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La embriaguez del pensamiento

Foto del escritor: Bernal ArceBernal Arce

El cine como anestésico social


Jacques Sagot




El cine comercial es la morfina de los perdedores.  Examinemos algunos casos.  James Bond es un cretino.  Héroe arquetípico del descerebrado siglo que nos ha tocado vivir.  Informado, instruido -esto es, “que tiene los instrumentos”- pero inculto (lee revistas de deportes y negocios pero con seguridad desconoce “La Divina Comedia); destruye, con cada una de sus explosiones, bosques, montañas, archipiélagos (las películas recientes han tratado de promover, en vano, una imagen ecológicamente “correcta” de él); deriva todo su poder del músculo tecnológico (¿qué sería del pobre idiota sin sus relojes láser?); colma la fantasía suprema de todo pelele: poseer a cuanta mujer “exótica” se le cruza en el camino (el Agente 007 representa, mutatis mutandis, una versión plebeyizada y degenerativa de Don Juan); lamentable remanente de una mentalidad imperialista anacrónica, la nostalgia de una nación que, por fin, comprende que no es dueña del mundo, y crea un personaje de ficción para restañar su alicaída moral colectiva; finalmente, no es ni siquiera dueño de sí mismo: es un agente, un empleado de la corte, un ejecutivo “On Her Majesty´s secret service”.  Un agente, un simple agente… no lo olvidemos.  La suma de todos los antivalores imaginables.  No vayan a ver su última película.  Debemos boicotearla.


El 15 de agosto de 1947 la India, liderada impecablemente por Mahatma Gandhi, se independizó del Imperio Británico.  Fue un golpe al plexo de un imperio sanguinario, expansionista y voraz como pocos.  Dueña de una cuarta parte del mundo en un momento de su historia, Inglaterra tuvo que ver cómo, una tras otra, sus posesiones se le escapaban de las manos, tal el agua en un cesto de mimbre.  En 1953 Ian Fleming crea el personaje del súper agente secreto James Bond, 007.  En 1962 salió la primera película de la serie: “Doctor No”, con Sean Connery y su felino caminar desatando tsunamis de adrenalina, oxitocina, dopamina, serotonina y endorfinas entre sus adoradoras.  Con veinticuatro películas en su haber, la franquicia de James Bond vale, al día de hoy, más de 19 billones de dólares. 

 

La creación de Ian Fleming no es más que un enorme grito de desesperación y una nostálgica elegía al imperio que ya no era, que nunca más sería, que el resquebrajamiento de los colonialismos se había traído abajo.  Era imperativo restañar la moral del pueblo británico.  Hubo -es un hecho bien documentado- serias crisis depresivas y numerosos suicidios ocasionados por lo que se llamó “la añoranza del imperio”.  Siendo los seres humanos entes de emoción, pasión, y sentimientos movidos por el pensamiento mágico más que cogitadores cartesianos, la fantasía de James Bond resultó exitosa para paliar la crisis en que toda Inglaterra estaba sumida.  James Bond fue la Lisalgil, la Tylenol, la Enantyum de toda la comunidad británica.  “Perdimos el imperio, pero James Bond nos garantiza que en el momento en que queramos, podremos reconquistarlo” -era el mensaje tácito de las novelas y películas que el señor 007 protagonizó-.

 

Consideremos otro caso.  El 29 de marzo de 1973 las tropas estadounidenses se retiran de Vietnam del Sur, después de once años de permanencia. El frente defendido por los americanos se desmoronó de inmediato.  La devastadora ofensiva final comunista tuvo lugar en abril de 1975.  El 30 de ese mes los comunistas tomaron Saigón y los survietnamitas se rindieron sin ofrecer la menor resistencia.  El 2 de julio de 1976 el país se reunificó como República Socialista de Vietnam.  La guerra había terminado.  La derrota generó un trauma histórico sin precedentes en los Estados Unidos.  Los números eran inapelables: 58 000 muertos, 300 000 heridos, miles de soldados adictos a las drogas y fármacos, completamente incapaces de reintegrarse a la vida civil.  El fenómeno fue bautizado como “síndrome Vietnam”: la única derrota bélica de “the most powerful nation in the world” (George W. Bush, Donald Trump) en el siglo XX. 

