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Deporte: magia, poesía y heroísmo

Actualizado: 12 oct 2023


Perdón, debo estar desactualizado: ¿murió ya el respeto?


Jacques Sagot


Allá, en los desvanes de mi infancia y mocedades, los madrazos de los jugadores, los técnicos o el tradicional coro “árbitro hijo´e puta” de las barras enfebrecidas solían ser editados: los camarógrafos omitían discretamente los primeros planos de los rostros que espetaban palabrotas, o les quitaban el sonido.  Hoy en día, tal parece, son un condimento pimentoso y suculento en las transmisiones televisivas de nuestro fútbol.


Diríase que, como Rip van Winkle, el célebre protagonista del cuento homónimo de Washington Irving, me quedé dormido… y al despertar, el mundo había ejecutado un salto temporal de más de veinte años.  “Ni mi casa es ya mi casa” –podría decir, parafraseando a García Lorca–.  ¡Cómo ha cambiado la ética del fútbol, en este relativamente corto lapso!  ¿Cambiado?  ¡No: desaparecido, esfumado!


En un partido reciente, después de que alguno de sus jugadores cometiera un error, las cámaras nos obsequiaron un monólogo, un soliloquio, una verdadera cadenza de virtuosismo del técnico, que madrea, con las venas del cuello túrgidas cual altorrelieves escultóricos, uno tras otro, a cuatro de sus jugadores.  Y las cámaras se regalan en este grotesco, soez espectáculo.  En los labios del energúmeno explotaba sin cesar la letra “p”, cada vez más percusiva, más detonante… para solaz y edificación de la teleaudiencia.  Las inocentes progenitoras de los cuatro jugadores fueron invocadas por aquel terrorista de la palabra… y la cámara fija sobre el basilisco que escupía fuego y magma.  ¡Cielo santo: si le hubieran puesto luengas barbas blancas, un báculo y un manto raído, habríamos podido creer que el endriago de marras declamaba el monólogo del Rey Lear, de Shakespeare, cuando desafía los relámpagos y la tormenta!  


La gente ya ve estos géisers de bilis como algo natural, perfectamente aceptable.  Ese es el nivel de degradación del medio futbolero en general.  En otro juego, un entrenador hace erupción en sus declaraciones a la prensa, aseverando que en el tiro libre que les anotaron “habían cometido el error de poner a los enanos en la muralla”.  Amigos, amigas: la palabra “enano” es ofensiva, peyorativa y derogatoria.  Como el “dwarf” o el “midget” en inglés, y el “nain” en francés.  Es una manera sangrona, vulgar de aludir a una discapacidad de origen genético que debe ser abordada con extremado respeto.  Pudo haber hablado de “los jugadores bajitos” –a Romario siempre le dijeron cariñosamente “o baixinho”, esto es, “el bajito”–.  En inglés, la expresión little people es perfectamente correcta.  Un término posible para aludir al enanismo es acondroplasia, pero convengo: es excesivamente clínico y técnico.  En todo caso, había otras formas de referirse a estos infortunados futbolistas no bendecidos por la colosal altura de su técnico.  


Ya he mencionado la forma en que los equipos de fútbol de las etnias pigmeas resolvían el problema del cobro de tiros libres: formaban una hilera de jugadores, que cargaban sobre sus hombros una segunda hilera de compañeros de campo.  Era así como se defendía la selección de Zaire (hoy República Democrática del Congo) en el mundial Alemania 1974.  ¡Y este ingenioso dispositivo les funcionaba, para estupor de todo el planeta!  Para todo hay solución, en el fútbol, siempre y cuando se tenga la buena voluntad para encontrarla.  En realidad, los jugadores bajitos siempre gozarán de ventajas técnicas sobre los zanquilargos y espigados.  Al tener el centro de gravedad de su cuerpo más cercano al suelo, el jugador de baja estatura generará más “tracción” y más movilidad en espacios reducidos, y girará sobre su propio eje más rápidamente: fueron los casos de Pelé, Rivelino, Tostao, Maradona, Romario y Messi, entre otros.  Pocos han sido los jugadores altos que destacaron en el rubro del dribling y las jugadas afiligranadas ejecutadas sobre un pañuelo: solo puedo pensar en Cruyff y Sócrates. 


¡Pero que un técnico llame “enanos” a los jugadores de su propio club!  Piénsese en el daño que esta zafia, chusca expresión genera en la autoimagen de los jugadores.  ¿Soy yo el único que encuentra estas expresiones impropias, chabacanas y degradantes?  ¡Y pensar que el fútbol nació en Londres, allá en 1863, como un deporte de caballeros, regido por un código de hidalguía y respeto, y fue en la venerable Universidad de Cambridge donde tomó forma su reglamento actual…!  Nuestros equipos no solo carecen de psicólogos, sino que deben enfrentar, inermes, el doble embate de las barras rivales y de su propio técnico, que se comporta como un vulgar agresor doméstico.


Así que ahora las cámaras televisivas se afanan para captar toda imagen, todo rostro, todo primer plano en el que la palabrota “puta” dibuje la peculiar configuración labial que todos conocemos, y por la cual es extremadamente fácil reconocerla.  Es triste evocar esto…  Allá durante la final del campeonato mundial Argentina 1978, veo a Américo Gallego espetarle a boca de jarro este denuesto a un perplejo Johan Neeskens, quien afortunadamente no hablaba una palabra de español.  Nadie oyó el insulto, pero todos pudimos leer los labios del agresor.  Recuerdo que en mi casa guardamos silencio, y nos limitamos a exclamar, “¡ups!”  Hoy en día, por el contrario, los camarógrafos andan a la caza de este tipo de invectivas.  En Costa Rica el agravio clásico de la torcida contra el árbitro es una muy acentuada, rítmica y asombrosamente coordinada reiteración de la madre del infortunado silbatero.  Parece mentira… no tenemos en el país coro ni orquesta sinfónica suficientemente afiatados como para alcanzar tal nivel de sincronía, claridad de dicción y exactitud rítmica: tal parece que el pachuquismo multitudinario es capaz de asombrosas proezas musicales y fonoprosódicas.


Bueno, es evidente que yo estoy “démodé”, que soy un viejo “tardígrado” (Ortega y Gasset), que se ha quedado rezagado generacionalmente por no menos de medio siglo en materia lingüística.  ¿Qué puedo decirles?  Pues que procuraré “ponerme al día”, y adoptar “las palabras de la tribu” (Mallarmé) a fin de poder vivir siquiera un poquito de ese paraíso llamado “integración y aceptación social”.


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