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La embriaguez del pensamiento

¡Es tan fácil!


Jacques Sagot



El obsceno sol matinal.  Un invasor.  Las filosas láminas de luz sajan las celosías, y llenan mi cama y mis paredes de barrotes oscuros que alternan con franjas procazmente amarillas.  


¿Puede la luz ser procaz?  Ya lo creo que sí.   Vulgar, violenta, inoportuna, zafia, como la de los quirófanos.  Siempre conspirando contra el misterio, contra la penumbra donde los sueños andan de puntillas.  Luz impúdica, esa que se mete por todos los entreveros del ser, desflorando el mundo, matando a puñaladas la poesía de los limbos, las albas, los crepúsculos.

 

Hay que salir de la cama y vivir.  La luz es una trompeta que convoca a los esclavos de la vida.  Ahora que lo pienso, el sonido de la trompeta es amarillo.  Color vulgar también.  Ya las sombras han sido expulsadas de mi cuarto.  Desalojadas por el sol abyecto, odioso, indecente de la mañana.  No, no suscribo al lirismo matinal.  Las alboradas de Peer Gynt, La Mer y Daphnis et Chloé son muy bellas, qué duda cabe, pero son música.  La música siempre es bella.  Además, yo puedo elegir olvidar que Grieg, Debussy y Ravel intentaron evocar un amanecer, y ver en sus iridiscencias orquestales lo que bien me plazca.  Esta luz, en cambio, es impositiva, los viscosos lengüetazos del sol, el violador, el que todo lo profana, todo lo penetra.  Cada segundo, setecientos millones de toneladas de hidrógeno son transformadas en helio… y esa porquería es la que llega hasta nosotros.  A mí, criatura plenilunar, hijo de la noche constelada, agredirme con este descomunal reflector cenital sobre mi cabeza, robando el agua de mi cuerpo, disecándome, y por toda compensación, regalándome alguna maldita vitamina cuyo nombre olvido y que, según los higienistas –¡esa oblicua y travestida forma de moralismo!– es indispensable para mi salud.

 

La ducha me apuñala la espalda con sus miríadas de dagas, frías al principio, ahora hirvientes como un malhadado géiser… nunca me toma menos de ocho minutos dar con la temperatura grata a mi cuerpo.  Entretanto, todo son sobresaltos, ya sea por el hielo o el magma que la aspersión espeta sobre mí.  Los hilitos son estiletes, sí.  Agudísimos, insidiosos.  Me acribillan ahora también el pecho, los genitales, las piernas, los pies, donde caen con fuerza redoblada debido a la distancia.

 

Tomo el jabón.  Hay en él un pelo.  No puede sino ser mío, pero eso en nada lo torna menos asqueroso.  Para desprenderlo de la barra debo hundir en ella mis uñas, y dejar un grabado, una especie de bajorrelieve en su superficie.  Supongo que tal cosa me permite calificar como un gran exponente del arte conceptual y aleatorio, ¿no es cierto?  Mañana someteré la pieza para posible exhibición en la exposición nacional de arte moderno que organiza el des-departamento de des-producción des-artística del des-ministerio de des-cultura, donde tengo uno o dos amigos.  Con seguridad, mi “propuesta” (así le dicen ahora), será “valorada” (y así se refieren a todo lo que represente emitir un juicio en cualquier orden axiológico concebible).  Tal vez merezca ser puesta al lado de la Merda d´artistade Manzoni, y llegue a cotizarse bien en el mercado del disparate.

 

Los talcos, los talcos…  ¡ah, eso sí es un verdadero placer de esteta!  Tomo el frasco… y lo descubro vacío.  Lo aprieto hasta la estrangulación, lo aporreo con saña, y no logro extraer más que un vaho blancuzco que cubre la superficie de los muebles y me hace estornudar.  Heme aquí privado del único placer matinal que la vida me depara regularmente.  A buen seguro, alguno de mis sobrinos habrá usado mi frasco para ducharse en talcos sin pedir mi autorización, y sin la consideración mínima de dejarme algún residuo que pudiese alertarme sobre su inminente agotamiento.  Ahora tendré que vestirme húmedo.  Execro a la humedad.  Es de la combinación del agua y el calor que surgen todas las alimañas del mundo, todas las bacterias, microbios, virus, parásitos, larvas, gérmenes, bacilos, hongos y sabandijas imaginables.  Los rincones húmedos y en sombra prefiguran siempre el sepulcro.  Ese sepulcro donde nuestro cuerpo delicuescente se convertirá en materia viscosa, semilíquida, en caldo glutinoso, y la forma se derretirá convertida en infecta gelatina orgánica.  El horror de la transición: eso que ya no es sólido pero no es todavía líquido.

