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Foto del escritorBernal Arce

La embriaguez del pensamiento


Bajo la bota del pachuco


Jacques Sagot



Costa Rica es una sierva menguada de la dictadura del pachuco.  Desgraciadamente, existe eso que se llama la canalla.  Era con ese término con que se designaba en el siglo XIX a lo que hoy llamamos la chusma.  La palabra ha generado una abundante sinonimia: naco (México), guarango (Argentina), zafio, chusco, palurdo, zarrapastroso (España), redneck, cracker, hillbilly, white trash, scanger, greaser (Estados Unidos), beauf, plouc, péquenaud, rustre, bouseux (Francia), pachuco, nuevo rico, gentuza, populacho, turbamulta (Costa Rica), chav (Gran Bretaña), bogan (Australia), gopnik (Rusia), dresiarz (Polonia), Tölpel (Alemania), lumpenproletariat (término universal creado por Marx pero degradado semánticamente en el curso del siglo XX).


 Según Octavio Paz, el pachuco era el fenómeno gemelo del zazou en Francia después de la Segunda Guerra Mundial: el eslabón entre las dos culturas, la mexicana y la estadounidense.  Es probable que la etimología de la palabra pachuco provenga del náhuatl: (pachoacan: lugar donde se gobierna), connotando quizás que el pachuco gobierna algo (un burdel, una pandilla, un barrio), y nada tiene que ver con Pachuca, capital del Estado de Hidalgo, cuya raíz náhuatl es pachuca (patlachihuacan: lugar de plata y oro).  Otros estudiosos sostienen que la palabra se deriva de pocho, un término argótico usado para designar un mexicano nacido en los Estados Unidos.


Pero el origen del término pachuco se complica más con una tercera hipótesis: la palabra provendría de la contracción de la expresión “los que van pa´l Chuco”, esto es, los que van a El Paso, Texas.  “El Chuco” es una denominación que se le da a El Paso, en la frontera con Ciudad Juárez, Chihuahua.  Los pachucos, originalmente, eran aquellos que cruzaban la frontera desde Ciudad Juárez hacia El Paso, en un flujo cultural histórico y constante.


La jerga callejera o argot costarricense conocido como “pachuco” es una corrupción regional del castellano, contaminado por expresiones espurias de uso popular (algo similar al lunfardo rioplatense).  El Código Malespín fue ingeniado por el general salvadoreño Francisco Malespín durante las guerras civiles centroamericanas del siglo XIX.  Tanto la palabra “tuanis” (muy bien) como la palabra “brete” (trabajo), usadísimas en Costa Rica, se originan en este curioso código, que simplemente consiste en sustituir A por E, I por O, B por T, F por G, P por M, y viceversa.  La jerga pachuca comenzó como un sociolecto popular urbano (¡no rural!), típico hijo de las barriadas y arrabales, de las zonas más ineducadas de la ciudad, aunque hoy en día se ha extrapolado a la totalidad de la superficie social, y ya poco tiene que ver con las clases desfavorecidas.  De hecho, el pachuquismo es más frecuente entre los “niños y niñas de papi”, los nuevos ricos, los arrogantes millennials, que se toman a sí mismos por el télos (Aristóteles) de la historia humana, reyes en una sociedad efebofílica que se rinde a sus pies, al tiempo que los corrompe y manipula.


La contracultura pachuca se pretende anti-intelectual, anti-elitista, anti-retórica, anti-institucional, anárquica, representante fidedigna de la cultura popular, y reclama para sí el respeto que merecería un ciudadano con cincuenta doctorados honoris causa en ristra.  Es un fenómeno social relativamente reciente en Costa Rica.  Se ha propagado con celeridad metastásica, y ha gangrenado la totalidad de la sociedad: púlpitos, iglesias, curules, aulas, ministerios, municipalidades, oficinas gubernamentales, burocracia de todos los niveles, gremios artísticos, deportes, universidades, estrados, asambleas legislativas, poder judicial, poder ejecutivo, presidencia de la república, festejos populares, medios de comunicación, farándula, periodismo rosa, conferencia episcopal, nunciatura apostólica, publicidad, teatro, radio, redes sociales, internet, maestros, alumnos, futbolistas, juntas directivas, bancos, instituciones autónomas, humoristas… es un cáncer que ha colonizado la totalidad del corpus social.  Incluso una buena parte de la intelectualidad y la intelligentsia académica ha sucumbido a su hechizo, y juzga de buen ver expresarse en pachuco.