 

Pero Hollywood reaccionó con presteza para apuntalar y revigorizar la alicaída moral nacional.  Surgieron las franquicias de Rambo; Rocky; Harry “el sucio”; Chuck Norris; Van Damme; Charles Bronson “the vigilante”; Indiana Jones; una nueva versión de Superman -el héroe estadounidense por excelencia-; Steven Seagal; Terminator; El increíble Hulk; los Súper héroes Marvel; los Súper Amigos; El hombre nuclear; La mujer nuclear; La mujer maravilla; Los ángeles de Charlie…  Toda una galería de musculosos monigotes, implacable vengadores o sagaces aventureros abocados a la misión de devolverle a los Estados Unidos su amor propio, su pisoteado orgullo patrio, y siquiera la ilusión de un hegemonismo militar aún intacto e imbatible.  Jamás en la historia del cine y la televisión estadounidense se había visto tal proliferación de héroes de palomitas de maíz y Coca-Cola.  Y una vez más, apeló al pensamiento mágico de una nación puerilizada que, en cierto modo, ha terminado por convertirse en una Disneylandia de 9 834 millones de kilómetros cuadrados.  El cine había, nuevamente, surtido su efecto analgésico y antidepresivo.

 

A principios de la década de los ochenta hace su aparición en Estados Unidos (particularmente en San Francisco, California) un fantasma, un trasgo que va inficionando de miedo a toda la nación: un “cáncer gay” que diezmaba a la población homosexual, que devastaba el sistema inmunológico de sus víctimas y acarreaba una muerte signada por el sarcoma de Kaposi: manchas violáceas y ulceradas sobre la piel.  “¡Es el flagelo con el que Dios reprende a los homosexuales, promiscuos y drogadictos!” -sentenciaron los sentenciadores profesionales que siempre han infectado al mundo-.

 

Y una vez más, el cine corrió a divulgar el mensaje urgente para la ocasión: “no more hanky panky”.  El sexo, solo en el contexto conyugal y doméstico.  Toda aventura o transgresión será implacablemente castigada.  Así rompieron récords de asistencia películas como “Atracción fatal” (con Michael Douglas y una demencial Glenn Close), “Instinto básico” (de nuevo, Michael Douglas exhibiendo sus posaderas con la sulfurosa Sharon Stone), y luego producciones como “Miradas en la despedida”, “Una helada temprana”, “Vivir hasta el fin”, “Los amigos de Peter”, “Filadelfia”, “Muchachos”, “Gia”, “Un año sin amor”… todos portadores de la misma advertencia: el sexo “transgresivo” acarrea la muerte, quédese en casa, no mueva un dedo, no se exponga, todo sexo es inherentemente riesgoso y letal, no respire, no palpite, no pestañee, no viva, no sea. 

 

“Eyes wide shut”, el canto de cisne de Stanley Kubrick (una obra maestra subvalorada), propone una perturbadora implosión entre eros y tánatos: toda aventurilla en la que el pobre Tom Cruise osa involucrarse termina en muerte.  La película es ominosa, torva, inquietante y angustiante mucho más que erótica.  Desde el principio, una mujer con su padre recién muerto en la cama asalta sexualmente a Tom Cruise, que no comprende la lúbrica reacción de la señora (no es psicológicamente incorrecta, por cierto).  Nos embarga todo el tiempo la sensación de que el sexo va inextricablemente ligado a la muerte.  La música de Ligeti y el fosco vals de Shostakovich contribuyen a bañarlo todo en un clima de peligro inminente, de pesadilla, de aterradora irrealidad.

