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Foto del escritorBernal Arce

Deporte: magia, poesía y heroísmo


Escrito como quien se traga una cucharada de tachuelas… sin agua


Jacques Sagot


No demoremos más lo inevitable.  Es un tema que me cuesta abordar, a tal punto me parece repulsivo, pero resulta imposible omitirlo, en tanto que reflexión sobre el imaginario religioso del fútbol.  Sí, lo adivinaron: me refiero a la llamada “Iglesia Maradoniana”.  La génesis de esta vesania se remonta al 30 de octubre de 1998.  Hernán Amez y Héctor Capomar propusieron, a manera de broma, festejar la Navidad el día del nacimiento de Diego Armando Maradona.  Pronto llegaron los apóstoles: Alejandro Verón, y al año siguiente, Federico Canepa.  En el 2002 dieron su adhesión nuevos acólitos.  Este cenáculo de rosarinos inventó una nueva religión, y comenzaron a pregonar el culto por Maradona.  La historia se ve integralmente replanteada.  Nueva cronología.  Los años de la era maradoniana se cuentan a partir de la fecha del nacimiento del futbolista, el 30 de octubre de 1960.  Así pues, al día de hoy –setiembre de 2023– estaríamos en el año 63 D.D. (después “del” Diego).  Los maradonianos, emulando a otros miembros de sectas diversas, utilizan el tetragrámaton D10S, una combinación de letras y números en la que figura el 10, dorsal de la camiseta del futbolista. 


El procedimiento es típico de las sectas religiosas perseguidas.  La palabra “ictus” (en griego: “pez”, y raíz de vocablos como ictiología o ictiosauro) no es otra cosa que un acrónimo: “ησοῦς Χριστός, Θεοῦ Υἱός, Σωτήρ”, esto es, Iēsous Khristos Theou Huios, Sōtēr (Jesús Cristo Dios Hijo, Salvador).  Uno de los símbolos de la cristiandad es, como todos sabemos, el pez.  Así que el gesto es característico de las religiones que se presentan, en primera instancia, como esotéricas y más o menos clandestinas –antes de devenir oficiales y exotéricas–.  La Iglesia Maradoniana busca reunir a los cientos de miles de fanáticos de Maradona dispersos en todas partes del mundo.  Su religión es el fútbol y, como tal, ha menester de un dios.  Bien puede, técnicamente, considerársele una religión, por cuanto supone una colectividad.  El culto es privado, íntimo.  La religión es inconcebible sin una comunidad, jerarquías, estructuras, instituciones.  Un excéntrico cualquiera puede hacer de un zapato viejo un objeto de culto y erigirle un altar en el más luminoso rincón de su casa.  Pero su fervor no podrá declararse religión hasta que aglutine a una colectividad, unida en común devoción, y practicante de los mismos ritos.  El culto puede ser individual, la religión solo es concebible como fenómeno social.  


La misión de la Iglesia Maradoniana consiste en mantener vigente la pasión y la magia con la que su dios jugó al fútbol, transmitir a las futuras generaciones el testimonio de los milagros que realizó en las canchas ante la mirada del mundo, y remozar, día tras día, el sentimiento de adoración que despierta en sus fanáticos.  A pesar de su retórica no se podría más religiosa, la institución reivindica su naturaleza laica: todo se desarrolla dentro del espacio futbolero, de la pasión que despierta “el deporte más lindo y popular de la tierra”.

  

Pluralista, el maradonismo pretende respetar por igual las creencias religiosas de todo el mundo, y aunque se compromete a la conversión de los no iniciados, se abstiene de descalificar cualquier otro credo (son pluralistas en el terreno de las creencias religiosas, pero intolerantes en esa religión específica que es el fútbol: el único dios verdadero es Maradona.  Quien prefiriese encomendar su alma a Zidane, Ronaldinho o Messi sería excomulgado, y declarado hereje, con lo cual caemos en una aporía chillona, irresoluble: la religión del fútbol, ¿sería, así pues, una religión relativista, parcial, circunscrita únicamente a la esfera del fútbol?  ¡Entonces no sería una religión, sino, simplemente, un club de fans pasablemente chiflados!  ¿Qué religión no se ha postulado, en su momento, como eterna, absoluta y universal?  Si en su seno son acogidos los cristianos como los mahometanos, sufís, hinduistas, budistas o presliterianos, a buen seguro estamos ante un problema de “porosidad” teológica.  El concepto no es ciertamente nuevo: el unitarismo universalista es un movimiento religioso liberal de orientación pluralista, aun cuando sus raíces pueden fácilmente rastrearse en el cristianismo protestante.  Nace en Norteamérica el 25 de mayo de 1961, al constituirse la Asociación Unitaria Universalista (Unitarian Universalist Association o UUA), como resultado de la fusión entre la Asociación Unitaria Americana y la Iglesia Universalista de América.  Es una bella noción, que merece, por su apertura y rechazo del dogma, ser considerada con seriedad.  Algo así como lo que en el campo de la lengua propuso Zamenhoff con el esperanto.


