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Deporte: magia, poesía y heroísmo

Actualizado: 18 oct 2023


Moacir Barbosa enfrenta a la Hidra de Lerna: el monstruo de mil cabezas.


Jacques Sagot



Para un anexo a la Antología Universal de la Infamia de Borges, mencionemos el trágico caso de Moacir Barbosa, el portero brasileño del “Maracanazo”.  Era arquero del Vasco da Gama.  Un porterazo.  Votado el mejor arquero de la justa de 1950, pese al gol del uruguayo Alcides Ghiggia que le costó la sanción de todo un país por el resto de su vida.  En el minuto 79, con el marcador 1-1 (resultado que le daba el triunfo a Brasil), Ghiggia elude a Bigode, se enfila por la punta derecha, y bate con un disparo fulminante a Barbosa.  ¿El gran pecado del portero?  Que el balón, rastrero, entró entre él y el poste que estaba cuidando.  La verdad de las cosas es que este tipo de gol es harto común, no representa necesariamente error alguno del portero, y en el caso que comentamos, es un remate insidioso que bien podría haber burlado a cualquier cancerbero (en muchos aspectos, análogo al gol que Sócrates le anota a Zoff en el partido Brasil - Italia del Mundial 1982).  Es, por cierto, un punto débil de Keylor Navas: incontables son los goles que le han anotado con el mismo tipo de disparo. 

Barbosa fue satanizado, escarnecido, estigmatizado por el resto de su vida (y ello, repito, a pesar de haber sido declarado el mejor portero del Mundial 1950).  Había que culpar a alguien, la furia popular necesitaba su chivo expiatorio, y a Barbosa correspondió cargar con el sambenito.  Siguió jugando con la Verdeamarela hasta 1953, pero desde el deshonor, la vergüenza, silbado, abucheado, señalado por todo un país.  


Todavía en 1990, cuarenta años después del evento, una señora y su niña encuentran a Barbosa comprando vegetales en el mercado, y la dama de marras le dice a la niña: “¿Ves a ese hombre?  Fue él quien hizo llorar a todo nuestro país, en 1950”.  ¿Imaginan ustedes el sentimiento que de Barbosa debió de haberse apoderado?  “En Brasil, la pena máxima por un asesinato agravado es de treinta años de cárcel, yo tengo una vida entera de estar expiando el mío” –declaró en cierta ocasión–.  Fue una reacción masiva profundamente cruel y perversa, amén de injusta.  


Y lo más aberrante de todo: Barbosa habría sido un incompetente por cuanto era negro.  Todo el racismo de Brasil cayó sobre él, con el peso de un descomunal aerolito que viajase a 70 000 kilómetros por hora.  ¡Lo más irónico de todo es que la selección uruguaya que quedó campeona tenía igual cantidad de negros en sus filas que la de Brasil!  En realidad, los verdeamarelos tendrían que esperar hasta la llegada providencial del rey Pelé, para que la negritud brasileña fuese plenamente aceptada y aun vitoreada en los terrenos de juego.  Fue inmenso, incalculable, el impacto social que Pelé generó en Brasil: apenas conmensurable con las gestas de Martin Luther King y Malcolm X en los Estados Unidos.


Cuando durante el Campeonato Estados Unidos 1994, antes de la final Brasil - Italia, Barbosa pide visitar al equipo del que alguna vez fuera estrella, Mario Zagallo, asistente del técnico Parreira, se lo prohíbe, aduciendo que “traía mala suerte”.  No lo dejaron saludar a sus colegas.  Quizás la paliza 7-1 que Alemania le inflige a Brasil en las semifinales de 2014 motive una revisión del “caso Barbosa”, y blanquee hasta cierto punto su expediente.  Si Barbosa fue estigmatizado por un gol, Julio César tendría que ser deportado por siete.  


“Cuando Ghiggia disparó, yo alcancé a tocar el balón…  Por un momento creí que había logrado sacar el disparo, pero de inmediato el silencio del estadio me reveló lo que había sucedido.  Volví a ver el arco, y ahí, en el fondo de las redes, vi anidada la pelota.  Sentí que toda mi sangre se congelaba, que perdía la razón”.  Esta confesión se cuenta entre las cosas más desgarradoras que la historia del fútbol registra.  En las graderías esperaba, sufría, rezaba, lloraba una muchedumbre de 194 000 espectadores.  Dejo a su imaginación, amigos lectores, lo que este pobre hombre debió de haber sentido en ese momento, un nanosegundo que marcó su vida, que lo convirtió en el ícono mismo del villano futbolístico de su país.  Es posible, muy por el contrario, que junto al injustamente olvidado Marcos –campeón mundial en Corea del Sur - Japón 2002– y quizás Leao, estrella del Palmeiras, Barbosa fuese el mejor portero que Brasil ha producido.  Tan seguros estaban del triunfo, que los jugadores brasileños llevaban puesta, debajo del uniforme oficial, una camiseta con la leyenda: “Campeones del Mundo”.  ¡Imagínense qué lección de humildad, y qué descomunal baldazo de agua peor que fría: gélida, polar!  


En 1963, los administradores del estadio Maracaná decidieron cambiar los marcos.  Algún bromista le regaló a Barbosa el rectángulo en el que había encajado el gol de Ghiggia.  Barbosa lo quemó, pero conservó un trozo de la estructura.  Fue subastado años después a altísimo precio.

  Negro y perverso sentido del humor. 


¡Salud, Barbosinha: te queremos, te admiramos, imploramos tu perdón por el tormento psíquico al que te sometimos durante más de medio siglo, y te acogemos jubilosos en el salón de la fama del fútbol brasileño, al lado de esos titanes que no tenían más talento que tú, quizás tan solo un poco más de suerte!  ¡Hasta siempre!  


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