Deporte: magia, poesía y heroísmo.
- Bernal Arce
- 10 may
- 2 Min. de lectura
Ángel o demonio: el árbitro de fútbol
Jacques Sagot
El árbitro es una presencia - ausencia. Todo el mundo sabe que está en el terreno de juego, pero nadie –salvo los comentaristas– lo ve. Su actuación será más certera y elegante cuanto mejor logre “invisibilizarse”. La gente llena un estadio para ver jugar a Pelé, no por el atractivo mediático del árbitro.
Hay cuatro tipos de errores arbitrales. No todos tienen el mismo peso ético.
Primero: de percepción. Es comprensible y no debería indignar a nadie más de la cuenta, aun cuando conviene, en tales casos, que el colegiado se compre lentes o se haga asesorar muy bien por sus asistentes. El árbitro no tiene más que sus dos ojos, y una cancha mide 120 x 90 metros. Aun cuando procure posicionarse de manera óptima, hay jugadas ambiguas, engañosas, de muy difícil diagnóstico. Hemos de tener paciencia y misericordia con este tipo de errores.
Segundo: por ignorancia del reglamento. Inaceptable. Vaya a estudiar su normativa, señor, y después hablamos. El árbitro debe tener perfectamente interiorizado el reglamento, y las múltiples variables que cada norma presupone.
Tercero: por endeblez psicológica. Inadmisible, aunque comprensible, dada la ferocidad de que son capaces las barras iracundas. La fragilidad psicológica de un árbitro lo llevaría a ceder a la presión de las graderías, y podría tomar decisiones bajo ese sentimiento eminentemente humano que llamamos “miedo”. No lo aplaudo, pero lo comprendo.
Cuarto: por deshonestidad. El árbitro corrupto, sobornado, que favorece ciertos intereses o castiga a quienes no gozan de su simpatía. Abominable. En la tabla XII del derecho romano, se sancionaba con pena de muerte al juez sobornable, en el derecho privado, penal, público y administrativo. Era considerado inicuo y despreciable (estaba contemplado dentro de las tabulae iniquae).
Cito la célebre reflexión de Pierluigi Collina: “El árbitro debe aplicar siempre la “decimoctava” regla del fútbol: ¡usar el sentido común!”
El silbatero es, ni más menos, el administrador de la justicia en el terreno de juego. Es, en el más puro sentido de la palabra, un juez. Juzga todo cuanto sucede en el curso de un partido: sanciona, castiga, sentencia y, sobre todo, compensa. Difícil, muy difícil labor. Es el embajador de Dios en la cancha. De hecho, creo firmemente que para elegir esta profesión, un hombre o una mujer deben padecer cierto grado de teomanía. Y es un rol crudelísimo: cuando el árbitro ejecuta bien su función, pasa totalmente inadvertido. Cuando yerra, es vituperado, abucheado, culpabilizado por mil índices admonitorios que señalan su ínfima, solitaria persona. Nadie, en el terreno de juego, vive la soledad con la intensidad que debe sufrirla el árbitro. Es un náufrago de la comunicación. Cuando cometen errores, los jugadores se consuelan entre ellos. No hay nadie, en cambio, que corra a reconfortar a un árbitro que ha tenido un pobre desempeño. Creo firmemente que el suyo es el más épico, heroico y sacrificado rol que la cultura del fútbol nos ofrece. Larga vida a estos subvalorados, extraordinarios personajes, que –tal parece– solo pueden ser villanos o incompetentes, nunca protagonistas.
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