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Foto del escritorBernal Arce

La embriaguez del pensamiento

¿Y qué pasa en el Norte?


Jacques Sagot



Estoy harto, empachado, exasperado de tener que ver cómo todo cuanto está por debajo de El Paso, Texas; y de Tijuana, México, es denominado “Sudamérica”.  Para los estadounidenses América son ellos, y el continente se acaba en la frontera con México.  Centroamérica, por supuesto, no existe.  Existen ellos, y luego una especie de largo, molesto, problemático apéndice que es Sudamérica, así considerada, de manera indistinta: un cajón en el que tiran todo lo que ese descomunal continente posee, en términos de diversidad cultural (a no dudarlo, la más rica del mundo).  Y no solo es Sudamérica, sino Sub-América, por cuanto representa una versión primitiva, tribal y bananera de lo que ellos son.  Tal no es el sentir de todos los estadounidenses, por supuesto, pero sí de los más incultos –lo cual presupone muchos millones de personas– y en particular de la clase política, que es sin el menor lugar dudas la menos letrada del país.  


Recuerdo que en el año 1990, el vicepresidente de George Bush, Dan Quayle, dijo públicamente que él no había visitado Latinoamérica porque no conocía el latín, pero que tan pronto aprendiese a hablarlo nos honraría dándose una vueltita por nuestras latitudes.  Quayle se hizo famoso por las estupideces que profería, fue un descrédito para la administración Bush, generó toda suerte de chistes e imitaciones en programas humorísticos, y fue declarado el político más ignorante de la historia de esta noble nación.  En alguna ocasión el presidente debió ser internado de emergencia debido a una leve arritmia cardíaca.  Un comediante de la televisión comentó: “el prospecto de que quedemos con Quayle de presidente nos provoca arritmia cardiaca a todos”.


Pero hay algo que me resulta particularmente perturbador, en el etnocentrismo aberrante de los estadounidenses.  Me refiero a esto: en esa universal y moderna tragedia que es el narcotráfico, toda Sudamérica es percibida como la corruptora de los Estados Unidos.  Un país de vírgenes, pervertido por los sátiros del sur.  Todo lo que viene de nuestros países es putrefacto, merecedor de enorme suspicacia, sospechoso, torvo, siniestro.  Nosotros estamos viciando y depravando a la prístina nación del norte.  Mancillamos la inmarcesible albura del gran país.  Ensuciamos su albar, su níveo tálamo nupcial.  Ellos son inocentes, candorosos, puros… nosotros somos los eternos corruptores.


Pero resulta, amigas y amigos, que –para plegarnos a la más vieja ley del mercado–, hay oferta por cuanto hay demanda.  Nuestra oferta de drogas no sería tan masiva si los Estados Unidos, nuestro principal cliente, no nos abrumara con una demanda espectacular.  No hay oferta sin demanda: esa es una verdad cartesiana que el ser humano conoce desde tiempos inmemoriales.


Ahora bien, los Estados Unidos tiene una superficie de 9 834 millones de kilómetros cuadrados.  Es, por sí solo, todo un continente.  Por otra parte, posee una línea costera de 233 312 kilómetros, abiertas hacia ambos océanos.  También es dueño de una frontera terrestre de 3 185 kilómetros con México, y de 8 891 kilómetros con Canadá (la más extensa frontera terrestre del mundo).  Finalmente, es un país con una población de 392 millones de habitantes y, por consiguiente, un mercado infinitamente más vasto que el de cualquier nación latinoamericana.  Su ingreso per capita es también muchísimo mayor, de modo que el poder adquisitivo de los consumidores de droga no admite comparación con el de nuestros drogadictos locales.  Así las cosas, ¿en qué siniestros –o perfectamente decentes– puntos estratégicos es recibida la droga que viene de nuestras podridas, aviesas, malignas y cancerígenas naciones?  ¿Quiénes cumplen con la misión de recibir esa droga?  ¿En qué limbo dormitan los controles aduaneros estadounidenses?  Por otra parte, ¿quiénes se encargan de distribuirla, a través de casi diez millones de kilómetros cuadrados?  ¿Qué medio se usa para ello?  ¿Aviones, helicópteros, trenes, submarinos, embarcaciones fluviales o lacustres, simples papalotes?  ¿Por qué no nos enteramos de nada de ello?  ¿Por qué hemos de saberlo todo en torno al Chapo Guzmán o Macho Coca, pero sobre los grandes señores del narco estadounidenses se posa ese velo de secretismo y clandestinidad impenetrable?  ¿Por qué no existen en Estados Unidos los equivalentes folclóricos de esas leyendas urbanas en que se han convertido los capos mexicanos o colombianos?  Estos son objeto de telenovelas, largometrajes, óperas, musicals, ballets… pero tal parece que en los Estados Unidos no existe el espécimen correlativo de nuestros glamorosos capos de la droga.  Latinoamérica ha generado una narco-cultura.  Atención: no es una sub-cultura, es una cultura hegemónica y en muchos países “oficial”.  Los marginales, los incrementales y periféricos son los que a ella se oponen.


