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Jacques Sagot | Latencia sexual en el deporte

Actualizado: 6 sept 2022

Jacques Sagot.


    Los isomorfismos mujer - fútbol son palpables aun en la infraestructura misma del deporte.  En un país rigurosamente conservador como Catar (escenario previsto para el Mundial 2022), generó acaloradas polémicas el diseño de un estadio “en forma de vagina”.  Se trata del coliseo de Al Wakrah, 15 kilómetros al sur de Dohe, con capacidad para 40 000 personas y toda suerte de innovaciones térmicas y estructurales.  La maqueta del estadio fue obra de la reconocida arquitecta Zaha Hadid.  El techo, en efecto, puede evocar una vagina.  En realidad, la intención de la artista fue rendir homenaje al dhow, embarcación pesquera de origen árabe, con velamen triangular y bajo calado.  “¿Qué significa esta estupidez? -se defendió la arquitecta-, ¿Es que todo lo que tiene un agujero debe ser considerado vagina?”  


Pero muchas mujeres se declararon ofendidas por el diseño.  Tal cual lo veo en las imágenes que de él dispongo, me hace el efecto de una creación esplendorosa, con un cobertor sinuoso, ondulante, exquisitamente esbelto, uno de los estadios más bellos jamás concebidos…  Verá en él una vagina aquel o aquella para quien todo en el mundo sea vagina.  El hambriento creerá reconocer un pedazo de pan en el ladrillo con que tropieza en la calle.


Pero aun cuando se tratase de una metáfora arquitectónica de la vagina, ¿cuál es el motivo de tal alboroto?  Amigos, amigas: esto no es nuevo: ¡todas las copas mundiales son fálicas!  La Copa Confederaciones de la FIFA es una columna dorada con pedestal de lapislázuli.  En su cima - especie de glande hipertrófico- reposa el planeta, con los nombres de las seis confederaciones futbolísticas, en plata ley recubierta de oro.  La Copa Mundial de la FIFA es, de nuevo, un globo terráqueo sostenido por dos seres humanos (posiblemente mujeres: es lo que cabe inferir de sus largas túnicas y su forma vagamente alada, reminiscente de la imagen de las musas): 36,8 cm de altura y 6,7 kg de oro de 18 quilates, dos anillos de malaquita y una piedra semipreciosa en la base.  La Copa Jules Rimet (su antecesora, ganada definitivamente por Brasil en 1970) representaba ni más ni menos que a la alada Niké, diosa griega de la victoria, sosteniendo un receptáculo o cáliz (¿es necesario señalar la analogía con el sexo de la mujer?) octogonal: 35 cm de altura, 3,8 kg de plata esterlina chapada en oro con una base azul de lapislázuli sembrada de piedras preciosas.  El atributo principal de Niké era correr y volar a inusitada velocidad.  Una de sus representaciones la constituye la famosa Victoria Alada o Niké de Samotracia, que data del año 190 antes de Cristo, hoy, una de las más distinguidas “residentes” del Louvre.  Portentosa figura de mármol, 2,45 metros de alto, con quitón (túnica distintivamente helénica) que, arrollándose sobre los muslos, hace cantar la plenitud de la anatomía femenina.  Por su parte, la Copa de Campeones de la UEFA no es otra cosa que una esbelta urna (de nuevo, asociada al régimen imaginario de la femineidad: piénsese en la “Oda a una urna griega” de John Keats, en su función para contener agua y alimentos, en su alusión al universo intrauterino, aquello que contiene y protege): 74 cm de altura, 8 kg de plata, con un costo de 10 000 francos suizos.  En España la apodaron “La orejona” debido a la dimensión de sus asas.  


Observen, amigos, amigas, la forma en que los futbolistas sostienen en sus brazos, acarician y besan sus copas: ¡es un gozo eminentemente erótico!  Su expresiones extáticas, bañados en el resplandor de la gloria, lloran, gritan, ríen ora beatífica, ora exultantemente, fuera de sí -que es, justamente, lo que significa la palabra “éxtasis”: salir de sí, moverse-.  Maradona, después de ganarla, en el Mundial México 1986, pidió expresamente quedarse a solas con ella durante algunos minutos.  No es descabellado pensar que quizás haya copulado con ella, o que siquiera se haya masturbado en actitud de arrobada contemplación.  No ironizo ni intento ser groseramente sarcástico: fundido con un fervor que sin duda era místico (el apóstol, el iluminado que habla a solas con el Divino Maestro), cabe también conjeturar una vivencia erótica.  El éxtasis místico, el éxtasis erótico y el éxtasis estético son -conviene tenerlo presente- tres manifestaciones diferentes de una misma revelación.  Sí: vean los rostros de los futbolistas que se pasan de mano en mano su copa-fémina: ¡no la toquetean: le hacen el amor!  Embelesados, ebrios en su propio gozo.  No censuro nada -es, de hecho, un sentir que comprendo-: me limito a constatar hechos.  No puedo dejar de evocar a Baudelaire, cuando habla del “amante que, jadeando al lado de su amada, pareciese un moribundo que acaricia ya su tumba”: éxtasis de vida, éxtasis de muerte, la disolución del yo (Freud) en el gozo sexual.  El alma arrebatada, dérobée, arrancada al cuerpo en que reside por decreto de una potencia superior.  Esa latencia de muerte que habita en la celebración por excelencia de la vida: el éxtasis erótico.  Muero a mí, y renazco en el ser amado.  No por mero capricho llaman los franceses al orgasmo “la petite mort”.  