Pero la Religión Maradoniana no es universalista… salvo, precisamente, en la medida en que no es una religión.  En su muy concreto espacio (los 120 por 90 metros cuadrados de un terreno de fútbol –lo cual, como ya decíamos, supone una antinomia–) solo cabe el monoteísmo: D10S.  Es proselitista, exclusiva, hermética.  ¿Una religión paródica, una especie de pasticcio, de contrafactum?  Sí, como tal sería sin duda aceptable, y aun más –toda vez que ello no ofenda susceptibilidades religiosas–, quizás incluso no carente de humor. 


Como toda religión, el maradonismo propone una “moral”, una normativa de características más punitivas que propositivas.  La ética ofrece un modelo convivencial, nos dice cómo vivir juntos.  La moral es un sistema de vedas y prohibiciones, luces rojas que se encienden por doquier, señales de alarma, pánico, censura y juicios someros, precipitados, emitidos con la intransigencia e inflexibilidad propia a todo código que se autoproclame absoluto.  Por supuesto, el maradonismo tiene su escatología, su visión de un “más allá” concebido como premio o castigo por acatamiento o desacatamiento de sus mandatos.  Si no se tiene una vida digna, muchos creyentes dicen que “Maradona te va a mandar a la B” (la segunda división), y si es todo lo contrario sostienen “que te va a mandar a ganar la Copa Intercontinental cada año” (ello presupone haber ganado la Copa Libertadores, y hoy en día ya no se hablaría de la Copa Intercontinental –que durante décadas enfrentó al campeón de Sudamérica con el campeón europeo– sino del Campeonato Mundial de Clubes FIFA, que como tal se juega desde el año 2000, y que convoca a los campeones de las seis confederaciones de la FIFA).


Infaltable, para completar el pasticcio, un decálogo.  He aquí los diez mandamientos de la Iglesia Maradoniana.


         1 La pelota no se mancha, como dijo D10S en su homenaje.

         2 Amar al fútbol por sobre todas las cosas.  

         3 Declarar tu amor incondicional por Diego, el buen fútbol.

         4 Amar y defender la camiseta argentina, respetando a la gente.

         5 Difundir los milagros de Diego en todo el universo.

         6 Honrar los templos donde predicó y sus mantos sagrados.

         7 No proclamar a Diego en nombre de un único club.

         8 Predicar los principios de la Iglesia Maradoniana.

         9 Llevar Diego como segundo nombre y ponérselo a tu hijo.

        10 No ser cabeza de termo y que no se te escape la tortuga.


        De conformidad con la mentalidad soteriológica y salvífica (la salvación de las almas) de tantas religiones, los miembros de la iglesia deben, así pues, abocarse a la predicación, dejar su testimonio, propagar la fe, hacer las veces de “evangelistas”, “catequizadores”, “cruzados”, “divulgadores” de su credo.  Cultivar la prédica, y procurar la conversión de los “infieles”.

  

      La alusión a los “milagros” nos instala en el régimen de lo “sobrenatural divino” y de la hagiografía cristiana: las vidas de los santos, mártires, y los prodigios a ellas asociadas.

  

Maradona es universalizado: ningún club puede arrogarse su “franquicia”: no hay, por así decirlo, una “santa sede” (el jugador militó para seis diferentes equipos, amén de la Selección Argentina).  Maradona es el Fútbol (escrito así, con mayúscula: el arquetipo platónico, perfecto, absoluto e inamovible del deporte en cuestión).

 

Habría “predicado” –inferimos del sexto mandamiento–.  Fuera de sus disparates, fanfarronadas, provocaciones, insultos y distintivas profanidades (“¡chúpenla, chúpenla!”), proferidas, en su mayoría, después del daño neurológico ocasionado por el consumo de cocaína y las consecuentes parafrenia y teomanía que lo aquejaron, difícilmente puede hablarse siquiera de un discurso coherente por él emitido.  ¿“Prédicas”?  Es mucho pedir.  Nos hubiera bastado con que supiese hablar, facultad de la que siempre careció.  La única manera de tornar siquiera razonable este “mandamiento” es asumiendo que por “prédicas” debemos entender únicamente sus proezas futbolísticas.  Así vistas las cosas, su lenguaje sería el fútbol.  Bueno, à la rigueur, si a ustedes les convence esta explicación, yo no moveré un dedo por objetarla.


