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Deporte: magia, poesía y heroísmo

Foto del escritor: Bernal ArceBernal Arce

Actualizado: 15 dic 2024

El futbolista y sus muertes


Jacques Sagot




Sócrates, el astro del Corinthians, solía decir: “jugamos al fútbol para que no nos olviden”.  Diríase la reflexión de un artista, de un escritor o un compositor, que quiere regalarle al mundo un legado que sea atesorado y estudiado por la posteridad.  Y Sócrates ciertamente lo logró.  También dijo en cierta ocasión: “el futbolista muere dos veces: cuando deja su profesión, y cuando desaparece físicamente”.  

 

Fue así como el gran “Bisturí”, el “Doutor” concibió su retiro (provocado por una fallida operación de la columna vertebral): una muerte.  La primera.  Y acaso también la más dolorosa.  De hecho, Sócrates jamás se repuso de ella.  Cloroformizó su dolor con el alcohol, y ya sabemos en qué degeneró su idilio con la botella.  

 

No ha sido el único futbolista incapaz de gestionar y digerir la primera de las muertes: ahí están también Garrincha, Maradona, Marinho, Müller, Best, Gascoigne, Houseman, motejado infamemente “el goleador borracho”… triste cortejo de sombras errantes en el limbo del alcohol, algunos ya muertos, otros rehabilitados pero seriamente afectados por sus años de báquica locura.  Simplemente no pudieron elaborar el duelo de su muerte en tanto que héroes deportivos, y optaron por la atroz senda de la autodestrucción.

 

Sócrates, prodigándonos sus pases de talón y sus mayestáticas jugadas para que no lo olvidaran, entendió bien que el olvido es también una forma de morir: la muerte social, “esa con la cual aun los muertos terminan de morirse” (Unamuno). Creó para sí un tipo de juego que fuese imposible de olvidar, por lo garboso, lo original y lo supremamente elegante.  Esculpió su propia posteridad.  En efecto, quien alguna vez vio jugar a Sócrates no lo olvida: era enhiesto como un estandarte: una estampa para la eternidad.  Otro tanto lograron los cracks antes mencionados.

 

El futbolista debe prepararse para esa primera muerte que constituye el fin de su carrera.  Es un hecho que debe elaborar, meditar, ir asimilando poco a poco.  Que no lo tome por sorpresa, y lo precipite en un abismo de desesperación.  Que no lo arroje en las garras de la droga o el alcohol. La del futbolista es una jornada vertiginosamente breve: un buen día parpadea, y se descubre “ex”, esa odiosa partícula que lo expresa todo: lo que ya no es, lo que pasó, lo que no volverá, lo que en cierto modo murió.  

 

Sócrates necesitaba el fútbol.  Lo necesitaba simbióticamente, carnalmente, eróticamente, espiritualmente, intelectualmente, vivencialmente.  Cada vez que pasaba cerca de algún estadio y oía a la multitud celebrar un gol se ponía a llorar.  El fútbol era para él muchísimo más que un juego.  Era su lenguaje ingénito, su plataforma política (fue uno de los propulsores de la llamada “democracia corinthiana”, y uno de los responsables de la caída de las dictaduras militares en Brasil), su voz, su megáfono, su tarima, su amante, su manera de entrar en contacto con el mundo y la realidad, era su pluma, su piano, su lienzo y sus pigmentos, su mármol y su cincel, el espacio para ejecutar su coreografía de la vida, su medio para educar al pueblo, su espacio de privilegio, su más elocuente forma de expresar el amor.  Al perder el fútbol, Sócrates perdió algo esencial: la alegría de vivir.  Restaba solo el prospecto de una muerte rápida o lenta.  La escogió lenta: durante veinticinco años ahogándose en el alcohol, hasta que su hígado cirrótico y su estómago ulcerado le produjeron una infección masiva, un shock séptico.  Es el tipo de debacle multi-orgánica que lo aniquila a uno en cuestión de horas.