 

Calcetines, calzoncillos, pantalones… este trámite se efectúa con relativa facilidad y de manera automática.  Pero la camisa… la camisa es otra historia.  Hoy tengo la reunión de… ¿a alguien puede importarle sobre qué verse mi reunión?  ¿Hubo jamás reunión alguna en la historia del mundo que fuese pasablemente interesante?  Tendré que usar la camisa formal.  La única que tengo.  La que suelo escribir con mayúscula: La Camisa, como si del arquetipo platónico de la prenda se tratase: absoluto, ideal, perfecto, eterno y flotando allá en el topos uranus.

 

Pero tan pronto me pongo la camisa se me viene encima todo el tedio del mundo, todo el spleen del sistema solar, todo el abatimiento de la Vía Láctea, toda la postración del Universo.  La camisa es enorme.  Solo el hecho de meterme las faldas constituirá una proeza vestimentaria de hercúlea magnitud.  Pero ahí siento las mangas… son largas, ¡tan largas!  El tipo de manga que se vuelve al revés, y debe abotonarse con mancuernillas.  Y las mancuernillas están en una cajita cuyo paradero ignoro.  Entretanto, las mangas me pesan, entorpecen el movimiento de mis brazos, desaliñadas, desquijaradas, con sus jetas monstruosamente abiertas, porque no aparecen los dos malditos adminículos que habrían de cerrarlas.  La sensación es intolerable.  Pero es que, además de las mancuernillas, las mangas son tan farragosas que requieren que uno haga pasar dos botones por sus respectivos ojales.  Luego, sobre la pechera, ¿cuántos malditos agujeros?  ¿Ocho, veinte, cien, mil, tres billones?  No lo sé.  Son demasiados, en todo caso.  Vistos desde arriba, los ojales pareciesen alinearse en una infinita, vertiginosa sucesión, y la impresión que me embarga –¡no, no es una impresión: es una certeza!– es que el dispositivo está dotado de no sé qué infernal capacidad de autorregeneración: conforme haga pasar cada botón por su estrechísimo, áspero, incómodo agujero, un nuevo ojal aparecerá, especie de ávida boca, reclamando su botón.  Y así, el proceso se convertirá en una reedición del mito de Sísifo. 

 

¿Cómo puede alguien fabricar una camisa con tantos ojales y botones?  ¿A qué torva obsesión puede obedecer este extraño, exasperante diseño?  Si me abotono el primer botón, sucumbiré –ya lo he vivido– a un violentísimo acceso de ansiedad, que me hará querer abotonar todos los otros ojales lo más aprisa posible, y en el proceso maldeciré, y mis manos temblarán, y sudaré profusamente, y seré presa de vértigo, de una suerte de incontrolable urgencia de terminar que me impedirá, justamente, completar el proceso.  No, no: nadie, en su sano juicio, puede hacer una camisa con faldas tan largas y tal rosario de ojales y botones sobre la pechera.  Y por lo que a las mangas atañe, la doble maniobra de las mancuernillas y los botones resulta constrictiva, asfixiante.  Una camisa así no puede desabotonarse: cualquiera optaría por desgarrarla en un desesperado gesto de libertad.  No puedo concebir que nadie proceda a deshacer todo lo que yo tendré ahora que enhebrar.  Ponerse y quitarse tal camisa es… es una ceremonia, una macabra liturgia, un suplicio psíquico –y físico, que los ojales tienen una textura tan burda y rugosa, que nunca dejan de maltratarme los dedos o descuajarme una uña–.  Bien que mal, soy pianista: debo cuidar mis manos.

 

Estoy en el centro de la habitación.  Vestido a medias, sin zapatos, y con la camisa sin abrochar.  El calor me hace sudar como un buey.  ¿Por qué no estallará el sol, de una vez por todas, en una cósmica convulsión que para siempre nos libere de él?  ¡Ah, si fuese yo uno de esos científicos locos que pululan en las películas de James Bond, ya habría diseñado un proyectil, guarecido en algún secreto bunker, que perforase su maligno corazón de hidrógeno y lo hiciera volar en miríadas de risibles porciúnculas, cual un barato fuego de artificio en una feria pueblerina!