 

La novella de Arthur Schnitzler que inspira la película hace de funámbula entre el sueño y la vigilia.  Es ambigua, enigmática, perturbadora, crepuscular.  El autor nos abre las puertas de un mundo anfibológico, que es a un tiempo real y onírico.  El personaje interpretado por Tom Cruise se llama Fridolin, y el de Nicole Kidman se llama Albertine.  Por lo que al pianista atañe, su nombre es Nachtigall (evocador, ¿no es cierto?)  Kubrick supo bañar su película en ese entreluz, ese duermevela, ese febril entresueño que constituye la esencia de la novella.  Y creo que la contraseña propuesta por Kubrick para que Tom Cruise logre infiltrarse en la mansión-templo donde se celebran oscuros ritos eróticos (“Fidelio o el triunfo del amor conyugal”: título de la única ópera de Beethoven) es infinitamente más eficaz que el que indica Schnitzler: “Dinamarca”.  Y ello porque en efecto, la heroína de Beethoven (Leonora) arriesga su vida disfrazándose de hombre (“Fidelio”) para sacar a su esposo (Florestán) de la mazmorra en que lo tenía cautivo el cruel Don Pizarro.  La figura de la mujer sacrificada, martirizada, pero infinitamente fiel y épica es una concepción específicamente beethoveniana y está también presente en la obra de Schnitzler.  Desde el punto de vista onomástico-simbólico, “Fidelio” es mucho más rico en resonancias que “Dinamarca”.  Hay un quantum inmensurable de violencia psicológica entre Fridolin y Albertine.  Una mutua canibalización, un deseo de destrucción y una sed de venganza que forman parte de ese avieso mundo en que la novella y la película se mueven.  Fuere como fuere, ni la obra de Schnitzler ni el film de Kubrick nos alientan en lo absoluto al sexo aventurero y clandestino.  La película es la más bella producción del cine disuasivo, el cine “alerta contra el Sida” que hizo eclosión allá a mediados de los ochentas.

 

Y es así, amigos, como el cine punge nuestros nervios más sensibles en los momentos justos.  Es un cirujano que opera con instrumentos de altísima precisión, y sabe exactamente cuándo hacerlo.  Su poder de manipulación psicológica es inmensurable.  Levanta la moral de un imperio hecho añicos, nos disuade de la práctica sexual mediante tremebundas visiones: el timor et tremor de Kierkegaard.  Tiene una capacidad de infiltración subconsciente y emotiva que puede ser usada para las mejores como las más abyectas causas.  Conviene ser suspicaz, y evaluar muy bien aquellas películas que constituirán nuestra dieta fílmica básica.  Saber detectar todo lo que en ellas puede haber de adoctrinamiento y de condicionamiento psíquico.  No ser inermes juguetes en sus manos.  No seguir a las masas, que consumen con fruición aquello diseñado precisamente para destruirlas.  Movilizar como nunca el espíritu crítico.  ¡Y de la televisión no hablemos: esa es la máquina de adocenamiento más eficaz y mejor lubricada que el mundo ha conocido!

 

He propuesto tres ejemplos en los que el cine corrió a modelar a su guisa el sentir masivo del ciudadano y del ars consumptor.  Igual podría haber mencionado diez.  El cine es un magnífico generador de lo que Noam Chomsky llama “consensos manufacturados”.  A través del cine muchas grandes potencias nos han convencido de la legitimidad de sus tendencias imperialistas, expansionistas, bélicas, de sus políticas exteriores llenas de malignidad y afán de dominación.  Todo cuanto viene del cine debe ser tomado cum grano salis, cribado por el espíritu crítico, cuidadosamente evaluado.  Dados sus inmensos recursos como generador de emociones, debemos ser particularmente desconfiados cuando intenta manipularnos a través de la falacia patética, esto es, el tipo de paralogismo en el que nuestros sentimientos son sobajeados y manoseados al antojo del director.  Hoy por hoy, el cine es algo de lo que conviene disfrutar… pero también protegerse.  Una paradoja más para la compleja historia del arte.

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