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La embriaguez del pensamiento

Actualizado: 1 feb

La muerte: no se engañe con el cuento del “sentido”


Jacques Sagot



La mayoría de la gente acude al mismo razonamiento, a fin de creer en la existencia de alguna forma de pervivencia después de la muerte.  Y su argumento es este: de no haber nada después de la visita de la Parca, nada tendría sentido.  ¡Y eso parece reconfortarlos!  Lo que no advierten es que el querer que su vida singular e individual tenga sentido no es sino una manifestación más de la misma aberración: imponerle a un universo quizás irracionalmente estructurado, nuestros muy racionales esquemas de pensamiento.  El “problema” de la falta de sentido sería tal únicamente si partiésemos de la premisa según la cual el universo participase de la estructura racional de nuestras mentes (esas para las cuales, en efecto, la noción de sentido es fundamental).  Lo que no consideran es que el universo perfectamente podría ser ilógico, irracional, “nonsensical” con respecto a esas veneradas estructuras que intentamos imponerle por doquier a la realidad.  El mundo bien podría no ser racional, y para él, el prurito del sentido no tendría ninguna razón de ser.  


Puede ocurrir también que esté estructurado según una lógica que no es la nuestra y nos es completamente arcana.  Siempre comienzan a haber problemas, cuando, en lugar de leer la realidad tal cual esta es, nos empecinamos en imponerle la férula de nuestras ideas.  Y llegamos al punto de violentar la realidad y de someterla a las más imposibles torsiones con tal de hacerla calzar en nuestra bella, coherente, perfecta logosfera.  La noción de sentido es hija de una era racionalista, positivista, cientificista y utopista.  En ella no puede haber desperdicio alguno de energía, todo está ensamblado según patrones perfectamente determinables, el universo es deletreable y, por consiguiente, legible, no hay en él nada de opacidad, nada que ofrezca resistencia a nuestros marcos perceptivos (y si lo hubiese lo forzaríamos para que entre por ellos).  


Desengáñense, amigos, y háganlo entendiendo en qué consiste la esencia de su error.  Esa “humana, demasiado humana” (Nietzsche) necesidad de sentido es un rasgo muy propio de nuestra psique.  De ello no cabe inferir, en modo alguno, que el universo esté estructurado según lo que a nosotros nos convenga.  Es posible que para el universo el “sentido” radique en otra cosa que en el mero hecho de encontrar algo que, después de la muerte de cada individuo, confiera un thélos a su gestión vital.  O quizás sea más simple que eso: el rufián no tiene sentido del todo, punto.  


El “sentidismo” es una necesidad –una especie de sed gnoseológica y epistemológica– de la que solo padece el hombre, a todo lo ancho y largo del planeta.  Es perfectamente concebible que hayamos sido creados para vivir y morir sin sentido.  ¿Por qué no?  ¿Por qué todo, en el universo, tendría que poseer un sentido, un propósito, una finalidad?  No es cierto.  ¿Lo han ustedes acaso comprobado?  Esa es una típica proyección racionalista antropocéntrica y antropopática, y una manifestación clásica de falsa lógica.  Si no quiere usted morirse, amigo –cosa que comprendo como el que más– tome antidepresivos, cultive el yoga, acaso la meditación trascendental, consulte un chamán, dé su adscripción fervorosa a una religión que le garantice que una parte suya –siquiera– pervivirá después de la muerte.  Esas son opciones lícitas.  


Por el contrario, la “petición de sentido” (petitio principii) no se sostiene filosófica ni lógicamente.  Es tan absurdo como decir que la extinción de los dinosaurios tenía por “sentido” el posterior advenimiento de la especie humana.  El “sentidismo” es, de todos los paralogismos elaborados contra la muerte, el más torpe, miope y, sin embargo, el más difundido.  No es una fe –cosa que me merecería el mayor respeto–, ni es una demostración racional.  Es, simplemente una falacia.  Tan estúpido como decir: “tiene que haber algo después de la muerte, porque de lo contrario no quedaría nadie en casa que pudiese regresar, en mitad de la noche, bajo forma de ectoplasma, para regar los geranios durante el verano”.  ¿Y si al universo, si al tiempo, si al espacio, si a la realidad, si a la vida no les importasen un comino nuestros geranios?