El cuarto mandamiento promueve un nacionalismo fanático y potencialmente peligroso –de hecho, afín a las ideologías fascistoides y neonazis aún vigentes en ciertos sectores poblacionales del mundo entero– que la cláusula “respetando a la gente” intenta atemperar.  Los nacionalismos fanáticos se cuentan entre las banderías que más sangre han hecho derramar al mundo.  El Volksgeist –el “espíritu” o el “genio” del pueblo–, cuando asume intensidades exorbitadas, arrastra a las naciones hacia el hegemonismo, el imperialismo, el territorialismo: es el amor a la patria que se ha vuelto loco, y derrapa hacia las más abyectas y patológicas manifestaciones: el homo demens, de Morin.


 ¿“Amar el fútbol por sobre todas las cosas”?  En rigor, nada hay en ello reprensible.  Quien quiera hacer del fútbol una religión, bien hará en adscribir a este Diktat.  Es cosa que urge definir: ¿qué es sagrado?  Sagrado es, sencillamente, aquello por lo que estemos dispuestos a sacrificarnos, aquellos valores que pongamos por sobre nuestras propias vidas.  ¿La patria, la libertad, la justicia social, la democracia?  Son valores laicos, específicamente republicanos, que han sido sacralizados, y en nombre de los cuales, en efecto, millones de seres humanos se han inmolado.  ¿Dios?  Sí, por antonomasia.  ¿Nuestros hijos, padres, hermanos?  Si estamos dispuestos a dar nuestra vida por ellos sí, a buen seguro podemos considerarlos sagrados.  ¿Un equipo de fútbol?  Pues sí, por qué no.  Igual podría serlo una caja de bombones, una cuchufleta, el más insignificante adminículo.  Si aceptamos sacrificarnos por ellos, son sagrados: es un axioma.  El ecologista que se amarra a un árbol y expone su vida para evitar la tala, sacraliza aquello que defiende, que custodia, ofreciendo su propio cuerpo a guisa de barricada.  La expresión popular “pasarán sobre mi cadáver antes de que” (algunos añaden tremendismo a la fórmula calificando el despojo: “mi cadáver descompuesto” –precisan–) declara, tácita, implícitamente, que la causa en el nombre de la cual se ofrendan es sagrada.  Sagrado no es aquello que no se toca o no se come (de hecho, el cuerpo y la sangre de Cristo están hechos para ser consumidos en la eucaristía), sino toda noción, objeto o ser al que asignemos un valor mayor que nuestras propias vidas.  ¿Morir por la patria, la libertad, los hijos, por el Boca Juniors o el Real Madrid?  No juzguemos: limitémonos a constatar los hechos.  El fútbol ha generado ya inmolaciones masivas (colisiones de barras enfurecidas, vandalismo, hooliganismo, vendettas, olas de suicidios, el defensa colombiano Escobar asesinado durante el mundial 1994, porque en un malhadado partido contra los Estados Unidos marcó un autogol)…  Hemos de concluir que, para mucha gente, el fútbol –como valor– está por encima de la vida.  ¿Enajenación, fanatismo?  Sin duda.  Pero a ello habría que contraargumentar que las religiones han generado masacres mucho más voluminosas, genocidios sistemáticamente ejecutados, estallidos de odio mucho más viscerales y de mayor octanaje.  Igualmente irracionales, por cierto.

  

