera. No saben lo que es creer contra toda evidencia, no saben lo que es la verdadera fe, y lo más grave de todo, no saben amar incondicionalmente. Son mocosos que, privados de golosinas, arman un infernal berrinche. Cartaginés tiene a la más leal, indoblegable afición del país. Amor, devoción, y fe.
En el campeonato que recién termina, el equipo perdió una oportunidad que era crucial desde el punto de vista psicológico: probarle a todo el país y probarse a sí mismos que el título obtenido durante el primer semestre no fue un accidente, un piadoso gesto del alea, un hecho adventicio e irrepetible. Fue un verdadero desperdicio, una pena, un gravísimo error. Ese laurel había que apuntalarlo, reforzarlo, corroborarlo, reverdecerlo. Cartaginés fue incapaz de ninguna de estas cosas y, antes bien, nos “obsequió” una de sus peores performances en ciento dieciséis años de existencia (fue fundado en 1906).
El cometa Halley visita la Tierra cada setenta y seis años. El cuadro brumoso lo supera en la magnitud de su órbita por cuatro calendarios. Es un equipo que gana campeonatos con infrecuencia cósmica: bien podrían haber colisionado con el planeta diez descomunales aerolitos antes de que vuelvan a ganar, y acaso el universo haya implosionado en un inimaginable movimiento de contracción, de vuelta hacia la partícula de materia original que lo puso en expansión hace 13 800 millones de años, antes de que Cartaginés vuelva a alzarse con otro título.
Supongo que el aficionado cartaginés pondrá solemnemente la recién ganada copa en su exiguo salón de la fama y se dedicará a contemplarla bobaliconamente y lustrarla tres veces al día con Anibru por los próximos ochenta años. No más que eso.
Qué lástima, qué lástima, qué lástima… y qué portentosa manifestación de mediocridad y conformismo cuartomundista. De veras: este campeonato había que ganarlo, era imperativo, perentorio, importantísimo lograrlo. Bueno, qué le vamos a hacer: supongo que hay equipitos y aficionaditos a los que les basta y sobra con un título por siglo. Más que eso los marearía, los haría enloquecer y perder todo contacto con el principio de realidad. Ese es su ritmo, y no nos queda más remedio que respetarlo: un campeonatito por siglo. Así las cosas, supongo que nos veremos en el año 2102, y hasta entonces, sigan sufriendo y degustando el amargo zumo de la frustración. Son catadores de derrotas, hedonistas consumados del fracaso. El que por su gusto muere que lo entierren parado.
Comentarios