 

Muchas personas que lo conocieron coincidieron en la valoración de su persona: “Era un hombre que nunca decía nada que no fuera inteligente, cualquiera que fuera el tema que se discutiese”.  Inteligencia tuvo, sí, y caudalosa, torrencial.  Pero su corazón no era inteligente: solo sabía sentir, desear, añorar, rabiar, imprecar, resentir, anhelar, echar de menos… era una máquina del dolor perfectamente calibrada y lubricada.  Sócrates es, a buen seguro, el futbolística más lírico que jamás ha vivido.  Rechazaba el mal tratamiento del balón, pasaba balones que eran auténticos poemas (aunque sus torpes compañeros los recibiesen como chayotes).  Jamás lo vi reventar una pelota, o ejecutar un despeje precipitado y desprolijo.  Era un dandi del fútbol, el Alfred de Musset del balompié.

 

Hélas, como decía Montaigne, “la filosofía no es otra cosa que aprender a morir”.  Y la vida nos inflige muchas muertes: pequeñitas, apenas perceptibles, progresivas, súbitas, en Re menor y en Do mayor, devastadoras, misericordiosas, descomunales, ínfimas… todas son muertes.  Todas nos van arrancando pedazos, un minúsculo jirón de piel, o el corazón entero.  Vivir es ir muriendo.  Lo saben hasta las más discretas y anónimas celulitas, que en el proceso de la apoptosis “se suicidan” para dar lugar a células nuevas.  Así fue programado nuestro cuerpo.  La muerte nos habita, es nuestra inquilina permanente, la llevamos dentro: no es necesario ir a buscarla afuera.


¡Grande, grande, grande, Sócrates!  Alto, espigado, enhiesto y flexible como una bandera, como un faro, como el mástil mayor de un bajel que surca el océano.  No solo jugaba bien: jugaba hermosamente, y es por eso que lo recordamos.  Era un líder nato.  Sabía arengar a sus tropas como el más garrido y avezado de los capitanes.  Verlo avanzar a zancada larga con balón controlado, devorando el medio campo y horadando la muralla rival, era un espectáculo, algo que ya, por sí solo, valía el boleto.  


¿Pueden los futbolistas educar a sus barras? Sí, pero hace falta para ello el talento, el carisma y la fineza psicológica de Sócrates. ¡Ah, qué personaje, este inmenso ser humano, mezcla de crack deportivo, hombre de ciencia, artista, bohemio, trovador, pensador y activista político!


Después de una derrota inopinada de su equipo –el Corinthians–, la torcida amenazante se posicionó frente a la salida de los jugadores y estos tuvieron que permanecer dos horas en estado de sitio. Por fin evacuaron el estadio escoltados por la policía.


En los siguientes partidos, Sócrates se abocó a marcar goles como un poseso. Y lo más desconcertante de todo: se negaba a festejarlos. Permanecía impasible, limitándose a alzar el puño (el signo de la “democracia corinthiana”). La afición, que estallaba extática con sus anotaciones, no comprendía tal actitud. La circunspección, la severidad y auto-control de Sócrates constituían un enigma para todos: ¡eran goles dramáticos, anotados en instancias decisivas, y además espectacularmente ejecutados! ¿Cómo era posible que el astro no los celebrara con su torcida ?


Por fin, Sócrates rompió su silencio: “Hace un mes nos querían linchar porque perdimos un partido, ¡y ahora esperan que yo celebre con ustedes mis goles!… Las cosas no son así. La afición tiene que aprender a ser paciente y tolerante. ¿Ustedes creen que yo me voy a conformar con un amor que depende exclusivamente de cuántos goles marque, y que esté condicionado por mi rendimiento en el terreno? ¡Eso no sería amor, y no lo acepto!” La torcida corinthiana entendió el mensaje. En lo sucesivo fue más comprensiva con las intermitencias del equipo, y Sócrates volvió a festejar con la afición sus goles.


Sócrates reivindicó su derecho al amor incondicional por parte de la torcida. La modeló, la esculpió, le dio forma, la pulió hasta que se sintió satisfecho con ella. Un genio de su calibre puede “soñar” y “crear” a su afición. Tornearla como si de arcilla se tratase. Educarla, en suma. Sócrates habló y fue escuchado. Transformó la Hidra de las mil cabezas en una compañera equipotencial, solidaria y cooperativa. Un inmensurable triunfo humano. ¿Quién podría hacer otro tanto, hoy en día? Oigo nombres.

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