 

Mi camisa, mi camisa, las dobles mangas cuelgan hasta las rodillas, y no soy capaz de abotonar el ojal que está justo ahí, en mi manzana de Adán, el que me va a estrangular por el resto del día.  No, no puedo abotonarlo.  Es excesivamente constrictivo, tendría que hacerlo frente al espejo.  El espejo está totalmente empañado por el vapor de la ducha.  Todo, en mi cuarto de baño como en mi habitación, es húmedo, tórrido y vaporoso.  Como si viviese en plena era carbonífera.  ¿Por qué debo tolerar todo esto?  ¿Soy acaso un anfibio antediluviano, un trilobite, una libélula de un metro de largo, un pez óseo y cartilaginoso que comienza a emerger a la tierra y repta miserablemente entre el fango?  Y entretanto, ahí cuelga la camisa, especie de ridículo pendajo, de pellejo textil, de colgajo ahora ensopado en mi sudor…  ¿Abotonar aquel esperpento?  No, no, no…  No puedo hacerlo.  No puedo porque no quiero.  O no quiero porque no puedo.  O digamos que ni quiero ni puedo.  Mi rebelión es absoluta e innegociable.

 

En la mesa de noche está mi revólver Smith and Wesson 60, que conservo bajo llave.  Y encontrar la llave será infinitamente más fácil que encontrar las mancuernillas.  ¿Matarse por tan poca cosa?  No es poca cosa.  Nada es poca cosa, o mucha cosa.  Todo es cuestión de circunstancia, de coyuntura, de acumulación de factores, de configuraciones del alea.  En un mal día, un hombre puede matar o matarse por la contrariedad que le produce el vuelo de un mosquito.  En un buen día, vencer a una armada rival que triplicaba en tamaño y poder bélico la escuadra de la que formaba parte.  Esa es la vida, y quien crea otra cosa se engaña amargamente.  No quiero vivir.  Estoy excesivamente irritado.  Deberé sobrevivir catorce horas de depresión, spleen, abatimiento, calor, humedad, constricción vestimentaria, afasia y ataraxia hasta que pueda volver a arrebujarme en mi cama.  No puedo vivir lejos de ella: todo lo que no sea su tersa superficie y la dulce topografía que mi cuerpo, con los años, ha esculpido en el colchón, me hace el efecto de una forma de exilio.

 

Será un día miserable.  La luz me abrió los párpados con sus ganzúas de metal herrumbrado, y desde entonces todo en torno mío se ha abocado a atormentarme.  Con saña, con ferocidad.  ¿Energía?  Sí, la tengo.  Desde que tomo los antidepresivos mi capacidad para la acción se ha incrementado.  La verdad de las cosas es que durante años no me suicidé por el mero hecho de que dirigirme a la mesa de noche, buscar las llaves de la gaveta, sacar el revólver, cargarlo, y descerrajarme un balazo en la jeta se me antojaba una faena realmente épica.  Pero ahora tengo la energía suficiente para hacerlo.  Y lo voy a hacer.  Aquí están las llaves.  Ya abro la gaveta.  El revólver duerme apaciblemente.  Me parece que me sonríe.  Es dócil, obediente, todo dulzura y mansedumbre.  Lo acaricio.  Mis manos disfrutan de la frialdad y lisura del metal.  Bello revólver, a fe mía.  Hay algo inherentemente voluptuoso, en el acto de acariciar un arma.  Si las disociamos de su función, descubriremos que son artefactos hermosos, esbeltos, firmes, admirablemente estilizados.  No siento miedo.  En lo absoluto.  Lo que voy a hacer me parece perfectamente natural, más aún, necesario, perentorio.  Cualquier otra cosa sería insensatez.  Tomo un papelillo al desgaire y escribo: “me asesinó la luz”.  Ello para aplacar la furia de cualquier investigación policial que pudiese suponer mano criminal.  Como último gesto, me arranco la infame camisa: no pienso morir como una marioneta, como una especie de guiñol con sus mangas desmesuradamente largas y su letanía de botones.  La sensación de libertad que esto me procura alcanza lo inefable.  Ahora procedo a meter el cañón en la boca, y jalar el gatillo.  A buen seguro, el ruido alertará a los vecinos, y alguien vendrá a buscarme.  He dejado la puerta abierta de par en par.  Moriré sobre la cama, sin aparato, sin melodrama, sin aspaviento, sin tremendismo, sin ruidosas caídas.  Es curioso: el gesto me parece ser la acción más natural, más simple y procedente que he ejecutado en mi vida. 

 

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La luz

Si miramos hacia arriba, a ese espacio infinitamente grande, oscuro y frio, en lugar de ver lo de abajo, comprenderemos que todas nuestras moléculas se generaron en alguna supernova, en un espasmo de luz. Por azar, o como resultado de leyes cosmológicas misteriosas, algunos millones de ellas confluyeron en este planeta anómalo y singular para formar seres de vida tan excepcionales como los humanos; algunos de ellos con la virtud de la creación, del arte para componer belleza o sentimientos; con el talento para convertir un acto tan cotidiano, como es el despertar de cada día, en una superior creación literaria.

Mi más sincera enhorabuena, maestro.

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