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¡El “pelotazo” es un arte, no una coz de jumento!


Jacques Sagot


Hablamos de pelotazos…  Es un tema de moda.  Ahora los llaman, perifrástica, eufemística y bastante pomposamente, “posesión lejana” (¡pssst!)  ¿Puede una ciudad pretender haber ocupado y colonizado a otra cuando se limita a dispararle catapultas desde quinientos metros, sin entrar en sus puertas, sin hacer que sus hombres desfilen triunfantes por sus calles?  


Un equipo puede prescindir del juego envolvente y pululante de la Holanda de 1974, de la urdimbre de la España de 2010, y dedicarse a mandar balones a los delanteros en punta, únicamente si cuenta con dos tipos de jugadores muy específicos.  Uno: lanzadores capaces de mandar pases de 40 metros con precisión satelital (anticipando la posición del delantero cuando reciba el balón: este, si algo sabe de fútbol, habrá corrido al desmarque).  Dos: delanteros dotados de magnífica técnica de recepción, amén de rapidez, inteligencia para “robarle la espalda” a los defensas, y ecuanimidad en el uno a uno contra el portero.  ¿El primer tipo?  Beckenbauer, Gerson, Rivelino, Platini, Conti, Pirlo, Riquelme, Rivaldo, Ronaldinho.  ¿El segundo?  Jairzinho, Caniggia, Weah, Romario, Ronaldo Nazario de Lima Souza, Henry, Rooney, Cristiano Ronaldo, Messi.  Si no se cuenta con ese tipo de piezas, el pelotazo deviene  un despropósito, y una de las prácticas que peor fútbol genera en el mundo.  Cuando el balón es enviado al corazón del área –la zona más congestionada del terreno– los defensas la reciben de frente.  Esto, en principio, les da una ventaja sobre los atacantes.  El balón es devuelto, desmelenado, al centro del terreno.  Ahí pugna por recuperarlo el equipo que domina (de perderlo podría exponerse a un contragolpe).  Pero cuando la bola vuelve al medio campo (y los despejes de los defensas suelen ser aleatorios: nadie piensa en el buen tratamiento del balón cuando se están activando las bombas para evitar el naufragio del navío), los mediocampistas de recuperación rivales lo reciben, a su vez, de frente, y vuelven a tener ventaja.  Después pueden pasar dos cosas: otro pelotazo, con su inevitable rechazo (caso en el cual el fútbol degenera en un ping pong jugado sobre una superficie de 120 por 90 metros, en lugar de 2,74 por 1,52 metros), o bien alguien pensante serena el balón –animalito rebelde y montaraz– e intenta enhebrar una jugada con pelota dominada y a ras del suelo, un tipo de fútbol más geométrico y armonioso (a esto habría que añadir que, para que el partido fluya correctamente, es preciso contar con árbitros que protejan a este tipo de jugador, y eviten que sea licuado a patadas).  Este hombre del mediocampo es el “tiempista”, esto es, el que “marca los tiempos” del partido.  El cerebro, el artífice, el arquitecto, o –para volver a nuestro imaginario bélico– el comandante del equipo.  Los pases de 30 metros de Gerson para Pelé y Jairzinho –producto de su zurda prodigiosa– en México 70 (partidos contra Checoslovaquia e Italia) son uno de los paradigmas de lo que es el buen fútbol de pelotazo.  


¿Otro ejemplo?  Final de la Copa de Campeones de Europa, 17 de mayo de 1974.  Se enfrentan el Bayern y el Atlético de Madrid.  El primer encuentro, disputado dos días antes en el mismo estadio, había terminado 1-1: el Atlético se había puesto en ventaja con tiro libre de Luis Aragonés -el mismo que en 2008 daría a España, como técnico, su segunda Eurocopa- luego, dramático empate con disparo de 35 metros de Schwarzenbeck en la última cabalgata ofensiva del partido: siempre los alemanes temibles, en ese postrer minuto de juego.  Es la única final, en la historia de la competencia, en que se ha jugado un segundo partido, en lugar de recurrir a las prórrogas y los penales.  Masacre del Bayern sobre el Atlético 4-0.  El primer gol encarna el espíritu mismo del pelotazo, cuando es ejecutado según los criterios que antes señalé.  El defensa Paul Breitner intercepta una jugada en los linderos de su área, monta un contragolpe, y con pase de 40 metros habilita, sobre la banda derecha, a Uli Hoeness.  Este arranca con ventaja, y después de espectacular sprint, bate por bajo al portero Reina.  Por lo que atañe a la necesidad de ganar en el medio campo los despejes perentorios de loas defensas acosadoas, el mismo partido nos suministra un textbook example de este tipo de instancia.  Breitner rechaza como puede un balón comprometido en el área del Bayern.  La bola llega al medio campo sin receptor definido.  Balón aéreo dividido que gana un hombre del Bayern, e inmediata habilitación para otra galopada de Hoeness.  Este elude a dos defensas y al portero, para firmar un magistral 4-0.  En suma: no es lo mismo un pelotazo que un “reventón”. El primero es un magnífico recurso ofensivo que debe ser ejecutado con pulcritud y califica como jugada “de alta precisión”.   El segundo, no más que una forma perentoria de alejar el peligro del área y comprar una bocanada de oxígeno antes de que la siguiente ola vuelva a poner al equipo al borde del naufragio.  


