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La embriaguez del pensamiento

Foto del escritor: Bernal ArceBernal Arce

Canción de cuna


Jacques Sagot



La música –más específicamente el ritmo– es el primer lenguaje de la criatura humana, y es adquirido en el universo intrauterino.


Con la vida nace la música.  La constituye y expresa en su forma primigenia.  Porque la música es ritmo, y el ritmo, no lo olvidemos, es a la música lo que el espacio es al artista plástico.  ¿Podríamos pintar o esculpir si no existiese el espacio?  ¿Dónde vive la música si no es en el tiempo?  Y el ritmo es, antes que ninguna otra cosa, tiempo organizado según un patrón determinado.


En un principio fue el ritmo.  Todo niño nace músico.  Es algo que se lo debemos a las madres.  El ritmo es la primera de nuestras vivencias: la palpitación cardiaca de la madre nos hace experimentar la regularidad del pulso y sus fluctuaciones: el “accelerando” y el “ritardando”.  El primero excita, el segundo apacigua.  Así está inscrito en nuestra fisiología.  Toda música cuyo pulso sea más rápido que nuestro tempo de palpitación (una tarantela, una marcha militar) nos pondrá a vibrar.  Por el contrario, aquella música que vaya “detrás” del tempo del corazón va naturalmente a serenarnos.


¿Se imaginan ustedes lo que sería mandar a un soldado al campo de batalla con un tempo de marcha fúnebre, o celebrar una boda con un “adagio lamentoso”?  ¿Y qué tal oficiar un entierro con un “saltarello” napolitano, una de las danzas más vivaces del planeta?


Y después del ritmo, la melodía, experimentada por la piel del niño en su estado intrauterino a través del dulce balanceo del líquido amniótico.  Algo similar nos sucede con esa sucesión de notas que llamamos “línea melódica” (“dibujo” más que bien que “color”).  Un tema simple, con pocas notas, va a sumirnos en el sosiego y la contemplación.  Es uno de los secretos del canto gregoriano.  ¿Quién podría orar con una melodía convulsa, agitadísima, llena de giros y recovecos?  Al éxtasis místico corresponde la simplicidad melódica.  Pero la euforia, en cambio, nos moverá a entonar cataratas de notas.  La profusión del sentimiento se expresa a través de la profusión del canto.  Estas largas secuencias de notas cantadas sobre una sola vocal son llamadas melismas, y melismática será la música que se sirva de ellas.


Pensemos, por ejemplo, en una pieza que todos conocemos: el “Aleluya” de “El Mesías”, de Händel.  Música para cantar a pleno pulmón, llena de eventos sonoros en el coro y la orquesta, rápida, animada, vigorosa, con trompetas que anuncian el nacimiento del nuevo rey.  Imaginemos otro absurdo: ¿qué dirían ustedes si un coro cantase el “Aleluya” viendo hacia abajo, enjuto, y en tempo de cortejo fúnebre?  Si una pieza así no se canta con la mirada en alto, como buscando el cielo, y tremendo, contagioso entusiasmo, la audiencia bostezará hasta el coma irreversible.


Y luego el arrullo de la canción de cuna, la berceuse, el lullaby, la barcarola, la gondoliera, el arrorró (así llaman en Andalucía a nuestro criollo arrurrú).  Música para ponernos a dormir.  Tenemos que dejarnos ir de la manera más dulce e imperceptible, por así decirlo, sin transición entre la vigilia y el sueño.  El más bello de los trances.  Lo que llamamos una barcarola o una gondoliera (de barco y de góndola, respectivamente) no son otra cosa que canciones de cuna.  Hay una bella canción de Fauré sobre texto de Sully Prudhomme que establece el isomorfismo esencial entre el barco y la cuna.  ¡El agua, siempre el agua; la inmemorial nostalgia del mundo amniótico, ese mar interior, dimensión suspendida en el umbral de la conciencia!


Aunemos los conceptos expresados y consideremos cuáles son las características de una canción de cuna: lenta, compuesta por poquitas notas (¡a veces solo dos!), simple y susurrada, lo que en la terminología musical llamamos “pianissimo”.


Algo más: no hay canción de cuna que no esté en modo mayor (salvo la “Nana” de las “Siete canciones españolas” de Manuel de Falla).  Las llamadas tonalidades mayores (la “Oda a la Alegría” en Re mayor de Beethoven) son luminosas, las tonalidades menores (el Réquiem en Re menor de Mozart) son dramáticas, oscuras, y tienden a provocar un sentimiento de inestabilidad emocional.  Las primeras son como los colores cálidos, las texturas sedosas o los sabores dulces, las segundas quizás podrían compararse a los colores fríos, las texturas ásperas y los sabores amargos, si me permiten aquí acudir al viejo juego de las sinestesias.


