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Deporte: magia, poesía y heroísmo

El día en que Cruyff dijo “¡no!”


Jacques Sagot



Es bello el fútbol, cuando lo sustenta la calidad humana de sus más egregios representantes, de sus héroes universales.

 

En 1966, cuando a Argentina le fue adjudicado el Mundial 1978, la patria de Di Stéfano era una democracia pasablemente funcional.  Pero en 1976, los militares defenestraron a la presidenta Isabel Martínez de Perón, implantaron un régimen infame, y perpetraron todas las violaciones a los derechos humanos que fuese dable imaginar.  Jorge Videla, en particular, pasará a la historia, junto a Hitler y Stalin, como uno de los genocidas más sanguinarios y cínicos de que el mundo guarda memoria.  Más de 30 000 muertos, desaparecidos, 140 mazmorras de tortura, y 400 bebés robados a sus madres se cuentan entre sus grandes “títulos de gloria”.  Liderado por Francia y Holanda, dio inicio un movimiento destinado a boicotear el mundial de Argentina 1978.  Finalmente, nada pasó, y todos los países clasificados -incluyendo a Francia y Holanda- asistieron a la justa.  En mi sentir, Argentina jamás debió de haber sido la anfitriona del evento.  A pocos metros del Estadio Monumental de River Plate se encontraba el ESMA, uno de los centros de tortura clandestinos de Videla.  No sería sino hasta 1983 –gracias, irónicamente, a la derrota en las Malvinas, y al total desprestigio de los militares–, que Argentina volvería a la democracia con Raúl Alfonsín.

 

Pero si hemos de ser coherentes con la sanción contra las dictaduras militares, tendríamos que haberle prohibido participar a los siguientes países: Brasil, Perú, Hungría, Polonia, Túnez, Irán: ¡todos ellos eran dictaduras militares, de derecha o izquierda!  Junto a Argentina, un total de 7 países –sobre 16 participantes– tendrían que haber sido descalificados: ¡no habría habido mundial!  Nada de esto significa –quiero ser enfático– que la Selección Argentina no haya ganado el torneo con todo mérito y justicia.  Tenían un equipazo.  Antes bien, sostengo que, si se le retira a un país la localía para organizar un evento de este jaez, igual debería prohibírsele a toda nación no democrática participar en el torneo.  En todos los países que mencioné se cometían también atroces crímenes de lesa humanidad. 

 

Solo un hombre fue coherente y se negó a acudir al torneo: Johann Cruyff.  Uno de esos seres para quienes la palabra es la hermana gemela de la acción.  De él cabe afirmar lo que se decía de Tomás Moro, quien prefirió enfrentar la decapitación antes que aceptar el anglicanismo y las trapacerías de su soez, vulgar, ogresco “jefe”, Enrique VIII.  A Moro lo llamaban “a man for all seasons” (“uno hombre para todas las estaciones”).  No era una veleta, no era un cínico, no era un camaleón que cambiaba miméticamente de color según la circunstancia, buscando siempre su conveniencia personal.  ¡Cuánta falta le hacen al mundo este tipo de seres humanos, en los conturbados tiempos que estamos navegando!  Para el gran Johann Cruyff, toda mi admiración y respeto.  Por una vez, la grandeza del deportista fue de la mano de la grandeza del ser humano.     

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