Comparen, amigos, amigas, los códigos gestuales, las expresiones, la retórica, el tono mesiánico, exaltado, apocalíptico de los fanáticos religiosos y de los fanáticos deportivos: ¡las similitudes son alarmantes!  Misma intransigencia, misma belicosidad, misma psicorrigidez, mismas vociferaciones, misma pretensión del monopolio sobre la Verdad (¡la pobre, siempre secuestrada!), mismos trances de exaltación colectiva, mismo contagioso fervor, mismos estados de conciencia alterada, misma reacción en cadena: el equivalente humano de la fisión del núcleo de un átomo de uranio-235: el bombardeo de neutrones libres que fracturan, a su vez, otros núcleos, y generan una incontrolable hecatombe exotérmica.  Fácil se nos vienen a la mente las imágenes de las catástrofes de Heysel (Bruselas, 1985) y Hillsborough (Sheffield, 1989): recibieron amplia cobertura mediática, vendieron periódicos, y son aún relativamente recientes.  Son catástrofes “top of mind”.  Pues déjenme decirles que ambas pasan por meras reyertas infantiles comparadas con la ya por desgracia olvidada degollina del Estadio Nacional de Lima, Perú, acaecida el 24 de mayo de 1964, al final de un partido clasificatorio para las olimpíadas de Tokyo, entre Perú y Argentina: 320 muertos y 800 heridos.  El árbitro anuló equivocadamente un gol del equipo casa faltando seis minutos para el final del partido.  Con este tanto el equipo peruano iba a las olimpíadas.  La barra local invadió el terreno de juego, y todo se transformó en un pandemónium.  Es la masacre más costosa en términos de vidas humanas, en la historia del fútbol.

   

Por lo que al sexto mandamiento de la Iglesia Maradoniana atañe, la alusión a “sus mantos sagrados” nos remite, por supuesto, al fetichismo religioso.  El culto al ícono, al objeto, en tanto se asume que este “representa”, “visibiliza”, “materializa” la fuerza –intangible– que se venera.  La Iglesia Maradoniana se recostaría más al catolicismo que al protestantismo, cuya iconoclasia (ruptura de imágenes, con excepción de la de Cristo) impugnó la adoración de íconos como una forma de idolatría.  En incontables iglesias católicas, el iconostasio (la partición que separa el santuario de la nave) tiene por función acoger pinturas, retablos y esculturas que recrean la pasión de Cristo (Catedral de Chartres), o proponer a diversas figuras bíblicas, santos o mártires, para la veneración de los feligreses.  Los “mantos sagrados” de Maradona nos remiten evidentemente al sudario de Turín, y a la Sancta Camisia, fragmento de la vestimenta de la Virgen María presuntamente preservado en la Catedral de Chartres, y que habría sido traído desde Jerusalén y entregado a Carlos el Calvo en 876.  La tela no solo salió indemne del incendio que en 1194 destruyera buena parte de la catedral, sino que, supuestamente, salvó la vida de varios sacerdotes que bajo ella se cobijaron para escapar a las lenguas de fuego.  Los mantos tienen, de toda suerte, su propia valencia simbólica: proporcionan abrigo, operan como mortajas, fungen como banderas (la cobija con que la madre patria nos acuna), perfuman el lecho nupcial, son exhibidas, con su mancha de sangre, como prueba de la virginidad de la esposa (y de la funcionalidad viril de su cónyuge), están asociados a la blancura, la pureza, el albor de lo inmaculado, enjugan las lágrimas, hacen las veces de lienzos donde quedan impresos los rostros de divinidades, son esgrimidos como pancartas guerreras con lemas reivindicacionistas…  El gesto consistente en “honrar los mantos sagrados” de Maradona dispara la fantasía en muchas direcciones, y toca registros imaginarios muy diversos. 


La Iglesia Maradoniana tiene sus oraciones.  Aquí su intención paródica salta a la vista.  Todo se limita a un travestismo de las plegarias católicas canónicas.  Conviene recordar que, según un estudio comisionado por la Conferencia Episcopal Argentina, el 88% de los argentinos son bautizados católicos romanos, aunque solo alrededor del 75% se declaran “practicantes”.  Por lo demás, la Constitución Nacional Argentina actualmente vigente reconoce, desde su primera redacción, en 1854, la libertad de culto y el ejercicio de la religión como derecho pleno de cualquier ciudadano.  Empero, el artículo segundo del documento subraya que el Gobierno Federal sostiene el culto católico, apostólico y romano, y el Código Civil lo declara jurídicamente asimilable a un ente de derecho público, no estatal.  El catolicismo goza de un estatus jurídico preeminente y privilegiado con respecto a cualquier otra religión.  Por otra parte, la Santa Sede y Argentina han pactado un concordato, que regula las relaciones entre la Iglesia Católica y el Estado.  Dentro de este contexto, las paródicas plegarias maradonianas operan en dos direcciones divergentes: tanto pueden ofender y soliviantar a la población católica, como tocar en ellos fibras que resonarán empáticamente, y suscitar una auténtica devoción.  Sí, se trata de un contrafactum de jaculatorias, de preces antonomásticamente católicas…  ¡Pero acaso sería peor si fuesen parodias del Salat musulmán o el Kadish judío!  ¿Qué es más grave: irreverenciar aquello que amamos, o reverenciar aquello que nos es ajeno (cuando no abiertamente herético, inconcebible)?  Arma de doble filo, por consiguiente.  Un hombre puede parodiar su religión, ¡pero que se cuide de parodiar las de los demás!

