La embriaguez del pensamiento
- Bernal Arce

- 12 ago
- 3 Min. de lectura
Comunión en el dolor
Jacques Sagot
Este no es un texto prescriptivo, sino descriptivo. No digo en él “todos tienen que ser como yo”, sino, simplemente, “así soy yo”. Es una mera constatación. No me propongo a mí mismo como modelo. Acaso sea más bien un anti-modelo.
“El placer une los cuerpos pero separa las almas; el dolor une las almas pero separa los cuerpos” –decía Unamuno, para quien todo era escisión–. Nunca gocé de un cuerpo de cuya alma no estuviera a años luz, nunca sufrí con alguien de cuyo cuerpo no estuviese absolutamente divorciado. Como la de Unamuno, esa es mi experiencia. Triste, supongo. Porque eso implicaría que en el deseo no se puede amar, y en el amor no se puede desear. Y es lo más profundamente cierto que he vivido en materia erótica. Se puede desear y amar a la misma persona –es lo conveniente–, pero no de manera sincrónica, simultánea. Gustavo Adolfo Bécquer perece ante el jadeo deseante de una mujer, el deseo jadeante de la mujer perece ante la rima de Gustavo Adolfo Bécquer. Nunca juntos. En el momento de la animalidad, bajo el totalitarismo de las hormonas, es inevitable –para mí– un grado de cosificación que me hace suspender, así no fuese más que por instantes, el amor en el sentido más hondamente ético del término. Por el contrario, ¡cuán próximas están las almas que sufren, más aún si es por la misma causa! Casi coinciden. Casi se confunden. Ni siquiera el amor logra tal grado de proximidad entre dos seres humanos. Por eso me gusta la etimología de la palabra “compasión –tan mal interpretada–: “compasión”: “padecer-con”. Exactamente la definición de solidaridad: sufrir con el otro. Pero atención: no tanto como para que no le podamos prestar servicio. “Ama al prójimo como a ti mismo: pero no olvides que es otro” –nos advierte Machado–. Un sufrir activo, socorrista. Dos seres absolutamente postrados no podrán hacer mucho el uno por el otro.
En La caída, Camus nos cuenta la historia de un hombre condenado en prisión a dormir sobre una cama de piedra. Pues su amigo, en un acto de solidaridad suprema, durmió también en un lecho de piedra tanto como duró el suplicio del primero. Se dirá que es un gesto inútil, que en nada mejora la situación del prisionero. Pero no es cierto. El gesto de amor, de identificación, de auto-mortificación no es gratuito. Hará sentir al prisionero más querido que nunca: le revelará un grado de solidaridad que alcanza lo absoluto. ¿Quiénes son capaces de un gesto parecido? ¿No confortará al prisionero ser objeto de la forma de amor más perfecta que sea dable a los humanos practicar? Sí, la verdad, cuando más cerca he estado de ser una persona –en el sentido profundo de la palabra– es cuando he sufrido. He comprendido mejor a mis semejantes, he sido más generoso, he sabido escuchar mejor, he sido más proactivo en mi amistad, he estado presente…
En cambio, la felicidad me ha hecho arrogante, distante de lo esencial humano, burlista, indiferente a los demás… Pero también existe el dolor solipsista, el que siempre cree ser el más grande del mundo: ese también es, a su manera, arrogante, pretencioso, sordo al sufrimiento del prójimo: paradójicamente, y aunque pareciera situarse en sus antípodas, parecido a la felicidad. Por otra parte, la mutua canibalización de los cuerpos… ¿cómo no habrían las almas de alejarse la una de la otra? Creo en la divina comunión en el dolor. Es lo que la música me ha revelado siempre.






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