Viktor Frankl estableció que el ser humano busca “sentido”, “propósito”, “finalidad”, “objetivo” en todo cuanto hace.  Y no se equivoca.  Pero ese es un mero rasgo antropológico.  De él no se desprende que todo en el universo –en cuenta nuestra muerte– tenga sentido.  Tampoco prueba ello que ese sentido, si existe, condiga y conforme con la noción que de él tenemos (el concepto de “sentido” del universo podría ser completamente ajeno a la criatura humana, y no contemplaría en lo absoluto su pervivencia más allá de la muerte).


¡Pero es que si nuestra muerte no tiene sentido tampoco lo tendrían nuestra vida, nuestro dolor, nuestra fe, nuestros sacrificios, nuestra obra, nuestro legado!  Pues sí, así es.  Bien puede ser que nada de eso tenga absolutamente ningún sentido.  Pero sucede que la vida es un valor absoluto: está por encima de su sentido o falta de él.  Merece la pena ser vivida con sentido como sin sentido.  Yo, en lo personal, jamás le he exigido a la vida “tener sentido”: me he contentado con un poquito de bienestar, divertirme cuanto sea posible con mi música y mi literatura, y cuando el dolor físico o moral sobre mí se abate, ser capaz de sobrellevarlos con dignidad y guardando silencio: “Solo el silencio es grande, todo lo demás es debilidad” –sentencia Alfred de Vigny en su magnífico poema “La muerte del Lobo”–.  ¡Sería el colmo del absurdo, suicidarse porque la vida no tenga sentido!  


Ser humano: única especie animal que no sabe morir.  He ahí una perfectamente exacta –aunque solo parcial– definición del homo sapiens.  Ahí donde los animales se alejan para morir en silencio, con dignidad y serenidad ejemplares, el ser humano patalea, chilla, se mesa los cabellos, se rasga las vestiduras, blasfema, impreca, alza los brazos hacia el cielo en patético reproche, grita, abruma a su familia y a sus amigos con sus quejidos y lamentaciones sin fin, maldice su destino, convulsiona de terror, convoca a todo el planeta en torno suyo, ejecuta un impúdico sainete pornográfico del morir…  Un poco de elegancia también es recomendable para ese “discreto mutis fuera del foro” que todos deberemos ejecutar.


Montaigne decía que la filosofía no era otra cosa que un largo aprendizaje de la muerte.  Un ars morendi, sí.  Ha de morir bien quien supo vivir bien.  Aquel que fue cobarde en vida, probablemente lo será mil veces más en la muerte.  Solo le tiene miedo a la muerte quien siempre le temió a la vida.  En “Le roi se meurt”, pieza de teatro de Eugene Ionesco, el soberano tiene que aprender a morir en un “curso intensivo” de hora y media (justamente lo que dura la obra).  Y a fe mía que lo consigue, gracias en gran parte a la guía e instrucciones que le proporciona su reina Margarita, quien hace las veces de cicerone en su descenso al silencio eterno.  Mala y mediocre cosa, que como el rey de Ionesco tengamos que “matricularnos” en un curso de tres meses después de que nos sea diagnosticado un cáncer de páncreas.  Era preciso haberle hecho frente a la muerte mucho antes, habernos inoculado de ella, haberla digerido, haber lidiado frontalmente con el hecho inexorable de nuestra finitud, haber cultivado, con toda la dignidad, el “amor fati” (Nietzsche), haber estado preparados, haberla reflexionado, acariciado, enamorado, echo las paces con ella.  Honrar el hecho de que somos los únicos animales sobre la tierra capaces de enfrentar su finitud.  ¿Vamos acaso a optar por nunca pensar en la muerte, y actuar como lo propone el refrán español: “cada vez que pienso que me tengo que morir, me echo al suelo y no me canso de dormir”?  Así pues, ¿no valdríamos más que un cocodrilo, un pejesapo, la más ínfima célula?  ¡Qué monumental desperdicio de inteligencia, intuición, capacidad de razonamiento, recursos morales, fuerza espiritual!  ¡Mejor le hubieran concedido todos esos dones a la ameba!  


Pensar la muerte es un deber ético profundo de todo ser humano.  Un deber ineludible, sí, y además un privilegio.  El más hermoso y ennoblecedor de los privilegios.


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