He visto a dos mediocampistas –zurdos ambos– capaces de enviar los más insólitos pelotazos de larga distancia (cuarenta, cincuenta metros), y a ellos quiero referirme, si ustedes, queridos lectores, me lo permiten.  Cuando yo veía salir los balonazos (dirigidos hacia punteros derechos en ambos casos), me decía, en primera instancia; “¡qué pase tan malo, qué desperdicio de jugada!”  Era obvio, según yo, que el balón se perdería por la banda, y que el delantero no llegaría a tiempo ni montado en un obús.  ¡Cuán equivocado estaba!  Eran pelotazos “inteligentes” (valga la onomatopeya).  Enviados con un tipo de efecto tal, que al caer, quedaban varados sobre el terreno, como si hubiesen aterrizado en un campo enfangado.  Se “dormían”, no corrían, no escapaban… y le daban tiempo al puntero de llegar a la cita.  Estos dos portentosos lanzadores fueron Gerson y Rivelino –y siendo zurdos, naturalmente tendían a abrir el juego hacia la derecha–.  No podía dar crédito a mis ojos.  Al día de hoy, sigo considerando este gesto técnico entre las más depuradas formas de maestría técnica que sea dable concebir.  El pelotazo parecía, tan pronto era proyectado, un perfecto despropósito, una miscalculation de parte del lanzador… ¡pero el balón se quedaba sereno, apaciguado, tan pronto entraba en contacto con el césped -tal cual si hubiera caído sobre una boñiga- y ahí tenía la “consideración” de esperar la llegada del puntero!  Repito los nombres de estos virtuosos: Gerson y Rivelino.  ¿Tiene que ver este tipo de pegada singular con su condición de zurdos antonomásticos?  No lo sé.  Los zurdos son una especie aparte, en la variopinta fauna futbolera.


El 31 de mayo de 1976 se jugó la final de la Copa Bicentenario de los Estados Unidos, con la participación de Brasil, Italia, Inglaterra y un American Team compuesto por jugadores de diversas nacionalidades.  La final confrontó a Italia y Brasil, con triunfo del segundo por 4-1 (la misma receta de la final del mundial México 1970).  En materia de pases de larga distancia, lo que Rivelino hizo en ese partido (fue declarado el mejor jugador del encuentro y del certamen) frisa con lo inverosímil.  Un pase de cincuenta metros para Lula que termina en gol de Gil.  Pero Lula estaba rodeado de italianos.  El pase de Rivelino fue proyectado para que llegara justo a los pies de un embalado Lula, dándole un centímetro de ventaja sobre sus marcadores: jamás he visto un lanzamiento de tal precisión: ¡ese pase merecía una placa!  Luego habilitó con pases de larguísima distancia a Gil (puntero derecho del Fluminense, donde jugaba con Rivelino): uno de ellos se convirtió en gol, gracias a la magnífica recepción del puntero derecho y de su potencia para deshacerse de sus marcadores, el otro debió también haber sido gol, pero Gil, solo frente a Zoff, voló el disparo.  Menciono esto porque jamás he visto pases de cincuenta metros tan perfectamente ejecutados.  Ya goleados, los italianos se dedicaron a patear a Rivelino… why I am not surprised!  Por cierto, los brasileños le infligieron esta paliza a Italia jugando con un hombre menos (expulsión temprana de Lula).  Yo sentaría a todos los jóvenes jugadores del mundo a ver esos tres o cuatro pases largos de Rivelino, hijos de su zurda prodigiosa: son una verdadera cátedra en materia de “posesión distante”.


¡Qué espécimen singular en la “biodiversidad” del fútbol, es el zurdo, el jugador “canhoto”!  Los jugadores zurdos –cuando son buenos, se sobreentiende–, cultivan una relación mucho más simbiótica con el balón, más entrañable, más íntima y erótica.  El balón es una suerte de extensión de sus propios cuerpos.  Suelen ser dificilísimos de marcar: hacen cosas que nadie espera, se sacan del sombrero conejos y palomas constantemente.  Nada entusiasma tanto al público como los caracoleos y diabluras de un zurdo virtuoso.  Rivelino le dijo una vez a Pelé: “Rey, sé sincero: ¿no es cierto que a vos te hubiera encantado ser zurdo?”  Y el colosal negrao le respondió: Sí, “Riva”, es algo que siempre echaré de menos”.  Y conste que Pelé pateaba muy bien de zurda, y con esa pierna anotó incontables goles.  Pero aún este monstruo ciclópeo del fútbol careció de la magia inexplicable de los grandes zurdos.  Para pelotazos de larga distancia, dejo el testimonio de jamás haber visto cosa parecida a lo que Rivelino y Gerson eran capaces de hacer con sus zurdas.  Eran balones “inteligentes”, balones que se posaban en el césped y literalmente “esperaban” la subida, la llegada del delantero al que iban dirigidos.  


¡Ah, amigos, amigas: hay tantas cosas mágicas, imponderables, misteriosas en el fútbol!  No lo estudiaría con la devoción que le consagro si no estuviese lleno de rincones en sombra y de fascinantes, indescifrables secretos.  Es el rasgo que más lo emparenta a la poesía, y es por eso que lo amo y siempre lo amaré.    


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