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Deporte: magia, poesía y heroísmo.

Actualizado: 16 jun 2023


Aprendan a cobrar penales… y después hablamos


Jacques Sagot.


No, los penales no son una lotería, una ruleta, una moneda al aire. No es esa instancia en la que “cualquiera puede ganar”, y los jugadores quedan librados al fatum, al capricho de los astros. De ninguna manera. Son un proceso selectivo –técnicamente, el encuentro se declara empate– diseñado para que un cuadro avance, y el otro quede eliminado. No tienen nada que ver con la suerte, y sí todo –absolutamente todo– con la capacidad.


Muchas han sido los campeonatos cuyo decurso ha sido decidido de esta manera. No es la más vistosa, pero tampoco es esencialmente injusta, y menos aun, adventicia, azarosa. Los penales, señores, se entrenan. Y más que la ejecución, se “entrena” la mente, la sangre fría, el auto–control, el temple y la integridad psicológica que este momento dramático solicita de los jugadores. ¿Cuántas veces lo he dicho? ¿Seré acaso una vox clamantis in deserto? ¡Los equipos necesitan psicólogos profesionales que los ayuden a encarar este tipo de situaciones, a sobrellevar el peso de Aconcagua que se cierne sobre ellos, cuando cobran un penal! ¡Dije psicólogos, no esos farsantes que hoy en día llaman “motivadores”!


He aquí los partidos decisivos de la Copa Mundial que han sido dirimidos por penales.

Semifinal Francia-Alemania 1982.

Cuartos de final Brasil-Francia, 1986.

Cuartos de final Alemania-México, 1986.

Semifinal Alemania-Inglaterra, 1990.

Semifinal Italia-Argentina, 1990

Cuartos de final Yugoslavia-Argentina, 1990.

Final Brasil-Italia, 1994.

Semifinal Brasil-Holanda, 1998.

Final Francia-Italia, 2006.

Cuartos de final Costa Rica-Holanda, 2014.

Octavos de final España-Rusia, 2018.

Cuartos de final Croacia-Brasil, 2022.

Cuartos de final Argentina-Holanda, 2022.

Final Argentina-Francia, 2022.


Así que ya tenemos tres grandes finales decididas por penales: Brasil-Italia en 1994, Italia-Francia en 2006, y Argentina-Francia en 2022. De esto se desprende que la habilidad en el cobro de penales es una destreza específica que todo equipo con aspiraciones mundialistas debe poseer, refinar y perfeccionar hasta el fanatismo. La historia lo prueba. Para ser campeón del mundo es perentorio, indispensable, hoy en día, saber cobrar penales.


Para aquellos a quienes les gusta tener a mano las fechas oficiales de los hitos futbolísticos, les diré que el penal fue inventado por el portero –¡colmo de la ironía!– y empresario William McCrum en 1890, en Milford, Irlanda del Norte. La nueva regla fue adoptada sin reservas, y el primer penal fue cobrado por John Heath, del Wolverhampton Wanderers, en partido contra el Accrington, en el estadio Molineux, el 14 de setiembre de 1891. Durante muchos años, el penal fue considerado un gol “deshonorable”, “desprovisto de mérito”, por lo que los delanteros lo fallaban deliberadamente, o los porteros se abstenían del menor esfuerzo por detenerlo. Como diría Corneille –tomando la frase de Séneca–, “vencer sin peligro es triunfar sin gloria”. ¡Tal no es ciertamente el caso, en nuestros días!