Asistimos a la eclosión de un espécimen que no tenía precedente en nuestra cultura: el ignorante orgulloso de serlo.  Reivindica, glorifica y proclama su ignorancia.  Se equipara en ella a los más cultos y refinados espíritus, exige para sí el mismo tratamiento.  Es furioso, contestatario, camorrero (esas características proceden de otros dos adjetivos: resentido y acomplejado).  Otrora el ignorante sufría con su condición y procuraba superarla.  Hoy la esgrime como un título de gloria, como un blasón y una heráldica guerrera.  Ha colonizado todos los espacios de la sociedad, pero persiste en declararse marginado.  La verdad es que es el actual dueño de la cultura: ocupa tanto el centro como la periferia del círculo.  Se propone como mártir periférico, pero en realidad es un reyezuelo de pacotilla que ha enfeudado también el centro del disco.  La telebasura y La Nación –entre otros pasquines– les da tarimas, altoparlantes, balcones, promoción, visibilidad, omnipresencia mediática y prestigio.  Los proponen como modelos para la emulación.  Los convierten en prima donnas, en leyendas urbanas, en héroes populares.  La telebasura es la principal responsable de este estado de cosas, y será ante la historia y la posteridad que tendrá que dar cuenta por sus nefastas políticas de programación.


La revolución pachuca es la única revolución del mundo que ha carecido de programa ideológico.  No propone nada.  No aporta nada.  No defiende nada, a no ser el derecho al pachuquismo: es, así pues, autorreferente.  Es vacuidad pura.  Vive de la negación.  La negación de los valores estéticos juzgados canónicos, y de la moral tradicional.  Pero no nos proporciona sucedáneo alguno a sus refutaciones.  Es insolente, irrespetuosa y profana por el mero gusto de serlo.


Hoy en día se asume que la irreverencia es un valor per se, en cualquier coyuntura en que se presente.  Craso error.  La irreverencia será un valor o un anti-valor únicamente en tanto se manifieste en situation.  Ser irreverente ante un torturador nazi es un valor.  Ser irreverente ante la Madre Teresa de Calcuta es un execrable y gratuito anti-valor.  Pero la gente se precipita a aplaudir a tal cineasta, a tal pintor de vanguardia, a tal novelista “por su irreverencia ante los cánones sociales y estéticos tradicionales”.  Esto es una idiotez.  Hay cánones tradicionales que son perfectamente respetables.  Entonces se habla de “romper esquemas”.  ¿Por qué habría de ser este gesto inherentemente valioso?  Hay esquemas que funcionan absolutamente bien: “en todo triángulo rectángulo el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma del cuadrado de los catetos”, por ejemplo.  ¿Por qué habríamos de querer revertirlos, y qué mérito hay en ello?  Los “rompedores de esquemas” deberían dejarnos descansar de tiempo en tiempo de su esquema consistente en romper esquemas: ¡porque ese es también un esquema, in case you hadn´t noticed!  Que apliquen contra sí mismos su propio arsenal rupturista, deconstruccionista o simplemente sus pinches rabietas de insolencia y procacidad.  La “ruptura de esquemas” se ha institucionalizado y fosilizado: ya no representa un acto de insurgencia: nada podría ser más fácil que suscribir a esa descerebrada actitud.  Valientes son, antes bien, aquellos que defienden los esquemas y estructuras que durante siglos han encapsulado lo mejor del ser humano.  Los mal llamados “tradicionalistas” o “conservadores” (ambos términos son misnomers).


