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Héctor Castro, el hombre que transformó una debilidad en fortaleza.

Jacques Sagot


El fútbol ha deificado a muchas de sus figuras míticas.  Hoy hablaré de una de ellas, con la certeza de que ninguno de ustedes, queridos lectores y lectoras, la conoce. 


“El divino manco”.  Héctor Castro, monarca con Uruguay en el primer campeonato del mundo, celebrado en Montevideo en 1930.  Había perdido su antebrazo derecho al accidentarse con una motosierra eléctrica a los trece años de edad.  Anotó el primer gol de su país en justas mundialistas –y primer gol marcado en el Estadio Centenario (triunfo 1-0 contra Perú: 18 de julio de 1930) –, y el último tanto con que Uruguay venció a Argentina en la final (minuto 89, marcador final 4-2).  El primero fue un cañonazo lanzado desde fuera del área, el segundo un remate de cabeza.  


Como si esto fuera poca cosa, fue campeón de la Copa América en 1926 y 1935, campeón de liga con el Club Nacional en 1924, 1933, 1934, y llevó al mismo equipo a conquistar el cetro en calidad de técnico en 1939, 1941, 1942, 1943 y 1952.  Ganó también la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Amsterdam 1928.  En total, Héctor Castro alzó veintitrés copas de campeón en su vida.   


Aunque su nombre está inextricablemente asociado al Nacional de Montevideo, también descolló en el Estudiantes de la Plata, de Buenos Aires, con quienes jugó la temporada 1932-1933.  Corría la banda derecha, y era particularmente temible en el juego aéreo.  Al saltar cargaba con su muñón al rival –frecuentemente al portero– y tendía a desequilibrarlo.  Anotó 145 goles en 231 partidos con el Nacional de Montevideo, y 30 en 54 encuentros con la Selección Nacional.  


Su brazo mutilado le ayudaba a saltar, ganar los balones aéreos y las pelotas divididas.  Transformó su debilidad en fortaleza: la fórmula de los grandes espíritus.  Amigos, amigas, prima facie, podríamos pensar que la falta de un brazo no es decisiva en el fútbol, deporte que antonomásticamente se juega con las piernas.  Pero vieran ustedes que la cosa no es tan simple.  Intenten correr con un brazo amarrado al tronco, y verán cuán difícil resulta.  No hablemos ya de la importancia de los brazos al mantener el balance en un sprint, al saltar, controlar un balón con el pecho, o eludir a un rival.  Al correr, cada vez que el brazo se alza de manera sincronizada con la zancada, aligera el peso del jugador, le permite sustraerse parcialmente a la fuerza de la gravedad.  Además de esto, los brazos actúan como propulsores al correr.  Y driblar –ejercicio caracoleante, sinuoso, que demanda cambios súbitos de postura y orientación corporal– es prácticamente imposible sin el balance que ofrecen los brazos.  La verdad de las cosas, es que el fútbol sí se juega con los brazos, con el cuerpo entero (especialmente con el cerebro, como enfatizaba Cruyff).  

Chapeau, para este futbolista que ganó todo cuanto podía ganarse a pesar de una discapacidad tan limitante.  “El divino manco” murió inopinadamente de un ataque cardíaco, a los 55 años de edad, el 15 de setiembre de 1960.  Venía de asumir la dirección técnica de la Selección Charrúa, cargo al que, misteriosamente, renunció dos semanas antes de su muerte.  Alzo mi copa por él, y brindo por su fuerza de voluntad, su determinación, y la manera en que “agarrando al destino por el cuello” (Beethoven), no permitió que su limitación le impidiera jugar al fútbol, y más aún, convertirse en uno de los grandes héroes de la gesta charrúa de 1930.     


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