Jacques Sagot
El fútbol es lo que algunos pensadores franceses de la posmodernidad llamarían un “tema ómnibus”. Un tema que todos nos creemos en el derecho de abordar. Un tema público, para ser manoseado universalmente. Los que lo conocen hasta en sus más íntimas reconditeces -los profesionales- como los que tan solo lo “tocamos de oído”. Es, de hecho, junto a la política y la religión, uno de los tres temas en los que todo el mundo se considera calificado para emitir sus pareceres (sus convicciones, certezas absolutas, o meras conjeturas).
Hablen ustedes de física cuántica, neurociencia o teoría de la relatividad, y la gente guardará un silencio reverente, discreto, supersticioso… Esos tópicos están en manos de especialistas, de una especie de nueva casta sacerdotal, de grandes figuras de autoridad, de los modernos custodios del fuego sacro del saber. Nadie pretenderá tener nada que decir al respecto. Antes bien, aguzaremos los oídos, para ver si algo logramos entender sobre tales arcanos. No nos metemos con la ciencia: nos limitamos a creer en ella supersticiosamente. Sí, supersticiosamente, porque creemos sin entender. Asumimos, simplemente, que su discurso es veraz, exacto, una aprehensión de la realidad correcta, objetiva, fiable. Al aceptar sus enunciados hacemos un acto de fe. Los acogemos como artículos de fe, sí. Creemos en ellos de la misma manera en que un ciudadano ateniense del siglo de Pericles hubiera creído en las explicaciones que Aristóteles proponía sobre la estructura del universo o en la existencia de los dioses homéricos. De nuevo: sin entender. No es conocimiento. Es eso mismo que nos lleva a apretar un botón para encender un aparato de televisión: no tenemos la menor idea de la forma en que el fenómeno se produce, simplemente hemos sido instruidos para realizar la operación, y de la manipulación correcta del control remoto se seguirá que la pantalla se encienda. Es lo que Spinoza hubiera llamado “conocimiento del primer género”, o conocimiento “ex singularibus et ex signis” (a partir de las cosas singulares y de los signos). Oímos timbrar un teléfono, tomamos el adminículo y decimos “Aló”. Mero automatismo.
¿Por qué lo hacemos? “Porque sí” -respondería mucha gente-. Es una bella expresión, que no dice nada, y al mismo tiempo revela más de lo que suponemos. “Porque sí”. Es el mundo de la doxa, esto es, de la apariencia y la opinión. No tenemos el conocimiento profundo, la episteme (Foucault), así que tomaremos la palabra del científico como verbo sagrado, como verdad absoluta, y no cuestionaremos nada (carecemos de instrumentos epistemológicos para hacerlo).
El hombre de la actualidad cree en la mecánica cuántica con la acrítica devoción con que un hombre de tiempos de Homero hubiera creído en Zeus, Apolo o Cronos: ejecutando un acto de fe (a leap of faith). La complejidad y creciente grado de abstracción del discurso científico nos ha excluido -no emito juicio de valor, tan solo constato un hecho- de su campo de especulación. Parte del proceso de “desposesión democrática” de que habla el filósofo francés Luc Ferry. El ciudadano se siente despojado, excluido de casi todos los discursos imaginables, privado de lo que Morin llama “conocimiento pertinente”, no es consultado en la toma de las grandes decisiones políticas, económicas y científicas: todo ha quedado en manos de tecnoburócratas. No participamos en la construcción de la cultura ni de la historia: somos arrastrados por ella, eso es todo.
La mecánica cuántica, el principio de incertidumbre de Heisenberg, las paradojas de Russell, los teoremas de Gödel y la deconstrucción de la lógica a manos de algunos pensadores postmodernistas le han infligido a la ciencia una cura de humildad que necesitaba perentoriamente. Ahora su actitud ante el conocimiento es más modesta, más prudente, menos autoritarista.
