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Deporte: magia, poesía y heroísmo


René Higuita: el escorpión se inocula su propia ponzoña


Jacques Sagot


“El Escorpión” René Higuita.  Sí, el escorpión, a fe mía.  Una de las más espectaculares, riesgosas –potencialmente suicidas– jugadas jamás practicadas por portero alguno.  Un solo “de bravura”, una verdadera exhibición: cuando un futbolista se prodiga así –¡para su público!– todo puede perdonársele –¡atención: en el terreno de juego, no en su relación con la sociedad!–  


Es el 6 de setiembre de 1995, y se enfrentan en Wembley –¡la “catedral del fútbol”!– la milagrosa Colombia de Maturana contra los inventores “oficiales” del deporte en cuestión.  Jamie Redknapp intenta “bañar” a Higuita con un balón combado que ya se infiltraba en la cabaña.  Pues, para la perplejidad de todos los presentes, Higuita lanza su cuerpo hacia adelante y, suspendido horizontalmente en el aire, golpea el balón con la suela de los botines, elevando previamente ambos pies por encima de su espalda y su cabeza.  Recuerdo la estupefacción, la incredulidad de los comentaristas ingleses: “Have you ever seen anything like that?”  ¿Riesgo innecesario?  Por supuesto.  Había formas más seguras de impedir el gol.  Es el tipo de locura que Oliver Kahn, por ejemplo, jamás se hubiera permitido.  Pero cualquier artista, cualquiera que se asome al fútbol con mirada maravillada de niño, cualquiera que aprecie y agradezca el gesto del jugador que complace a su público y ofrece espectáculo, tendrá que rendirse ante la gratuita belleza de la jugada.  Es que el arte es eso: gratuidad pura.  El mero gozo de jugar.  Recordar, como diría Ortega y Gasset, que el deporte es un lujo vital, social y cultural.  


El partido terminó empatado 0-0.  El pobre de Redknapp –por demás, magnífico mediocampista del Liverpool– pasará a la historia por haber permitido el acrobático lucimiento de Higuita.  En realidad, la jugada había sido anulada instantes antes del “escorpión”, pero eso no importa: el gesto es hermoso.  Higuita ejecutó varios “escorpiones” a lo largo de su carrera; en partido contra Alemania, y en amistosos entre veteranos, donde sus colegas –¡gracias, Maradona!– le servían los balones intencionalmente bombeaditos para que él se luciera.  Además de esto, “el loco” marcó 41 goles, en cobros de penal y de tiros libres, siendo uno de los porteros con más tantos en su haber, solo superado por Ceni, Chilavert e Ivankov, y Jorge Campos por debajo de él, cosa que tiene menos mérito, toda vez que el arquero mexicano frecuentemente cambiaba de camiseta y se integraba al equipo como mediocampista.  


En el Mundial Italia 1990, Colombia clasificó a octavos de final (empatando con el que sería campeón, Alemania, 1-1, en la última sístole del partido).  Enfrentaron a “Los Leones indomables” de Camerún.  Y ahí las extravagancias –¿intrepideces?– de Higuita le fueron severamente facturadas a su equipo.  Después de llegar a los 90 minutos con empate a cero, ambos cuadros disputan los tiempos de alargue.  El veterano Roger Milla le asesta dos fatídicas estocadas al “loco”.  La segunda fue un perfecto disparate de nuestro portero.  Tratando de arengar a su equipo, sube hasta el medio campo, recibe una devolución de uno de sus defensas… e intenta salir driblando cameruneses como si fuese Garrincha.  El resultado es que Milla le quitó el balón, se enfiló hacia el marco desguarnecido, y selló la suerte de Colombia con el segundo tanto.  El resultado final de 2-1 (¡magnífica acción conjunta de Valderrama y Redín, justo con el fútbol a ras de suelo, de rápida triangulación, que debieron de haber practicado durante todo el partido!) hizo aun más amarga la eliminación: de no ser por las veleidades de atacante improvisado de Higuita, Colombia bien podría haber avanzado a los cuartos de final.  


Pero, amigos, amigas, a fin de cuentas, el fútbol no es más que fútbol (valga la tautología).  Lo que resulta absolutamente reprensible en Higuita –y eso no lo borran todos los “escorpiones” del mundo– es su consciente autoelección como antimodelo humano, su expediente delictivo, su vida de rufián incalificable.  Visitas al zar de la droga, Pablo Escobar, cuando este estaba recluido en la cárcel conocida como “La Catedral”.  Se declaró públicamente amigo del jefe del Cartel de Medellín.  Fue implicado en un secuestro, crimen que le valió seis meses de prisión.  Tras barrotes, se declara en huelga de hambre y suscita disturbios populares.  En un aeropuerto le propina un puñetazo en el ojo a un periodista que había mencionado su vínculo con Escobar.  Años después, cuando militaba en el fútbol ecuatoriano, lo suspenden por jugar bajo el efecto de la cocaína.  En otra ocasión agrede a un espectador, en la gradería del estadio.  


¿Por qué menciono toda esta bazofia?  Porque creo –es cosa que he dicho muchas veces– que un héroe deportivo, en virtud de su estatus de ídolo, deja de pertenecerse a sí mismo, pierde la libertad para este tipo de trapacerías.  No puede constituirse en antimodelo ético para los millones de jóvenes y niños que lo siguen con mirada deslumbrada.  El éxito conlleva responsabilidad.  Hay una contraparte, en la condición de héroe mediático, de ícono nacional, de figura objeto de veneración: es la responsabilidad, y esta no siempre es grata.  Entendámonos: nadie le exige a un deportista el tipo de biografía que Tomás de Kempis hubiera incluido en sus Vidas ejemplares.  No se trata de que muera en olor de santidad, y su canonización sea inmediatamente propuesta al Colegio Cardenalicio del Vaticano.  Tan solo se espera de él que, si se va a dedicar a las gollerías, siquiera las practique privadamente, que no alardee con sus desbarres y los exhiba cual si de preseas o medallas se tratase.  


¿Recordará el mundo a Higuita por sus espectaculares “escorpiones” o por sus innúmeras fechorías y quebrantamientos de la ley?  No lo sé.  Yo quisiera creer lo primero, pero comprendería perfectamente que lo recuerden más bien como a un mafioso, un gánster, un ídolo con pies de barro.  Como diría el papa Francisco: “en el terreno de juego era un ángel, fuera de él, un hombre muy frágil”.  Es una bella, piadosa manera de evocarlo.             


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