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La embriaguez del pensamiento

Foto del escritor: Bernal ArceBernal Arce

Soy Sherezade


Jacques Sagot




La muerte no puede prenderme.  No puede, no puede.  Estaría con ello perdiendo al mejor de sus bardos, a su gran glosador.  Es vanidosa, desea ser tratada como una dama: ¡más aun, como una reina!  Anhela hacerse querer. La hemos calumniado, aborrecido, conjurado desde tiempos arcaicos.  ¡Y ella, la pobre, que tan solo quiere un poco de ternura!  Así que no podrá llevarme, esto es, a menos de que no haya salido por ahí algún rapsoda más halagador que yo.  Estoy, como Sherezade, condenado a contarle un cuento, poema o reflexión todas las noches.  La noche en que no lo haga, o que mi imaginación se esterilice así no fuese más que momentáneamente, será la noche de mi muerte.  Compro mi vida a punta de relatos.  Sé que le gusto, o por decirlo mejor, que le gusta la manera en que narro mis locuras, las mil y una formas en que puedo lisonjearla.  Gozará de mí hasta que se canse de mis apologías.  Y entonces me destituirá de la vida, y se deleitará con los poemas de otro trovador.  Porque es promiscua, la alacrana: se mete en las camas de todo el mundo sin pedir permiso, y los rapta, furtiva como un ladrón en la noche.


Pero por lo pronto no tengo de qué preocuparme: la soberana se declara contenta con los escritos de su vate predilecto.  Vivo días de terrible ansiedad, cuando llega la noche y mi pluma está paralizada ante “el vacío papel defendido por su blancura” (Mallarmé).  Y mi sufrimiento es infinito, y siento miedo, y cuanto más me esfuerzo por encontrar las palabras, más me dejo ganar por el terror.  A veces el poema está listo durante la mañana.  Otras veces me sorprende la alta noche sin haber podido escribir algo siquiera pasable.  Y mi literatura denota la fatiga y el miedo que me embarga en este pacto singular.  Aun seriamente enfermo debo cumplir con mi poema, mi epopeya, mi glosa, por breve que sea.  Es puntual, terriblemente puntual: hacia la una de la mañana llega siempre a solicitar su poema.  Lo lee ahí mismo, y yo entretanto trato desesperadamente de hurgar en su rostro la menor traza de satisfacción, o por el contrario, su decepción.  “Puedes cantarme mejor” -me dice en esos casos, y se retira visiblemente defraudada por el escrito de turno-.  Y si esto sucede dos o tres veces consecutivas, ella, en su aberrante narcisismo, hace traer poetas de todos los rincones del mundo, y yo entonces preparo mi nuca para el verdugo.  Desde la madrugada comienzo a oír los martillazos que preparan el cadalso.  A buen seguro seré decapitado antes del mediodía.


Pero no nos adelantemos a los hechos.  He visto a algunos de mis más ambiciosos contendores caer cercenados en medio de alaridos, cuando el guillotinador suelta la lámina de metal.  Cincuenta kilos de acero, dos metros de altura, el cuchillo que saja la cuarta vértebra cervical, para ser precisos.  Claramente, yo le soy simpático.  La palabra, siempre la palabra viene en mi auxilio, y ante ella aun la muerte siente respeto.  Pero, se dirán ustedes: ¿qué clase de vida es esta?  Escribir para no morir: es tan simple como eso.  Buen ejercicio de disciplina.  Todos los días del mundo -¡todos!- debo de producir una página de buena prosa o un poema en loor de su Majestad.  A veces me siento extenuado, y ganas no me faltan de decirle de una vez por todas: “Déjame morir”.  Pero el instinto de vida no me lo permite.  Debo seguir.  No quiero ser segado, no quiero su beso frío que me deja escarcha en los labios.  Sin embargo, tampoco es justo que deba prorrogar mi vida al precio de inagotables retruécanos verbales o de metáforas inusitadas.  A fin de cuentas, es un plazo, y lo propio de los plazos es expirar.


¿Quieren saber ustedes cómo es ella?  Asume los rasgos de mujeres diferentes cada noche, cuando viene a inspeccionar mi trabajo.  Un día su piel es blanca, con cabellos que parecen trigo limpio; otras veces me sorprende con esa piel cobriza que he llegado a amar; a veces diríase una valquiria, otras una simple brunette de cuerpecito compacto y frutal; la he visto ostentar su piel dorada o aceitunada…  Es la misma mujer, pero tiene el poder de la mutación.  Siempre bella, en cualquiera de las formas que asume para presentarse ante mí.  “Ella no es, cada vez, ni exactamente la misma, ni completamente otra” (Verlaine).  Sabe perfectamente el poder de seducción que sobre mí tiene.  Pero está ahí para ser cortejada, nada más.  ¡Ay del pobre idiota que en sus brazos se lance!  Mirarla de lejos, he ahí todo cuanto puedo hacer.  Una coqueta, eso es lo que es.  Poéticamente sobornable.  Es mujer: ¿hace falta decir más?


Bueno, he cumplido con su página lírica del día.  Por lo menos ya sé que mañana no ha de rodar mi cabeza.  El día llegará en que haya agotado mi numen poético, y sospecho que no va a ser cruel: posiblemente una corta pero fulminante enfermedad, una crisis cardiaca, algún virus que invada mi ya de por sí minado organismo.  Algo rápido, que no me hará sufrir desmesuradamente.  Jamás la ignominia de la guillotina.  No pregunten cómo lo sé, pero siento que me va a matar a pesar suyo, porque, después de todo, a eso ha venido al mundo.  Le dolerá silenciar para siempre a su bardo favorito.  Pero la hora vendrá en que aun la palabra tendrá que deponer sus poderes, y no pediré clemencia.  Mi canto quedará, mi canto, mi canto.  Todo lo demás carece de importancia.

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