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Deporte: magia, poesía y heroísmo

“La guerra del fútbol”… o Macondo contra Luvina


Jacques Sagot


Hoy, queridos amigos y amigas, les hablaré sobre “la guerra del fútbol” o “guerra de las cien horas”, ocasionada por un partido en el que Honduras y El Salvador disputaban un lugar para el campeonato mundial México 1970.  Como México era el anfitrión y no tenía que atravesar la ordalía de las eliminatorias, quedaba libre una plaza para los países de la Concacaf.  Las razones de fondo de este Armagedón fueron, por supuesto, políticas, demográficas y económicas, pero el fútbol fungió como detonante.  El Salvador terminó por asistir a la justa.  Cada minuto que jugó en este campeonato costó aproximadamente 19 vidas.  Murieron más de 3 000 civiles, y fueron heridos 15 000, ¡y ello solo en cien horas!


Como consecuencia de la gran reforma agraria hondureña de 1969, cerca de 60 000 de los 300 000 salvadoreños indocumentados que vivían en suelo catracho desde hacía décadas fueron forzados a regresar a su país.  El Salvador –entonces la nación más industrializada de Centroamérica– no tuvo la capacidad necesaria para reabsorber semejante reflujo demográfico, y su situación social se deterioró sensiblemente.  La imposibilidad para reinsertar económicamente a los deportados generó miseria y atizó la guerra civil que durante décadas asolaría al país.

  

El Mercado Común Centroamericano (MCCA), diseñado por los Estados Unidos para neutralizar los efectos de la Revolución Cubana, terminó en ruinas.  Los militares fueron glorificados en ambos países, y coparon el poder definitivamente.  En El Salvador, durante las elecciones legislativas que siguieron, la mayoría de los candidatos del Partido de Conciliación Nacional (PCN), a la sazón en el gobierno, y miembros del Ejército, orquestaron una épica apología de su papel en el conflicto, y salieron victoriosos en las elecciones de diputados y alcaldes.

  

El fútbol (guerra lúdica, simbólica, “civilizada”) había encendido la chispa que desataría una guerra real: caminos sembrados de cadáveres y la barbarie que corría desnuda por las calles, en todo su obsceno, horripilante esplendor.  De la muerte simbólica (una derrota deportiva) a la muerte efectiva, física, palpable.  El capitán del equipo salvadoreño, Mauricio Rodríguez, autor del gol decisivo con que su país venció a Honduras 3-2, en el partido de desempate celebrado en el Estadio Azteca, México, el 27 de junio de 1969, dijo: “Jamás me imaginé lo que mi anotación iba a provocar.  Mil veces hubiera preferido botar el gol”.   Pese a los enormes despliegues de seguridad que los mexicanos habían implementado en el estadio, las barras antagónicas colisionaron con inusitada violencia.  Esa fue la chispa que generó el conflicto armado: prendió como fuego sobre yesca.


En Tegucigalpa, Honduras se había impuesto por marcador de 1-0.  En El Salvador los cuzcatlecos se tomaron su revancha por marcador de 3-0.  Empero, como la diferencia de goles no contaba, se hizo necesario pactar un partido de desempate en México.  Ahí El Salvador ganó 3-2… y comenzó el timor et tremor, el crujir de dientes y el entrechocar de rodillas: la vesania, la criminal locura de la muerte.


La conflagración duró cuatro días.  El Salvador tenía una fuerza bélica considerablemente superior a Honduras.  Esta dobló el número de víctimas (civiles como soldados) de aquel.  Fue una guerra fratricida, entre países igualmente subdesarrollados que afrontaban tremendos problemas infraestructurales, económicos, educativos y de salud pública: lo último que necesitaban era una calamidad como la guerra, que no solo siega vidas, sino que resulta onerosísima y deja a los países tercermundistas arruinados.   Una catástrofe para toda Centroamérica.  


En 1969 yo tenía seis años de edad.  Ya sabía leer, estaba en primer grado de la escuela, y veía las aterradoras fotos de los campos de batalla que publicaban los periódicos y mostraban los telenoticieros.  Esta guerra me marcó hondamente: fue la primera que ocurrió en mi “vecindario”, y la primera de que pude ser testigo.  Mi iniciación en los demoníacos ritos bélicos.  Recuerdo preguntar a mis padres, una y otra vez, cuán lejos de Cota Rica se encontraban Honduras y El Salvador.  Me dijeron que estaban relativamente cerca, pero que jamás nos alcanzarían las bombas ni las balas.  Yo me di por satisfecho… con algún sordo temor alojado en mi corazón y mis pulmones.


Sí, en efecto, onerosísimo precio, para asistir a un mundial en el que, además, El Salvador fue derrotado en los tres partidos de primera ronda (perdió contra la URSS 2-0, México 4-0 y Bélgica 3-0), y quedó en último lugar sin marcar un solo tanto.  Hubiera sido inaceptable aun cuando hubiesen ganado el campeonato.  Y para ello, miles de microcosmos humanos devastados: la muerte adquiere una repercusión exponencial: ¡cada víctima tenía hijos, padres, esposas, hermanos, amigos!

  

Estas cosas sucedían en la Centroamérica de 1969.  Ambos países desempolvaron armas de fabricación estadounidense, que yacían durmientes desde fines de la Segunda Guerra Mundial.  La armada salvadoreña sitió Tegucigalpa, tuvo a la capital catracha in limine litis, y la OEA debió intervenir para apagar lo que amenazaba con convertirse en una conflagración absolutamente incoercible.  


Jamás hubo guerra justa: hablar de tal cosa es una contradicción en los términos, un oxímoron, una antinomia.  Toda guerra es aberrante, absurda: la derrota de la razón y el triunfo del depredador territorial y hegemonista que llevamos dentro.  ¡Pero una guerra por un pinche partido de fútbol!  Surrealismo puro, y del más irracional y perturbador que sea dable concebir.  


Fue una cicatriz psíquica en la delicada epidermis de mi alma de niño.  Aún está ahí.  Pocas veces en mi vida he sentido tanto miedo.  Una de esas conmociones que se archivan allá, muy hondo, en ese museo del horror y la angustia que todos llevamos dentro.  










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