¡Ah, pero pongan ustedes en la mesa de debates los temas del fútbol, la religión o la política! ¡Ahí todos nos creemos perfectamente autorizados para emitir nuestras doctísimas opiniones! ¡Y como para paliar el silencio cruel que nos imponen las otras disciplinas, esgrimimos la palabra con redoblada convicción, con furia, con beligerancia, con asertividad incendiaria! En materia de fútbol, cualquiera de nosotros se siente en capacidad de sentarse a departir una taza de té (no olvidemos que es inglés) con Sir Alex Ferguson, y demoler sus veintisiete años al frente del Manchester United. En religión, nos creemos en perfecta condición de rebatir, con absoluto donaire, a San Agustín y enfrascarnos con todas las grandes figuras de la patrística, reduciéndolos a mera irrisión con nuestra sapiencia insondable en cuestión de dogmas, doctrinas de pensamiento, teología, concepciones del cosmos, y -para invocar una palabra que todo el mundo usa hoy en día, sin saber a ciencia cierta lo que significa- “espiritualidad”. Y si de adentrarnos por los andurriales de la política se trata, todos podríamos ser presidentes de la república: que nos suelten en el cuadrilátero con Montesquieu, Rousseau, Engels, Marx, Churchill, Althusser, Arendt, Rand… ¡Los haremos papilla!
La verdad, amigos, es que no sabemos nada de nada, sobre nada de nada. Y suele suceder que seamos particularmente ignorantes justo en aquellas áreas sobre las que habíamos creído tomar posesión, con el gesto altivo del conquistador que clava su estandarte y proclama su territorialidad. Hemos sido excluidos de casi todos los discursos concebibles. Si persistimos en vociferar, cuando de fútbol, religión o política se trata, es porque son los únicos espacios en los que la sociedad nos permite vivir la ilusión (no de otra cosa se trata) de la competencia, la calificación, la autoridad. De hecho, esos espacios han sido astutamente creados para mitigar nuestro malestar. Para que en ellos “nos volvamos loquitos”, y disertemos, dictemos cátedra, e iluminemos al resto del mundo, que avanza a tientas, sin brújula, radar ni sextante, en el océano de la cultura, en lo que los alquimistas llamaban la massa confusa o nigredo, esto es, el caos que precedió a la creación y la decantación de las formas concretas.
Sí, en estos campos nosotros, los illuminati, creemos poder hacer las veces de lazarillos, de baquianos. Pero sáquennos de estas tres provincias del saber humano, y mudos, temerosos, balbucientes, nos limitaremos a cederle la palabra al especialista… quien -paradoja tan solo aparente- a fuerza de no conocer nada más, termina por ni siquiera saber en torno a lo único que sabe. El conocimiento intensivo, focal, puntual, deviene estéril sin el conocimiento extensivo. Un especialista es como el “soplador” quien, desde su concha en la base del proscenio, cubre los posibles lapsus de memoria de los actores o cantantes en una ópera. Conocerá mejor que nadie sus zapatos, el color y textura de sus medias, acaso el olor mismo de sus pies, pero se perderá el panorama de conjunto del montaje. Al carecer de la perspectiva global, su conocimiento microscópico del calzado de los actores se tornará insular y -lo que es más grave- inexacto, en la medida en que los pies de los actores no son sino una porciúncula del entramado sistémico y orgánico que constituye la totalidad del espectáculo, con su escenografía, lo que sucede en el foso de la orquesta, los efectos luminotécnicos, los desplazamientos de masas y coros, e incluso -que a su modo, también ellas son constitutivas del espectáculo- las reacciones del público.
Esta es una de las ocultas razones por las que el fútbol nos resulta tan grato. Nos devuelve nuestra voz, nos hace sentir que nuestra opinión tiene cierta importancia en la cultura, que hay algo que podemos enseñarle al mundo, que no somos completamente fútiles. Pero de nuevo, amigos y amigas: todo esto es un espejismo, una triste mentira, no más que una ilusión.
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