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La embriaguez del pensamiento

¿Me trae la cuentita, por favor?


Jacques Sagot


Toda el alma del tico plasmada en una simple expresión –a decir verdad, no tan simple–.  Una expresión que se profiere mil veces al día en todo restaurante, cantina o bailongo, en todo ámbito social diseñado para la deglución compartida, la ingestión ritualizada de bebida y la celebración de esos pequeños accesos de locura –locura chiquitita, mediocre, de mentirillas–  que de vez en cuando nos permitimos los sábados por la noche. (La grande, la sublime, la de Camille Claudel, Van Gogh, Hölderlin o Schumann requiere mucho más que un pito de marihuana y un poco de estrépito y luminotecnia para ser vivida).


“¡La cuentita, por favor!” Como todo en Costa Rica: la chocita, la doñita, los frijolitos, la hembrita, el tamalito…  País diminutivo que vive diminutivamente: futbolito diminutivo, viditas diminutivas, proyectos políticos diminutivos, nombres diminutivos (Pepe, Nacho, Quico, Lucho), destino diminutivo, ambición diminutiva…


“¿Me regala la cuentita, por favor?”  Hay que leer esta expresión en su dimensión denotativa, en su contenido subliminal, en toda esa carga de significado tácito que se estruja entre los intersticios de las palabras.  La “cuentita” quiere decir: “no me castigue, no sea malo, téngame lástima, sea buena gente conmigo”.  La “cuentita” no debe amenazarnos ni sumirnos en la angustia.  La “cuenta” es formal, exacta, implacablemente matemática: cuantifica por medio del dinero un servicio rendido o un bien adquirido.  Por el contrario, la “cuentita” es súplica informulada, implícita, evita toda confrontación: “sea benévolo, no me inflija el rigor de los números, hágame un descuentito”.  Es lo que los poetas latinos de la Antigüedad llamaban una “captatio benvolentiae”: una “captación de benevolencia” dirigida a los lectores, típicamente en el prólogo de un libro. Toda “cuentita” es, en esencia, regateo (y del “me regala” ni hablemos: eso merece un artículo aparte que desde ya les prometo).


El diminutivo intenta conferirle a la cuenta algo de amistoso.  “Sos mi amigo, ¿no es cierto?” –parece implorar el término en cuestión–. El aspecto fríamente transaccional de la operación se ve así atenuado.  No es ya un saldo de cuentas: es un cariñito, un guiño de ojos entre viejos cuates, la palabra mágica que sella la complicidad mesero – cliente.  La expresión califica perfectamente como ese recurso retórico llamado “litotes”, esto es, una atenuación del significado de una palabra o expresión muy grávida de sentido.  He aquí un ejemplo, que amablemente nos suministra Antonio Machado: “Sobre la muerte, señores, hemos de hablar poco, pero puesto que es un accidente frecuente y, al parecer natural, conviene que de vez en cuando nos ocupemos de ella”.  Bueno, evidentemente decir que la muerte es tan solo “un accidente frecuente, y al parecer natural” es una expresión irónica, una litotes en la que el poeta le baja el voltaje trágico a la noción de muerte, ¡puesto que ciertamente es muchísimo más que “frecuente y, tal parece, natural!”


A nadie le gusta que le “pasen la cuenta” – metáfora de la vendetta, de la revancha, del desquite personal–.  Pero la “cuentita” es, por el contrario, totalmente inocua.  La palabra cumple aquí con su inmemorial función mágica: es conjuro contra aquello que nos da miedo.  Al cambiarle o modificarle el nombre creemos poder controlarlo.  Asumimos que la manipulación del significante nos va a permitir exorcizar el significado.  Griten ustedes “¡tiburón!” y la turbamulta se atropellará en pos de tierra firme; griten “¡escualo!” y a lo sumo uno que otro bañista – después de consultar el diccionario– considerará la posibilidad de buscar aguas menos profundas.  Díganle a un paciente “cáncer”, y de inmediato visualizará, transido de horror, el sistema de soporte vital, el respirador artificial, la traqueotomía, las jeringas y toda una plomería de tubos entrando y saliendo de su cuerpo.  Díganle “neoplasia” y se encogerá de hombros.


Y así manipula el ser humano –los ticos mejor que nadie–  la realidad del mundo.  ¿Nos asusta o disgusta algo?  ¡Pues cambiémosle el nombre!  Un proxeneta es un “trabajador del sexo”, una mujer es una “cabrilla” –¡y qué miedo le inspira al macho tropical la mujer!–, un mal futbolista es un “teta” –de nuevo, he ahí una típica derogación semántica de la mujer: ¿qué tienen que ver los senos con un jugador que cobra mal sus penales? –.  El dinero –sucio, pecaminoso, fetiche de los Harpagones, Volpones, Corbaccios, los Gobsecks y los Shylocks– se convierte, como por arte de birlibirloque, en “la moneda” –concepto noble y abstracto, símbolo patrio, cosa que hay que fortalecer y salvaguardar–; el usurero es un “financista”; el mercenario es un “héroe militar”; el genocida es un “líder político”; el terrorista es un “revolucionario” y un “activista social”; el adúltero y promiscuo es un “amante” (lo cual nos pone al nivel de Lady Chatterley, Emma Bovary y Anna Karenina: ¡buen vecindario! ¿no es cierto?); la más burda gestión neocolonialista deviene en “lucha en nombre de la justicia y de la democracia”.


¡Qué cómodo cambiarles el nombre a las cosas!  Recurso lingüístico y sicológico de niño, ideal para un pueblo de niños grandes, para una nación endémicamente puerilizada, que no sabe aún enfrentar sus problemas si no es a través de la mágica manipulación de la palabra. Cuando yo era niño solía tenerle miedo a la aspersión de la bañera.  Se lo perdí el día en que mi madre supo hábilmente presentarme la saga de la ducha como el emocionante combate entre “jaboncín contra los sudorines”. ¡Y eso obró el milagro!  Pero lo que resulta enternecedor a los tres años de edad se convierte en grotesco síntoma de inmadurez política e histórica en una nación que cuenta con cuatro millones de adultos.


“La cuentita” es una forma de limosneo, una súplica, un ruego, una petición de misericordia.  Es innoble, indigno, una falta de clase y de aristocracia del espíritu.  “No me trate mal, no me pegue muy duro, no me inflija el terrible, inexorable resultado de esas odiosas operaciones aritméticas llamadas “suma” y “multiplicación”.  Antes bien: reste y divida, por favor, por lo que usted más quiera, por la memoria de su madre, por las heridas de Cristo”.  “La cuentita” es una codificada lloradera, un puchero y una mariqueadera destinada a suscitar la compasión. Es, en el fondo, una operación lingüística insidiosamente manipulativa.  Recuerden, amigos y amigas: la palabra nunca es inocente, nunca es translúcida, nunca es inocua, y nunca es natural: siempre es el producto de un cálculo más o menos complejo por parte del hablante. 


“¿Me regala la cuentita, por favor?”…  Yeah, right.  “Y me trae de una vez el biberón, los pañalitos y el osito de peluche, si no es mucha molestia”.




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