Nuestro sistema educativo se cae a pedazos
Jacques Sagot
Sucedió en el colegio Hernán Villa Baena, del barrio Goretti de Bello, Colombia. Una estudiante adolescente se acerca al escritorio donde dicta su lección la profesora, y le revienta un huevo en la cabeza. “¿Por qué hace usted esto?” -preguntó perpleja la docente-. “¡Porque a mí nadie me pone una observación en mi cuaderno de vida!” En efecto, la zarrapastrosa había sido objeto de una pequeña admonición escrita en su hoja de conducta. Cuando la profesora le dice que va a conducirla a la oficina del director, la guarra le vierte sobre la cabeza el líquido contenido de su termo. Esta grotesca farsa le ha dado la vuelta al mundo, y ha sido exhibida en todos los canales televisivos y redes sociales del planeta. Así que ya tenemos a una pequeña criminal en ciernes, convertida en figura mediática. A buen seguro no tardará en convertirse una “tendencia” en Twitter, y una “influencer” en muchas otras plataformas digitales: ¡nuestra sociedad premia a los malandrines con enorme exposición mediática y castiga a las personas decentes y discretas con la más absoluta indiferencia!
La verdad es que, a como andan las cosas en el mundo, la infortunada profesora debe dar gracias a Dios de que alguno de sus estudiantes no haya desenfundado una pistola y le haya llenado el cráneo de plomo (son incidentes que ya han tenido lugar en diversos países). Al día de hoy, escuelas y colegios son lugares de altísimo riesgo: en Costa Rica se han propagado y ritualizado los encontronazos físicos entre alumnos y alumnas, que combaten como profesionales de la lucha libre ante las barras eufóricas que los aplauden o abuchean, y la estatuaria impasibilidad de los profesores.
Resulta hondamente descorazonador ver la capitis diminutio que ha sufrido la autoridad docente, la figura del maestro, en escuelas, colegios y universidades. La autoridad magisterial se ha fragilizado, desmoronado como un cuadrito de azúcar al contacto del agua. El profesor no es ya un personaje que inspire respeto o admiración. Es un pelele (como el de Goya), un fantoche, un títere de sus alumnos, una figura patética y más aún, profundamente trágica.
Hay muchas causas detrás de este deplorable efecto. La primera de todas es que las familias no comprenden este axioma: la familia educa, la escuela instruye. Son nociones radicalmente diferentes. Instruir es -desde su raíz etimológica- proveer al estudiante instrumentos intelectuales que van a ser pertinentes y necesarios por el resto de su vida, cualquiera que sea la profesión u oficio que decida desempeñar. Educar es otra cosa: se educa para la vida, para el trato con los demás, para honrar los valores que permiten esa aventura llamada convivencia humana sobre el planeta, para amar, para respetar, para compartir, para ejercer la solidaridad, para la humildad, para la misericordia, para esa virtud que llamamos “decencia”, y que no significa otra cosa que el respeto a la integridad psicofísica de los demás. Todo eso lo da la familia. No esperen, señores y señoras, que la escuela opere como la paideia de los griegos de la Antigüedad, que la escuela le enseñe al niño cómo vivir, que lo prepare para aceptar su finitud de ser humano, que le enseñe todo lo atinente a su comercio con los demás seres humanos. La escuela no fue creada para suplir tales falencias en la educación de los alumnos (aunque, dada la negligencia parental, ha terminado por asumir también ese rol). En la academia un niño aprende un arsenal entero de recursos argumentativos, racionales, retóricos, intelectuales, analíticos, exegéticos, hermenéuticos, que le permitirán la comprensión y el decriptaje del mundo. Pero el saber-para-la-vida, el saber-por-la-vida, el saber-con-la-vida no es una meta pedagógica de la academia.
