Mujer - golosina
Jacques Sagot
No toda metáfora es hija de Erato. No todo símil es poético ni es dictado al oído de los hombres por el numen lírico. Que lo diga, si no, la mujer que ha cruzado la línea de fuego de las construcciones sobre la vía pública, de las graderías de sol en los estadios, de los proyectiles verbales espetados desde los vehículos donde, bien parapetados tras sus volantes, los francotiradores escogen los blancos femeninos más expuestos y vulnerables.
Para salir indemnes de tales bombardeos, las mujeres de nuestras tropicales latitudes han debido desarrollar una forma de sordera automática que se activa tan pronto se les viene encima el aguacero de gestos simiescos, onomatopeyas e inimaginables ofertas sexuales. Para la mujeres que recorren nuestras calles capitalinas, el pasar frente a una construcción constituye una especie de rito iniciático: quien sobrevive a tal prueba puede atravesar sin temor el infierno. Es un verdadero Blitzkrieg donde los machos, aliándose unos a otros y atacando –como suelen hacerlo- en jaurías, verbalizan sin ambages su furor hormonal.
Al considerar el registro semántico dentro del cual se inscribe la mayoría de estas “metáforas”, salta a la vista lo siguiente: la mujer es en primer lugar una golosina, un comestible, algo para ser degustado, consumido y excretado. Paso revista a las expresiones más frecuentemente utilizadas –y guardémonos de suponer que esto es “cosa de pachucos”: no todo pachuco es agresor, y la mayoría de los agresores aquí aludidos no son precisamente lo que convendríamos en llamar “pachucos”-.
Comencemos con el inventario: “rica” (pronúnciese arrastrando la “R” de las manera más lasciva y dilatoria posible); “deliciosa”, “melones”, “limoncitos”, “huevos fritos” y “pechuga” hacen referencia a los senos según su tamaño aparente. “Papaya”, “empanada”, “panocha”, “tajada” y “tamal” para metaforizar el pubis. “Queques” y “chanchos” para designar las nalgas. ¿Quieren que siga?
Esto no es ficción: lo sabemos todos los costarricenses, forma parte de nuestra habitualidad, lo puede corrobar aún el más desprevenido transeúnte al recorrer cualquiera de nuestras áreas metropolitanas: zonas rojas como recintos universitarios, barrios residenciales como centros comerciales: es la manifestación pandémica y generalizada de una ferocidad que constituye, hoy por hoy, el rasgo distintivo de esa variedad de homínido que constituye el macho costarricense. Cuando la agresión se torna consuetudinaria, tendemos a considerarla algo natural, folclórico, parte misma de nuestra identidad. ¡Pues no! Nada hay de natural en ello. No por ser perpetrada mil veces al día deja una práctica social de constituir una aberración, y de degradar tanto al agresor como al agredido.
Y no hablemos de la parafernalia gestual, de los gimoteos y sonidos inarticulados que suelen acompañar esas sublimes figuras retóricas: salivación, vibración de lenguas bífidas y retráctiles de serpientes, improvisadas y mandrilescas coreografías reveladoras de inusitado talento mímico… ¡qué decir! Un gesto característico es emitir una sibilancia húmeda, practicada mediante la inhalación, y no, como sería caraterístico, durante la exhalación. Es una “S” pronunciada “al revés”, esto es, “hacia adentro”, y que contaminada por la saliva asume también el sonido de una “R”: “Rshshshshshshssssssushhh”: es el tipo de expresión con que celebraríamos el sabor de un platillo exquisito. De hecho -es cosa que ya mencioné- hay un dúo de cantantes españolas que pusieron de moda una tonadilla barata cuyo estribillo era “devórame otra vez”. Previsiblemente, la cantaleta tuvo un éxito inmenso en Europa como en Latinoamérica.
Así pues, mujer comestible. Mujer para ser paladeada, chupada, ingurgitada. “Se nota que estás comiendo secretaria” -le dijo, con guiño de ojo inequívoco, un burócrata a otro-. La expresión estadounidense “to eat pussy” -alusión a la práctica del cunnilingus- no podría ser más explícita. Tal pareciese que el mayor honor que se le puede rendir a una mujer es devorarla. El “bombón”, el “porcionzón” (que alude principalmente a las nalgas y la vulva), la mujer comida “en su propia salsa” (las secreciones lubricantes de las glándulas de Bartolino: una metáfora de evidente filiación gastronómica)… son todas expresiones que he catalogado y estudiado con celo de verdadero coleccionista. ¿Que todo esto es de un mal gusto ofensivo? ¡Ese es el menor de los problemas! Lo verdaderamente deletéreo del caso es la concepción de la mujer implícita en tal sociolecto. Es por ello que urge someterlo al instrumental teórico de la sociología, de la lingüística, y de la teoría de género.
Dejemos de lado el asunto de la cosificación y de la reducción de la mujer a instrumentos de gratificación masculina -endémicos aspectos del problema harto señalados-. Quisiera sugerir más bien otra vertiente para la reflexión. Hela aquí. Digerir un alimento significa degradarlo, reducirlo a sustancias asimilables por el organismo. Y esta es, a mi juicio, la palabra clave en la línea interpretativa que propongo. Asimilar significa asemejar -convertir en símil- homologar, violar el principio de alteridad, hacer del otro un simile, una réplica, reducirlo a los términos del asimilador. Las enzimas digestivas tienen por función degradar el alimento de manera que este quede reducido a aquellos componentes que son compatibles con el sistema digestivo, y de los que el cuerpo puede extraer nutrientes básicos. Pero el verbo asimilar debe ser aquí considerado en toda su plurivocidad, y no solamente en el sentido de la asmiliación biológica de vitaminas, proteínas o minerales.
Se habla también de asimilación en el contexto de toda gestión colonialista, cuando una potencia hegemónica, convencida de su “misión civilizadora” en el mundo se aboca a la campaña de deculturización del pueblo colonizado. Bien es sabido que los franceses hacían repetir a los niños en las escuelas argelinas una canción que comenzaba así: “Nuestros ancestros los galos…” El objetivo de tal política educativa era hacer de Argelia una metástasis cultural de Francia: privarla de memoria colectiva, reescribir su historia, arrebatarle su identidad y su autonomía, fagocitarla y absorberla culturalmente, convertirla en su réplica, y no tener que afrontar la terrible amenaza de la alteridad, de lo irreductible y lo soberano, de la esencial opacidad del otro. Muchos y fascinantes son los puntos de contacto que existen entre el discurso postcolonialista y los modernos discursos feministas: en ambos casos el insidioso proyecto asimilador es expuesto como lo que es: un conjuro contra la siempre inquietante diferencia cultural.
Mujer digerida es mujer asimilada, mujer reducida a nutriente del hombre, a símil privado de soberanía y autonomía ontológica. Nada podría ser menos inocente que los “piropitos” comestibles que las mujeres de Costa Rica deben “encajar” día tras día. Sepan, amigas, que cada una de estas despreciables “metáforas” llega a ustedes grávida de una carga ideológica milenaria: si les cayera un piano desde un décimo piso el daño no sería mayor. Claro que también el Cantar de los Cantares -objetarán algunos- propone metáforas frutales para aludir a los senos de una mujer, pero aquí se trata de algo radicalmente diferente: una cosa es el amor-liturgia, la eucaristía de los amantes, y otra un vulgar hartazgo. Pero no nos vayamos ahora por esos andurriales, que eso será tema de otro artículo.
El sojuzgamiento y la marginación de la mujer comenzó con la palabra, y es por medio de ella -de su radical reformulación- que habrá también de ser superada.
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