Los trofeos futbolísticos son, en lo sustantivo, tributarios de la gran tradición estatuaria y monumental del siglo XIX.  Uno entre mil ejemplos posibles: el monumento que Jules Dalou le erige a Delacroix, hoy en el Jardín de Luxemburgo, París.  En esta soberbia concepción, el busto del pintor es sostenido por una cadena de mujeres aladas que tienden hacia él sus palmas (¿musas, ángeles, egerias?  Poco importa).  Otra estatua de Dalou: el Monumento a la República, en la Plaza del mismo nombre, París: sobre el globo terráqueo camina una mujer hermosa, altiva.  Finalmente, evoquemos el célebre cuadro de Delacroix La libertad guiando al pueblo.  En este caso, una mujer, irguiéndose sobre la muchedumbre revolucionaria y sosteniendo el estandarte francés, señala la dirección al pueblo, ¡con los senos descubiertos!  Esos senos que representan lo ubérrimo, la Tierra Prometida, lo que es codiciado -desde la perspectiva masculina-, la lactancia, el alimento, la dación de sí misma, en suma, la vida.  


Desde tiempos inmemoriales -pero el siglo XIX renovó, con su sensibilidad en tantos aspectos afín a la cosmogonía medieval, esta concepción- la mujer ha sido propuesta como alegoría: la mujer - libertad, la mujer - justicia, la mujer - victoria, la mujer - sabiduría, la mujer -república, la mujer - virtud, la mujer - tierra, la mujer - mar, la mujer - muerte, la mujer - vida.  Más significativos aquellos casos en que la alegoría se potencia como tal representando abstracciones: democracia, libertad, victoria, justicia, pues las fuerzas naturales son fenómenos concretos, físicos, y por consiguiente más fáciles de “encarnar”.  La firma deportiva Nike, por cierto (es cosa que la gente suele ignorar) toma su nombre de la diosa Niké, pero por supuesto, se omitió la tilde y se agringó la pronunciación: “la Naik”.  De lo contrario no hubiera sonado “cool”.


A todo esto, no dejemos de mencionar la hipótesis, sostenida por diversos antropólogos y psicoanalistas, de que el deporte -actividad antonomásticamente masculina durante milenios- representa una forma de vivir la homosexualidad de manera lúdica, sublimada, “codificada” y socialmente aceptable.  Otro tanto ha sido dicho de la guerra, con la cual -lo hemos visto- el deporte tiene tantos puntos tangenciales.  Tal aserto sería particularmente digno de consideración en los deportes de contacto (la lucha greco - romana, por ejemplo).  


Aun cuando teóricamente pretende no serlo, el fútbol es -qué duda cabe- un deporte de contacto.  Espacio ingrato para cualquier homosexual.  Grandes, muy grandes futbolistas han debido desarrollar sus carreras ocultando su orientación sexual.  La violencia verbal y física de las barras y el prejuicio de compañeros, técnicos y directivos los harían el blanco ideal para las peores agresiones imaginables.  


A la altura de 2015, la situación del futbolista homosexual comienza apenas a cambiar, lenta, muy lentamente, en algunos países del mundo, que en otros no será aceptada durante siglos.  El ballet, la danza moderna, el teatro, la música -las artes escénicas en general- son espacios relativamente “seguros” para el homosexual.  El fútbol, en cambio, es atroz, inclemente, y la inclinación homoerótica de un futbolista puede estigmatizarlo ante la afición y acabar fácilmente con su carrera.  A la altura de 2008, la filtrada noticia de que la Mannschaft, la épica Selección Germana, contaba con cuatro homosexuales confesos en sus filas, generó hondo malestar en Alemania.  Recordemos el combate en que se trenzan, desnudos, Oliver Reed y Alan Bates (dos rudos), en la película de Ken Russell Women in love (1969), una obra maestra en el sentido más puro de la palabra.  La escenografía corresponde a una escena de amor (mullidas alfombras, sofás fastuosos, el ambarino resplandor de la hoguera), pero la tensión erótica asume la forma del combate, de la pugna, como si tal fuese la única manera que aquellos hombres tenían de amarse físicamente.  Es una escena inmortal, que expresa de manera impresionante lo que en este párrafo intento explicar.  


No me cabe duda de que el fútbol ofrece a la homosexualidad una manera secreta, sublimada, de manifestarse.  ¿Mi esperanza?  Que algún día lo que hoy debe ser vivido de manera “cifrada”, indirecta y clandestina, pueda ser vivido a plenitud.  Por lo que atañe a la guerra como espacio para la expresión de la homosexualidad, es un tema sobre el que mucho se ha escrito.  Basta con evocar al binomio Gilgamesh - Enkidu, de la mitología sumeria, o la amistad entrañable de Roland y Olivier, en la canción de gesta francesa.  Es más que probable que la guerra -como experiencia límite de la vida y la muerte, de las más intensas emociones, y por cuanto su lenguaje es primordialmente corporal- proveyera un ámbito tristemente adecuado para la expresión de esas pasiones que la sociedad condenaba.  

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