El cobro del penal propone un duelo psicológico entre el cobrador y el portero donde, en principio, este lleva ventaja, toda vez que la gente asume –erróneamente– que cualquier parada será absolutamente heroica, y cualquier yerro imperdonable. Para un portero, es una no-losing situation, para el cobrador, potencial ocasión de descrédito y repudio masivo. Si el guardameta lo detiene, será proclamado prócer de la patria, si no, pues era lo natural: después de todo, el arco mide 7,32 metros de ancho y 2,44 de alto: ¡descomunal superficie! Pregúntenle al jugador que va cobrar la falta, si ese marco se ve realmente tan grande, cuando se tiene delante a gigantes como los porteros Van der Sar (Holanda: 1,92 de estatura) o Thibaut Courtois (Bélgica: 1,91 de estatura). El cobrador dispara desde el punto penal (11 metros de distancia hasta la línea la portería), y el arquero no debe adelantarse “al achique” antes de que el ejecutor entre en contacto con la bola (una de las transgresiones más frecuentes en todas las ligas del mundo). Es el carácter puntual, absolutamente focal e instantáneo del cobro, el que lo torna dramático. El penal es, en rigor, una jugada “no corregible”: por impactada la bola, el destino del cobro está sellado. Un punto de contacto cuestión de microsegundos– y no hay ya nada que hacer. Todo se juega en ese instante, en ese golpe, en ese disparo. Un delantero que, en pleno juego, queda mano a mano con el portero, puede corregir una finta deficientemente ejecutada, rematar un rechace inicial del portero para rubricar el gol, optar por pasar el balón a un compañero… Es una instancia que permite, en principio, varias posibles continuaciones y enmiendas. En el penal, por golpeado el balón, no queda ya nada que hacer (por lo menos en los penales eliminatorios, que en el caso del penal ejecutado en tiempo reglamentario, los jugadores pueden invadir el área después de que el portero rechace la pelota, sea para auxiliarlo o para rematarlo).


En este duelo psicológico, el timing juega un papel fundamental. Ambos jugadores intentarán “leerse” uno al otro: por poco, un fenómeno parapsicológico. Amén de potencia y colocación –se puede sacrificar una por la otra, o aunarlas– el cobrador frecuentemente esperará a que el portero se juegue un lado, para fusilarlo por el otro. Pero ese movimiento del arquero puede ser corregido sobre la marcha –podría tratarse, a su manera, de una finta–, y además, el tiempo que mediará entre la visible basculación del portero y el disparo será mínimo: el cobrador deberá tomar la decisión en cuestión de nanosegundos. Por fin, puede suceder que el portero no anuncie movimiento alguno, y solo opte por lanzarse después del disparo, con lo cual el cobrador no podrá adelantarse a su reacción. En realidad, aunque el penal se reduce a un solo impacto, como duelo comienza mucho antes del disparo: desde el momento mismo en que el cobrador pone el balón en el punto de ejecución y toma distancia, ambos rivales se abocan a un prodigioso ejercicio hermenéutico: sus respectivos cuerpos devienen textos: todo es signo, todo debe ser leído y descifrado… y todo puede ser impostura. El bluff del póker, el –en apariencia– inocuo gesto del jugador de ajedrez, que se rasca la cabeza antes de ejecutar la jugada ultimadora… Todo es señal, y demanda ser interpretado, descodificado.


El penal es la única jugada en la que dos hombres quedan solos, confrontados uno al otro, en un espacio acotado, un paréntesis temporal abierto para ellos. La única situación que deja a dos rivales congelados, suspensos, cara a cara (en los tiros libres o los cobros de esquina -aun cuando fuesen goles “olímpicos”- una muchedumbre se interpone en el área). La más crispante instancia que el futbol ofrece. Única jugada no colectiva, sino estrictamente individual. ¡Por eso, justamente, demanda una preparación particular! Requiere, del futbolista, otras competencias, otras aptitudes que las que normalmente despliega en el terreno de juego. Messi, el mejor jugador del planeta, ha botado 12 penales de 30 con el Barcelona: ¡es una destreza, en su vasto repertorio, que no ha cultivado!


Porque el cobro de penales es eso: una destreza, y como tal, se adquiere. El jugador no solo debe vencer al portero rival. Debe, por encima de todo, vencerse a sí mismo, su propia sombra, ese fantasma que conspira contra él, que lo boicotea desde su fuero interno, sus demonios, la voz que le susurra, insidiosa: “lo vas a fallar”. Y si los espectros no son exorcizados, la bola quedará flotando allá, en el cinturón de asteroides que giran entre Marte y Venus.


No: los penales no son una lotería. Triunfar sobre nuestra faz en sombra. La más heroica, ardua victoria que sea dable imaginar. Ningún enemigo puede hacernos tanto daño como nosotros mismos.



     


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