Se piensa desde el habla, se habla desde el pensamiento.  El pensamiento y la palabra se producen recíproca y circularmente.  Es el tipo de causalidad que Edgar Morin hubiera llamado “organizacional recursiva”.  El tema es de la mayor importancia.  Los costarricenses enfrentan un problema de lectoescritura que los está ahogando en la imbecilidad.  Primer punto: no saben leer.  Deletrean, sí, pero eso no es leer.  De ello se sigue que no saben escribir.  El inevitable corolario de esta doble limitación es que tampoco saben hablar.  Y la conclusión final e inexorable de estas lamentables taras es que ya no saben pensar.  “La corrupción de los pueblos comienza con la corrupción de su lenguaje” –decía Confucio–.  Y así, amigos, mueren las democracias, y la ciudadanía se convierte en rebaño, adocenado, dócil y manipulable.  A golpes de ignorancia, de chusquería, de pachuquismo.


Que ni por un momento se imagine nadie que el pachuquismo se reduce a una inocua práctica lingüística.  Nada de eso.  Es portador de una ideología nefasta: xenofobia, machismo, homofobia, misoginia, racismo, supremacismo, sexismo, violencia, agresión, discriminación, delincuencia, obscenidad, resentimiento… un verdadero compendio de todos los anti-valores imaginables.  Los sesudos catedráticos universitarios que lo postulan como “un sociolecto popular urbano perfectamente legítimo” no han estado nunca –resulta palmario– en la gradería de sol del estadio Ricardo Saprissa, cuando el equipo enfrenta a su archirrival, la Liga Deportiva Alajuelense.  No saben de lo que hablan.  No se han dado un verdadero chapuzón en esta infecta marisma.  El quantum de odio, ira, rencor, agresividad y criminal vesania que las masas de pachucos proyectan es simplemente aterrador.  Ya los pachucos futboleros han incorporado a sus códigos sígnicos (gestuales tanto como verbales) el lenguaje de las maras, de las bandas de asesinos y narcotraficantes más temidas de los Estados Unidos, México y el norte de Centroamérica


Es con irresponsabilidad y desconocimiento de estos hechos que varios dramaturgos, cineastas y escritores costarricenses han adoptado el habla pachuca, a fin de pasar por graciosos o ganar puntos con el corrompido y primario ars consumptor del país.  El pachuco no es el equivalente contemporáneo del habla costumbrista y campechana de Aquileo Echeverría, Magón, Joaquín García Monge, Carmen Lyra y Carlos Salazar Herrera, todos ellos escritores egregios.  No se engañen al respecto.  Estamos aludiendo a un fenómeno muy diferente.  Resulta crucial distinguir entre el campesino y el pachuco: son especímenes radicalmente diferentes.


En tanto que arquetipo social, la figura del pachuco es rentable –qué duda cabe–.  Hace reír a la gente con sus chusquerías y su humor ofensivo y bestial.  Tal es la razón de su ubicuidad en medios como La Nación, La Extra (ya extinta), La Teja, La República, Repretel, Canal 8 Multimedios y Teletica canal 7.  Siempre se puede contar con estos evangelistas del periodismo para el embrutecimiento y la prostitución mental de nuestro país.  Repito: el pachuco no es “irreverente”, no es un “rompedor de esquemas”, no es “un héroe social marginado”: es, al día de hoy, el dueño, el monopolizador de la totalidad del espacio mediático y de la sociedad.  Un dictador de facto.  No opera desde las épicas trincheras de la contracultura, no representa una cultura “de la résistance”.  Muy por el contrario, es el alma de la cultura “oficial”, “institucional” y hegemónica.  Tengo la certeza de que la historia será severa con los que propiciaron tal estado de cosas, con los que “empoderaron” al pachuco, y lo convirtieron en símbolo nacional, en sujeto de culto, en vedette farandulera.  





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