En la Colombia de los años ochenta y noventa del siglo pasado, el carcinoma social del narcotráfico alcanzó el nivel de una guerra civil.  Una guerra civil en todo orden, sí, con coches y camiones bomba que hacían volar en mil pedazos una cuadra entera, aviones derribados por explosivos filtrados en el cargamento, candidatos presidenciales asesinados, y luego cientos de periodistas, directores de periódico (el gran Guillermo Cano, director de “El Espectador”, masacrado en su carro en 1986), policías, detectives, investigadores diversos, abogados, jueces, fiscales, diputados, alcaldes, gobernadores… todos ellos acribillados como si de hormigas se tratasen.  La guerra abierta entre los cárteles de Medellín (Pablo Escobar) y de Cali (Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela) contra el gobierno de Colombia explotó cuando este aprobó la temida ley de extradición.  De conformidad con ella, los grandes “drug lords” serían procesados y encarcelados en los Estados Unidos.  Esto representó un golpe durísimo para los narcotraficantes del país.  “Preferible muerto en Colombia que encarcelado en los Estados Unidos” –fue su lema–.  Esa ley fue la que precipitó la guerra encarnizada de los cárteles contra el gobierno, con cientos de miles de víctimas colaterales.  Porque la penitenciaría colombiana a la que eran enviados los inculpados de vínculos con el narcotráfico era en realidad un club campestre.  Le decían “La catedral”, y contaba con baños turcos, yacuzzis, canchas de golf y de tenis, restaurantes, espacios para el solaz de los reos, y un verdadero río de mujeres que entraban y salían a todas horas del día y de la noche.  Esta caricatura de modelo carcelario era una mofa para la ciudadanía y todo el sistema judicial colombiano.  Ser recluido en “La catedral” era como adquirir una carta de membresía en un club para sibaritas altamente sofisticados. Pero claro, cuando se aprobó la ley de extradición, los narcotraficantes fueron presa del horror, y reaccionaron con inimaginable violencia.  Preguntado una vez sobre cuántas personas había asesinado, Jhon (sic) Jairo Velázquez Vásquez, alias “Popeye”, jefe de sicarios de Escobar, dijo: “de mi propia mano unas quinientas, mediante coches y camiones bomba no tengo la menor idea… sin duda decenas de miles”.


Pero mi punto es este: tal nivel de sociópatas en Sudamérica tiene que tener relación comercial muy estrecha con sus homólogos y equivalentes en los Estados Unidos, y de ellos no conocemos nada.  Y no les quepa la menor duda, amigos y amigas: si los capos del narco en Latinoamérica fueron y siguen siendo inimaginablemente ricos y poderosos, sus colegas de los Estados Unidos han de serlo cien veces más.  Con toda probabilidad figurarían en esa lista personalidades conspicuas de la política, la media, los deportes, el cine y la farándula.  Pero en esto, como en tantas cosas más, los Estados Unidos operan de manera subrepticia, siempre “underhanded”, subterránea.  Y a ojos del mundo, Latinoamérica es el viscoso sátiro que viene a tentar a la inocente y rubiecita niña del norte con su confitito, para que se vaya de la mano con él.  Nosotros somos los corruptores de menores, ellos poco menos que la paloma del Espíritu Santo tantas veces pintada en los cuadros de inspiración religiosa de la Edad Media, el Renacimiento y el Barroco: allá, en el ángulo superior derecho del cuadro, bañada en oblicuo haz luminoso procedente de los cielos.


La verdad de las cosas es que poquísimo es lo que el mundo sabe sobre las redes, sistemas de distribución, identidad de los consumidores, y comercio en general de la droga en los Estados Unidos.  Miles de estructuras delincuenciales extremadamente sofisticadas, y dirigidas por magnates y potentados operan en este país… y nosotros solo nos enteramos de los infortunios del Chapo Guzmán.  Sí, sí, sí: ya sé que hay uno que otro señorón de la droga que figura en los afiches de “America´s most wanted”, pero estos poquísimos criminales no guardan proporción ninguna con la cantidad de delincuentes que necesariamente están involucrados en este infame trasiego.  Todo esto es deplorable, asimétrico y profundamente injusto.  Los Estados Unidos son nuestro socio mayoritario en el negocio de la droga.  Ese es un hecho indiscutible como el Gran Cañón del Colorado.  Un socio en toda regla y a grandísima escala.  Sin ellos no tendría razón de ser el narcotráfico de nuestras regiones.  La droga proveniente de Latinoamérica no llega directamente a manos de los “consumptors” estadounidenses, como si de un libro pedido por Amazon se tratase.  Es necesario que en Estados Unidos operen distribuidores que de mil diferentes maneras y siempre burlando –o sobornando– la vigilancia de las autoridades se encarguen de poner la droga en circulación.  La película Scarface (Brian de Palma, 1983) nos propone los casos de diversos rangos de policías estadounidenses corruptos y sobornables, que protegen a los capos y con ello se hacen obscenamente ricos.  No es ficción.  Es una atroz, pesadillesca realidad.   Como dice Clara Zachanassian, la torva protagonista de “La visita de la vieja dama” de Friedrich Dürrenmatt, “todo hombre tiene su precio: es cuestión de llegarle”.  La historia del mundo prueba la honda verdad de este aserto.   

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