Los franceses tienen dos términos para aludir al sabio. Una cosa es un homme savant: una persona eminente por la vastedad de sus conocimientos y su expertease en ciertas -quizás muchas- áreas del saber. Tal es el caso del sabio “de laboratorio” o “de biblioteca”. Otra cosa es un homme sage. Este valiosísimo espécimen no ha menester de tres doctorados conferidos suma cum laude por Oxford, Yale y Cambridge. Aún más: podría ser una persona ignorante en términos estrictamente académicos. Pero, a su manera, es un sabio: posee una experiencia vital, una capacidad de observación y de análisis, una intuición humana, una sensibilidad social y un olfato de psicólogo de facto, que lo convierten en el eje de su comunidad. Es la sabiduría “de los ancianos” -como la llamaban en el contexto de tribus y clanes-.
El propósito de la educación familiar es crear hommes et femmes sages. Estos seres maravillosos no brotan por generación espontánea. Son tesoros vivientes, y su largo aprendizaje comienza en el seno de la familia. No, no, no esperen que la escuela suministre a los alumnos este tipo de sabiduría. Tal no es su función. Repito: la familia educa, la escuela instruye. Mientras los padres se desentiendan de sus hijos, y perezosamente releguen el trabajo de la educación en los explotados y abusados educadores, episodios tan bochornosos como el ocurrido en Goretti de Bello, Colombia, se sucederán en una escalada de violencia potencialmente criminal.
Asestarle zarpazos a los presupuestos de educación y cultura es una fórmula infalible para el desastre a mediano y largo plazo. La más deplorable idea en la Enciclopedia Universal de las Malas Ideas. Y la historia lo ha probado mil veces. Todo parece anunciar que se avecinan tiempos extremadamente arduos para los habitantes de este desangrado planeta que es la Tierra. ¿Cuáles arbotantes, qué puntos de apoyo nos permitirán sobrevivir a esta era de postración, incertidumbre, estancamiento económico, desplazamientos demográficos, crisis identitarias, muerte climática del planeta y pavor nuclear? ¡Precisamente el tesoro de la educación y la cultura, el pensamiento, la filosofía, la religión, las mitologías ancestrales, las bellas artes, las ciencias humanas, el acervo literario del mundo entero! Si nos privan de estas “reservas de biosfera” espirituales, moriremos la más indigna y miserable de las muertes.
Durante mis siete años como embajador de Costa Rica ante la UNESCO, París, tuve que estar presente en diversas reuniones del “G-20”, también llamado “Grupo de los Veinte”. Se trata de un foro intergubernamental que reúne a las principales potencias del mundo para coordinar políticas económicas y financieras. Sus objetivos son lograr la estabilidad económica mundial, promover regulaciones financieras y rediseñar la arquitectura comercial internacional. Los integrantes de este magno corpus de genios imponderables eran… banqueros, ministros de economía, mercachifles y usureros glorificados, financistas, magnates del petróleo, especuladores, pulperos sublimados, recaudadores de impuestos, cajeros y contadores de billetes profesionales. ¡Cielo santo, con qué desesperación eché de menos la presencia de así no fuese más que un filósofo, un humanista, un antropólogo, un sociólogo, un escritor señero, un artista, un filántropo, un científico del quilataje de Einstein, Russell, Pauling, Heisenberg o Planck! ¡Cuánto daño le ha hecho al mundo el fetichismo economicista, su inherente miopía, su estrechez de miras! Así que tales son las manos en las que hemos puesto el futuro del linaje humano: pulperos ensoberbecidos y deificados por nuestra ingenua y descriteriada sociedad.
Las democracias mueren bajo los embates de la ignorancia, la incultura y la desinformación. No invertir en educación y cultura es firmar un acta de defunción ante facto. La responsabilidad recae sobre los gobernantes, los políticos de turno, los ministros inoperantes, el periodismo gonzo y los medios de información que nos empujan garganta abajo la bazofia de la frivolidad, la vulgaridad, la pachuquería y los antivalores de la cultura de la farándula y la pasarela. La historia los juzgará con implacable severidad. De hecho, ya lo está haciendo, pero los aludidos son demasiado imbéciles como para darse cuenta de ello. Como decía el pedagogo y escritor estadounidense Amos Bronson Alcott: “La enfermedad del ignorante es ignorar su propia ignorancia”.
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