La embriaguez del pensamiento
- Bernal Arce
- hace 4 días
- 3 Min. de lectura
Noche sin luna y sin estrellas
Jacques Sagot
He aquí, amigos y amigas, una taciturna reflexión, hija de mi insomnio y mis desvaríos.
El nacimiento ha de ser la experiencia más atroz de la vida. El aire frío, frío, frío, que baja como ácido a los pulmones; el estertor de esa primera inhalación, que solo será comparable al crispado ahogo de la última exhalación; los cinco sentidos que se despiertan y nos bombardean con aterradoras imágenes; del paraíso al infierno; los alaridos de dolor y, sobre todo, de rabia; la muerte del nacer… y ahí mismo comenzamos a resistir, a resistir, a resistir, a decirle a todo: “NO”. De la cuna a la tumba, el poema sinfónico de Franz Liszt. Infligirle eso a un ser humano: ¿no es la peor de las crueldades? ¿Y todo para qué? Para satisfacer nuestra furia procreativa, para asegurar egoístamente nuestra perpetuación biológica, para dejar que la vida siga jugando con nosotros su infame juego de la creación y la destrucción.
El nacimiento es la primera de nuestras insurrecciones (¡tantas seguirán!) Inermes, en manos de gigantes. La sensación de vértigo, de vacío, cuando nos alzan alto, alto, como si fuésemos trofeos deportivos. ¿Ha alguien imaginado el terror que esto debe de generar? El llanto: el primero de nuestros manifestos. Es así como saludamos al mundo. Protestando, experimentándolo como exilio. Y la nalgada, la primera agresión a la que somos sometidos. Nueve meses tratando de salir: una vida intentando regresar. La expulsión, y una existencia en el destierro.
La luz de la sala de partos, desde el tenue crepúsculo en que se nos formó el mirar, debe sentirse como un enceguecedor, violentísimo estallido; y nuestros oídos, acostumbrados a la dulce palpitación del corazón materno, ahora privados de su ritmo natural, y horadados por agrio, estentóreo bullicio. Terror, terror, terror. El cercenamiento del cordón umbilical: para siempre separados del cuerpo de la madre. La tragedia de las tragedias: la “separatidad existencial” (Fromm), la individuación. Todos en derredor celebran sádicamente el que será el momento más doloroso de nuestras vidas. Sin duda peor que la muerte que, con un poco de suerte, nos tomará por sorpresa, en mitad del sueño, en estado comatoso, en cuestión de segundos, o, en el peor de los casos, dotados siquiera de armas para enfrentarla.
Los hay que aplauden, cuando el niño sale de su locus amoenus. Otros ríen. No lo sabemos, y ya somos espectáculo. Como lo seremos, por cierto, al morir. En la sala de partos, uno que otro llora: también el dolor que habremos de infligir a los demás se ve, en este llanto, prefigurado. Hemos venido a generar lágrimas en torno nuestro. Los hay que contribuirán a colmar los océanos con ellas. Nuestra solemne iniciación en el morir: ya no tenemos escapatoria. Resta tan solo esperar. Como dice Heidegger: “Tan pronto un hombre nace, es ya lo suficientemente viejo para morir”. Por delante, un camino en el que, como decíamos, el dolor, el desencanto, las heridas, el miedo, la frustración sobrepujarán con mucho la felicidad –de la que conoceremos momentos, nadie lo niega, pero que siempre será, dada la naturaleza del vivir, inferior al coeficiente de tragedia con que habremos de lidiar–.
¿Qué felicidad no queda inficionada de tristeza, desde el momento en que se sabe finita? La muerte nos condena a sus trabajos forzados, desde el momento en que cobramos conciencia de ella. Solo una destreza contará de ahora en adelante: cómo enfrentarla, procesarla, transformarla, sublimarla, sobrevivirla bajo la forma simbólica del legado histórico. El arte de sufrir. El dolor físico no será poco. El dolor moral infinito. Y a eso hemos sido condenados. Nadie, jamás, en la historia del género humano, ha querido nacer. Si un “avance cinematográfico” de nuestras vidas nos fuese ofrecido antes de venir al mundo –pérdida de padres, hijos, hermanos, esposa u esposo, enfermedades devastadoras, terrores indecibles, pesadillas, fracasos, traición, soledad, frustraciones, derrotas, ridículo, crueldad infligida y padecida, injusticia cometida y sufrida, despojamiento de facultades, agresión, miseria, angustia– ¿quién aceptaría su rol?
Enteramente librados a fuerzas sobre las que no tenemos potestad alguna. Nosotros no vivimos: la vida nos vive. Y a ella, nosotros, individuos, la tenemos sin cuidado. Solo la especie cuenta, solo ella. Elle n´a que faire de l´individu. Hay niños que, tan pronto nacidos –como si intuyesen lo que les espera– mueren inopinada, inexplicablemente. El llamado “síndrome de muerte súbita en lactantes” (SMSL). Suele suceder entre los dos y los seis meses de edad. Suficiente tiempo para que cualquier ser viviente sienta, desde su entraña, a qué punto la vida es infame. Algo, en ellos, se dice: “no quiero estar aquí”. Quizás sea así de simple. El mundo será ruin, violento, estará ahí esperándonos, para comernos vivos. Sobrevivirán solo aquellos que mejor sepan llorar.
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