FACILITO, BIEN FACILITO
Jacques Sagot
¡Ay, este pobre país mío, que a punta de jugar de “vivillo” ha terminado por quedarse sin eso que constituye la dignidad de los pueblos: la ética del trabajo! La nuestra es una cultura basada en la asunción de que todo debe sernos regalado. Nacemos programados genéticamente para ello. Criaturas entre valetudinarias y ladinas, que esperan el socorro de todo el mundo, que vociferan por la inviolabilidad de sus derechos pero no empuñan la responsabilidad de sus deberes. La cultura de la facilonguería.
¿El Estado? Una ubre (¡ya tan reseca y prostituida, la pobre!) de la que tenemos que colgarnos como lechoncitos ávidos hasta extraer la última gota -empujando y mordiendo a los demás- para nuestro individual, exclusivo beneficio. Estado -mamá, Estado-abuela regalona, Estado-San Nicolás, Estado-gallina clueca. Exigir, llorar, patalear… y minimizar tanto cuanto nos sea posible la dación individual, el aporte personal al sistema del que tanto esperamos.
Creo aún y siempre en la configuración política que me permitió crecer y desarrollarme como ser humano y -lo que es más difícil- como persona. Mi vida hubiera sido inconcebible sin el modelo de la medicina socializada y la educación pública. Empero, estoy convencido de que la social democracia debe evolucionar, porque el mundo en el cual se inscribe ha evolucionado, y que los costarricenses deben dejar de ver en el Estado una exención automática de todo deber, de todo esfuerzo, de toda responsabilidad.
Acogernos a la mentalidad del “debilito” se ha convertido para nosotros en una estrategia vital. Buscar los atajos, vadear los obstáculos (sean estos entendidos en su más saludable sentido), saltarnos las pruebas de iniciación, esperar el huequito providencial por el cual podamos colarnos sin tener que escalar la muralla, anatematizar la noción de competencia… todo eso define una forma de concebir la vida que puede resumirse de la siguiente manera: el esfuerzo no es un gozo en sí mismo, sino un fastidio que conviene esquivar.
Nos equivocamos: ¡ya lo creo que el esfuerzo es un gozo en sí mismo! El resultado no es más que su bien merecida culminación. Un pianista puede invertir 5 000 horas para un aplauso que dura 5 minutos. ¿Qué significa esto? Que el aplauso, corroborante y delicioso, no es sin embargo el fin último del esfuerzo: que el gozo consistió precisamente en la práctica y las diversas fases de la preparación. Buena metáfora, creo yo, de lo que toda ética de trabajo debería postular.
Un ejemplo entre mil: de un tiempo acá resulta que todo mundo en Costa Rica es Doctor cum laude. Tenemos universidades -públicas como privadas- que regalan doctorados “de incubación acelerada”: en cuestión de dos años, cepas enteras de doctores son lanzadas extra muros para integrarse egregiamente a la sociedad. ¿Qué clase de remedos son esos? A menos de que sea uno Descartes, nadie, bajo ninguna latitud del planeta, puede obtener un doctorado con menos de seis años de estudio intensamente focalizado. ¿Quién engaña a quién? La universidad engaña al estudiante permitiéndole saltarse con garrocha el proceso que debía haber sido vivido con gozo; el estudiante engaña a la universidad escurriéndose a través de toda suerte de resquicios curriculares; ambos estafan al país. Y Costa Rica… pues esa se ha hecho tan cínica que se deja estafar gustosa. Ha terminado por aceptar que ese es el tenor de su cultura, de su nefasta urdimbre de anti-valores.
Nuestra relación con la realidad está regida por cinco deplorables principios. Primero: el mundo nos lo debe todo. Segundo: la naturaleza del proceso no cuenta, solo cuenta chapotear de cualquier manera posible, ojalá apoyándose sobre las cabezas de los demás. Tercero: el Estado es una mamá ubérrima que debe proveer por absolutamente todas nuestras necesidades. Cuarto: la comodidad y la contentera deben estarnos garantizadas; la competencia, la excelencia y la disciplina son amenazas que urge conjurar a toda costa. Quinto: hay que vigilar con mirada acerada de lince que nuestros derechos sean respetados… el cumplimiento de los deberes, en cambio, puede ser vigilado por un dromedario con narcolepsia y una sobredosis de somníferos.
El TLC de 2007 puso en la picota tres conceptos tan erosionados que ya no hay ni por donde agarrarlos: autonomía, soberanía y recursos naturales. Yo voy a proponer tres ecuaciones correlativas: autonomía = inteligencia; soberanía = inteligencia; recursos naturales = inteligencia. Nunca, en lo que llevo de vida, había yo visto en mi país tal grado de indigencia intelectual. Pensamiento “macdonalesco”, predigerido, pasteurizado y homogeneizado: “perder la autonomía”, “perder la soberanía”, “perder el control sobre nuestros recursos naturales”… Falso, falso, falso. Porque como afirmaciones ignoran lo que les conviene ignorar y sobredimensionan una amenaza que -y digo esto desde el fondo de mi conciencia ciudadana- no es tal. Tres eslóganes del terror, tres fórmulas registradas, tres maneras de asegurarnos de que todo en la vida nos vaya a seguir llegando facilito, facilito, ¡siempre facilito! Uno de los rasgos más problemáticos del TLC es que nos sacaría de nuestra zona de confort, nos obligaría a competir, y a integrar a nuestra mentalidad las importantísimas nociones de eficacia, de eficiencia, de operatividad y de funcionalidad, cosa que asustó a muchos.
Hay ciudadanos -las mujeres, sobre todo, en el inframundo de los precarios- que se levantan antes del sol, y se acuestan con hambre. Son luchadoras tenaces, auténticas guerreras: lo mejor que el país tiene al día de hoy. Gente con vocación y pasión de trabajo. He hablado con algunas de ellas. No se acogen a la ética del “facilismo”. Son todo menos holgazanas. Pero en ese infierno que es su entorno social, su compromiso con el trabajo honesto está siendo corroído por el deletéreo, mortal “facilismo” de la droga, por la prostitución y la delincuencia. Estamos perdiendo esas huestes de obreros, operarios, artesanos, jornaleros que hacían su trabajo con disciplina y un profundo sentimiento de dignidad. El narcotráfico y la delincuencia ofrecen modus operandi más expeditivos -creen ellos- para salir de la miseria. ¡Ay, lo que hacen es extraviarse en un infernal laberinto del que nadie sale con vida!
Sigo creyendo en mi país. En la noble madera humana del costarricense. En su sed de paz, estabilidad, armonía social, y en su respeto por la institucionalidad y la justicia. Sí, creo en mi gente, porque esencialmente soy un hombre de fe, y porque el costarricense se ha ganado mi devoción, mi respeto, mi confianza. Cierto: estamos atravesando “la noche oscura del alma” de que hablaba San Juan de la Cruz en uno de los más bellos poemas de la lengua castellana. Pero de las noches se sale, el sol está ahí, inminente tras las sierras, y volverá a prodigarnos su tibio, reconfortante abrazo. Creo, creo, creo.
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