Nadie va a poner a dormir a un bebé (no a menos de que se quiera sumirlo en las peores pesadillas y transformarlo en un psicópata) con una canción de cuna vertiginosa, repleta de notas, de disonancias, y entonada “fortissimo” más bien que musitada al oído.  Casi no hay compositor en la historia de la música que no haya escrito por lo menos una canción de cuna, o una melodía de carácter análogo.  Sin mucho pensarlo se me vienen a la mente Schubert, Schumann, Brahms, Chopin, Liszt, Chaicóvski, Debussy, Ravel, Fauré, Rajmáninof, Falla y Gershwin (el melancólico arrullo de “Summertime”).


La etnomusicología nos ha revelado que en todas las latitudes del planeta, en Viena como en el seno de las comunidades Yoruba (Nigeria), las madres arrullan a sus niños con tonadas más que similares: ¡a menudo construidas exactamente con las mismas notas!  Bello misterio.  Secretos de la fisiología humana.  Rasgos universales en un mundo de diversidades, absolutos en una cultura fanatizada con los relativos.  El intervalo de tercera menor descendente (un Do y un La, por ejemplo), reciclado hipnóticamente, sume a un niño (y aun a un adulto) en el más delicioso sopor.  Es, de nuevo, un hecho antropológico, universal: tal es el poder que esa simple configuración de notas tiene sobre nuestro corazón y nuestra psique.  Los grandes compositores lo supieron intuitivamente, y usaron el mencionado intervalo siempre que quisieron crear canciones de cuna.  Las madres arrullan a sus niños, de manera igualmente intuitiva, utilizando este mismo gesto melódico, en la Amazonia como en la Polinesia.

 

La sensibilidad y el gozo de cantar son facultades innatas.  No hay niño en el mundo que no sea naturalmente músico.  La musicalidad no es un privilegio –irritante prerrogativa de los niños prodigio–.  No tener piano en la casa o en las escuelas no debería ser un obstáculo para la práctica de la música (los pianos se desafinan, requieren constantes mimos y son cada vez más onerosos).  Para eso está la voz humana, el lenguaje de la emoción pura.  El instrumento natural de que todos estamos dotados.  Enseñar a los niños a cantar, formar coros en todas las comunidades del país es misión sagrada de cualquier pedagogo musical, en cualquier lugar del mundo, bajo cualquier circunstancia razonable.  Y aprender a cantar no es sino ordenar y disciplinar esa música natural de la que ya gozábamos en el seno materno.  Un niño sin educación musical es un niño sufriente de avitaminosis del espíritu.  Las sociedades deben ser alfabetizadas musicalmente.


Cuando los hombres se unen, hacen música.  Cuando se separan cavan trincheras.  La educación de la música es también educación para la paz.  Lo supo Beethoven, y lo han rubricado intérpretes como Casals, Paderewsky, Menuhin, Jessye Norman y Daniel Barenboim (creador y director, junto al escritor y pianista palestino Richard Said, de la West - Eastern Divan Orchestra, una agrupación palestina – israelí que desde 1999 se prodiga haciendo música espléndidamente).


¿Qué puede derivar un niño de la música?  Disciplina (no la de los militares, sino la de quienes organizan sus vidas para hacer lo que aman); orientación vital; sentido de la armonía (sea esta entendida en todos los ámbitos: natural, estético, humano, interpersonal, social); capacidad de colaboración y de interacción; compromiso colectivo; adquisición de un lenguaje para la expresión de las más profundas vivencias; integración psicofísica; agilización de las funciones de aprendizaje y de la memoria; familiarización con la diversidad cultural; salud; confianza en sí mismo; contacto con las más nobles manifestaciones del espíritu humano.


No se trata de tocar de memoria las treinta y dos sonatas para piano de Beethoven o de debutar en Carnegie Hall a los diez años de edad (aun entre los grandes compositores pocos califican como niños prodigio: Mozart, Mendelssohn, Liszt, Saint-Saëns).  El objetivo es darle al niño una compañera (la música) que le va a ser fiel toda su vida.  Hacerlo más feliz, o si no ha de serlo, por lo menos dotar su dolor de un exutorio y de una forma de manifestación bella y curativa.


Mil veces me he preguntado qué es la música.  Y descubro que es muchas cosas.  Un fenómeno acústico para el físico.  Una serie de códigos técnicos llenos de palabras complicadas para el profesional.  Instrumento de mecanización y condicionamiento para las sociedades descerebradas que consumen para producir y producen para consumir.  Vehículo para la arenga y el adoctrinamiento para los tiranuelos del mundo entero.  Regreso a la madre y al primigenio lenguaje de la ternura para todos los seres humanos.

  

Madre, vida y música son tres nombres diferentes para la misma realidad.

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