El rasgo que con mayor nitidez diferencia al fútbol femenino del masculino no es de índole técnica o atlética, sino psicológica. Las mujeres tienen mucha mayor autodisciplina y control sobre sus emociones. Conocen el significado profundo de la palabra respeto, la noción de jerarquía, el acatamiento inmediato y acrítico que supone una decisión arbitral, dosifican mejor sus secreciones de adrenalina, evitan la agresión física y los motines a bordo, son los únicos habitantes del planeta Fútbol que comprenden y practican el fair play (“fair” no solo significa limpio, sino leal, correcto, honorable).
Veo el sonrojante espectáculo que ofrecen Saprissa, Heredia y La Liga: sus colisiones no dejan nunca de generar pequeños incendios, zipizapes, conatos de riñas, escaramuzas mejor o peor controladas, y mi cabeza se desploma sobre el pecho, en total desaliento. ¿Cuándo evolucionaremos hacia una ética deportiva que rija todos nuestros gestos en el terreno de juego?
Recuerdo al delantero ex-rojinegro Jonathan McDonald, que hizo de sus expulsiones un circo per se, un número cómico y burlesco por el que la gente pagaba, y que se ofrecía como un aderezo o pimento al plato futbolístico del día. Y claro, sus cuates pretendían que sus reiteradísimas sanciones formaban parte de una maquiavélica persecución contra la Liga. ¡Por favor!
Entre ese fútbol de primates, y la ejemplar lid que nos proponen las mujeres, hay un abismo inmensurable. Es como si jugaran deportes diferentes. En las mujeres predomina el honor, el sacrificio, la conciencia grupal, las bridas asiendo vigorosamente la montaraz potranca de las emociones, y el amor por la ética. En los hombres priva el farandulismo, el afán de figuración, el vedetismo barato, el primadonismo narcisista y patológico. Es mucho, muchísimo lo que los hombres pueden aprender de las mujeres en todas las áreas de la vida. Esto es, si tan siquiera tuviesen la humildad necesaria para sentarse en la silla del alumno. No contemos con ello.
Da gusto ver los campeonatos mundiales femeninos de la FIFA: ¡qué nivel de entrega, qué compromiso con su bandera, qué temple de guerreras indómitas: todas son valquirias wagnerianas, mujeres épicas, gladiadoras dotadas de espíritu de lucha pero también de enkrateia (mesura, ponderación, sensatez, temperancia)! No hacen berrinches, no contienen la respiración hasta ponerse moradas y caer al suelo exánimes, no revientan el balón cada vez que el árbitro toma una decisión que ellas desaprueban, no se ven escupitajos en la cancha, nadie le hace la “cámara húngara” al colegiado de turno, no se aglutinan dándose empellones con el pecho unos a otros, como vulgares gallillos de corral, ofrecen y aceptan las disculpas que el juego las obliga a prodigar o recibir… Es otro deporte, es otro nivel de la conciencia, es otra madera ética, es otra formación, es otra actitud ante la autoridad. Y del espectáculo que ofrecen ni hablemos: tienen técnica y potencia física sobradas.
Soy de los que celebrarían ver un encuentro de fútbol entre mujeres y hombres. Ya se han realizado partidos de hockey sobre césped y sobre pista que han enfrentado a equipos femeninos y masculinos. En el ajedrez -¡gracias infinitas, László Polgar, que educó a tres mujeres geniales: Judit, Sofía y Susan!- ya se están jugando torneos mixtos. Judit Polgar le ha administrado palizas históricas tanto a Karpov como a Kasparov, entre otros “machos alfa” del ajedrez. El gran comediante Andy Kaufman promovió con enorme convicción la práctica del “wrestling intergender”, esto es, la lucha libre intergénero. No era una mera broma: creía profundamente en esta opción. En deportes como el golf, el baloncesto y el tenis ya el mundo ha tenido muestras de lo enriquecedor que sería implementar los torneos mixtos. Es la dirección en que se mueve el mundo: es cuestión de tiempo para que estas propuestas sean realidad.
Muchas son las mujeres que han derribado barreras, burlado discriminaciones y hecho trizas los prejuicios sexistas, con proezas deportivas de magnitud histórica. Cito tan solo algunos nombres: Serena Williams, Kathrine Switzer, Gabriela Sabatini, Larisa Latynina, Nadia Comaneci, Martina Navratilova, Chris Evert, Edurne Pasaban, Alice Coachman, Yelena Insibaeva, Marta Vieira da Silva, Jutta Kleinschmidt, Ellen Mac Arthur, Kristi Yamaguchi, Hanna Gabriel, Yocasta Valle, Claudia Poll… Estamos hablando de hitos en la historia del deporte. Desde alpinistas, jugadoras de rugby y pilotos de fórmula uno hasta ajedrecistas que han hecho temblar la supremacía masculina en este deporte.
Recuerdo el partido de octavos de final del campeonato mundial Italia 90, entre Alemania y Holanda. Dos señores jugadores, dos íconos de sus respectivos equipos, dos profesionales laureados, dos ídolos de la comunidad futbolística mundial se hicieron expulsar porque se escupieron mutuamente los rostros: Rudi Völler y Frank Rijkaard. Fue un espectáculo grotesco, nauseabundo, bajuno… el tipo de trapacería que vería uno en la peor cantina del peor arrabal de la peor ciudad del mundo. Y recuerdo también partidos de la liga mexicana entre el América y el Guadalajara (jugados en el Estadio Azteca) en los que se armó una batalla campal de tal nivel de bestialidad y tan alto voltaje, que los árbitros optaron por expulsar a los 22 jugadores en el terreno de juego. Dos veces he visto este Armagedón futbolero. Todo el terreno de juego se convirtió en un batiburrillo donde se arremolinaban los cuerpos técnicos, los periodistas, los árbitros, los locutores… era una visión surrealista, algo salido del Infierno de Hieronymus Bosch. No hubo una sola llave o golpe de la lucha libre que no fuera puesta en acción. Las escenas quedaron, por supuesto, captadas en las cámaras, y cualquiera puede verlas con no más que merodear por Google.
Pues bien: esto es lo que justamente no tendremos que padecer jamás con el fútbol femenino. Repito: es inmensurable lo que los hombres podrían aprender de la manera en que ellas digieren las sanciones, las amonestaciones, las decisiones erradas del árbitro, las frustraciones, las contrariedades, el fracaso. Estamos hablando de una plataforma ética que se eleva muchos cientos de metros por encima de la del fútbol masculino. Somos criaturitas muy primarias, muy elementales, muy rústicas. En mi personal y honesto sentir, vamos unos cien mil años a la zaga de ellas. Y me gusta, además, poder reconocerlo, y celebrarlo en esta breve reflexión.
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