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La embriaguez del pensamiento

El rostro oculto de la justicia


Jacques Sagot

¿Y si la justicia no fuese otra cosa que una economía de la violencia? ¡“Justicia”! ¡Palabra prestigiosa, intocable, grávida de teológicas resonancias, como lo son también Libertad, Amor o Democracia! Y sin embargo, tan pronto la despojamos de sus cosméticos emplastos, ¡cuán fea y verrugosa es su cara!


-¡Exijo justicia! –clama el agraviado–. Traducción: “exijo que a mi agresor le sea infligida una cantidad de dolor estrictamente proporcional a la que él me ha causado”. Asumamos por un momento que la justicia no fuese más que el intercambio protocolizado de agresiones, perpetradas todas ellas al amparo de una estructura jurídica determinada. Lo que llamamos justicia sería un dispositivo social que legitima, formaliza y codifica la violencia. Antes que su exorcismo, sería su más depurada y perversa manifestación.


Así concebida, la justicia no es, en el fondo, más que un vulgar saldo de cuentas, y se asemeja demasiado a la venganza como para que no seamos capaces de detectar entre una y otra inocultables nexos de consanguinidad. ¿Asesinaste a mi hija? Le exijo a la sociedad una estimación aproximada de la cantidad de dolor que me ha sido infligida –la “moneda” será aquí siempre intangible e indeterminable– y fuerzo al agresor a pagar por el crimen cometido. A esto se reduce lo que los hombres –todos jueces autoproclamados del prójimo– llamamos justicia. ¡Una caníbal disfrazado de hermana de la caridad! ¡Y ante tal deidad debemos prosternarnos! Por cierto, los juristas emplean la expresión pretium doloris, para “cuantificar” la magnitud del dolor infligido a la víctima, y sancionar una pena conmensurable. Pero ese pretium doloris no tiene unidad de mesura, no tiene un divisor común. No pasa de ser una bella metáfora, y una mera abstracción. Alguien podría proponer: “la unidad de mesura del dolor son las lágrimas”, pero bien sabemos que hay dolores tan lacerantes y profundos, que ni siquiera nos conceden el natural alivio de las lágrimas. Son penas mudas, sordas, vividas en silencio y a menudo también en secreto.


Economía de la violencia, sí, con sus saldos, sus abonos, sus intereses, sus puntos de equilibrio… Una concepción eminentemente economicista de la justicia. Un dios para quien la justicia no fuese el correlato de la misericordia sería simplemente un dios de violencia. Un banquero cósmico que cierra caja todas las noches y se asegura de preservar el equilibrio universal entre deudores y acreedores. Nuestra sed de justicia lo quisiera implacable, nuestra necesidad de absolución lo sueña misericordioso. Tal como los venimos de considerar, justicia y amor serían incompatibles: ¿cómo puede ser un dios infinitamente justo y al mismo tiempo infinitamente misericordioso? Si ajusticia no perdona, si perdona no ajusticia… Tan simple como admitir que hay paradojas que los seres humanos no estamos capacitados para comprender. Y lo que problematiza esta concepción de Dios como ser infinitamente justo e infinitamente misericordioso es el adverbio: si el Altísimo fuese apenas parcialmente justo y parcialmente misericordioso, no se produciría esa antinomia, ese oxímoron, esa aporía irresoluble, esa terrible disonancia que escapa por completo a nuestras entendederas.

Los hombres vivimos todos inmersos en la logosfera de que hablaba Roland Barthes: un mundo hecho de palabras –fuera de ellas no hay nada–, y la realidad será siempre lo que ellas quieran que sea. Digan “¡Violencia!” y el mundo entero protestará, uniendo las manos en planetaria ronda por la paz. Digan “¡Justicia!” y verán a la gente sacar el pecho y elevar la mirada al cielo. A fin de cuentas, dos significantes diferentes para el mismo significado.


La violencia del troglodita no lo es menos por inscribirse ahora dentro del régimen simbólico del Estado de Derecho. Un mazazo en la cabeza, una sentencia solemnemente dictada por un juez de voz engolada: dos gestos tras los cuales la violencia –especificidad biológica y cultural de la criatura humana– asomará por igual su espernible cabeza de Escila o de Caribdis (Homero: La Odisea).

Cuando veo a las familias de una persona masacrada por un asesino serial, reunirse en su teatro (porque se trata de un rito eminentemente teatral) con ventana sobre el cuarto donde el criminal va a ser ejecutado mediante la inyección letal, veo esos rostros convulsos, crispados, espásticos, y luego el catártico, perverso estallido de júbilo que sucede a la muerte del miserable, cuando los veo abrazarse eufóricos, como la turbamulta que celebra un gol, no puedo evitar decirme: estos energúmenos degustan la venganza en su más cruda, visceral manifestación. Era un acto de pornografía del odio y el desquite: de justicia no había, en aquel infausto recinto, una sola molécula. La justicia emergía como violencia protocolizada, “adecentada”, “blanqueada” y ciertamente legitimada, pero no por ataviarlo con todo el fasto del mundo deja un dragón de Komodo de ser justamente eso: un dragón de Komodo.


Es desmoralizante constatarlo, pero en cierto modo nunca logramos trascender la ley del talión, ya contemplada en las 282 leyes del código de Hammurabi, 1 750 años antes de Cristo. Aun más: hemos endurecido la ética implícita en este documento. Al daño infligido hay que sumar –a la manera del interés sobre un préstamo– el dolor que hemos debido arrostrar desde el momento del agravio. El sobreviviente de Auschwitz no solo sufrió el tormento de su reclusión: luego vinieron los cuarenta años durante los cuales tuvo que despertar en mitad de la noche, atenazado por pesadillas en las que se veía a sí mismo aún confinado en los hacinados camarotes del Lager, y el recuerdo de sus seres queridos venía a enconar una herida eternamente reabierta. La lex talionis no compensa a la víctima: su concepción de la justicia es insatisfactoria. Debería ser replanteada de esta manera: “dos ojos por un ojo, toda la dentadura por un diente”. ¡Al dolor de la ceguera parcial y del diente perdido –como hechos puntuales– hay que sumar los años en que el supliciado hubo de vivir con su limitación!

Varios peldaños por encima de la justicia en la evolución espiritual del ser humano se encuentran el perdón y el amor. Con ellos el ajusticiamiento deviene innecesario. Dos facultades cuyo ejercicio es tremendamente difícil, no porque sean incompatibles con la criatura humana, como algunos quisieran creer, sino porque en nuestra cultura no existe una verdadera propedéutica del perdón y del amor. Dúctil arcilla en manos de esa escultora incansable, la cultura, el hombre puede educarse a sí mismo para perdonar y amar –dos infinitivos creados para el infinito–, y quizás algún día la noción de justicia no sea practicada más que por los más elementales y rezagados homínidos sobre la faz del planeta. Se dirá quizás que no cabe esperar perdón infinito de una criatura finita como el hombre, y que, como sostenía aporéticamente el filósofo francés Vladimir Jankélévitch: “todo en el mundo se puede perdonar… todo, menos lo imperdonable”. Sin embargo, creo que en la capacidad para el perdón radica la clave misma de nuestra subsistencia como especie biológica y como criatura histórica.


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