     

La primera oración de la Religión Maradoniana es el “Diego nuestro”.  Reza así.


“Diego nuestro que estás en las canchas.  Santificada sea tu zurda, venga a nosotros tu magia.  Háganse tus goles recordar en la Tierra como en el Cielo.  Danos hoy la magia de cada día, perdona a los ingleses, como nosotros perdonamos la mafia napolitana, no nos dejes caer en offside y líbranos de Havelange y Pelé.  Diego”.


La segunda es el “D10S te Salve”.


“Dios te salve pelota.  Llena eres de magia, Diego es contigo.  Bendita tú eres entre todas las demás y bendito es Diego que no te deja manchar.  Santa redonda, madre del gol, ruega por nosotros los jugadores ahora y en la hora de nuestro encuentro.  Diego”.


Finalmente, el “Creo en Diego”.


Futbolista todopoderoso.  Creador de magia y de pasión.  Creo en Pelusa, nuestro D10S, nuestro Señor.  Que fue concebido por obra y gracia de Tota y Don Diego.  Nació en Villa Fiorito, padeció bajo el poder de Havelange, fue crucificado, muerto y mal tratado.  Suspendido de las canchas.  Le cortaron las piernas.  Pero él volvió y resucitó su hechizo. Estará dentro de nuestros corazones, por siempre y en la eternidad.  Creo en el espíritu futbolero, la Santa Iglesia Maradoniana, el gol a los ingleses, la zurda mágica, la eterna gambeta endiablada, y en un Diego eterno.  Diego”.


A estas encendidas plegarias, Maradona respondió con las siguientes palabras.


“Estoy muy emocionado de que haya tanta gente que me quiera y me aprecie, muchas gracias”.  D10S.


Con ello asume, con perfecto donaire, su deificación oficial.  En sus Proverbios y Cantares, Machado dice: “Todo narcisismo es vicio feo, y ya viejo vicio”.  Pero entendámonos, amigos, amigas: el narcisismo es un componente básico de la psique humana: mal haríamos en carecer completamente de él (¡cuidado con las sobredosis, sin embargo!)  Aquí estamos hablando de algo que por mucho sobrepasa el narcisismo: entramos en los tenebrosos parajes de la megalomanía, en los aún más retorcidos de la parafrenia (originalmente tenida por una forma de esquizofrenia paranoide de manifestación tardía, hoy en día considerada una psicosis crónica degenerativa, con alucinaciones y contenidos fabulatorios exorbitados) y, finalmente, al aterrador, alucinante reino de la teomanía (creerse Dios).  Y es que, en efecto, una de las consecuencias del consumo de cocaína es la megalomanía, los delirios de grandeza, y la paranoia.

  

Innecesario proponer una exégesis de los textos en cuestión.  Bástenos con señalar la atención del lector sobre el uso del nombre Diego en lugar del tradicional “Amén”; la paranoide satanización de Pelé y Havelange; la imagen martirológica del futbolista “de las piernas cortadas” (imagen de castración: el ave a la que se le cercenan las alas), que alude a la exclusión de Maradona del Mundial 1994, después del segundo partido, contra Nigeria, donde las pruebas antidopaje que le fueron practicadas arrojaron resultados positivos; la equiparación de los conceptos de “gracia” (noción teológica, más específicamente, jansenista) y “magia” (noción profana, asociada a prácticas paganas y, en el sentir de algunos, abiertamente satánicas); la ecuación infierno = segunda división; la imploración por el perdón de los ingleses, que supone un gesto supremo de caritas y compasión cristianas; el remedo de la pasión de Cristo, con su crucifixión, su tormento, pero sobre todo, su resurrección, apoteosis triunfal en la que el héroe, nimbado por glorioso resplandor, se eleva a los cielos.  Nuevo punto de confluencia entre el imaginario religioso y el imaginario épico, el mito del héroe, con su clásico itinerario “per aspera da astra” (“por el camino del dolor hacia las estrellas”): destierro, extravío, pruebas de iniciación, caída, y victoria final.  Moisés, Job, Ulises, Hércules, Dante, Ben-Hur, Edmundo Dantès, Beethoven, Mazeppa, Tasso, Fausto redimido por el amor de Gretchen, El Pincipito, Nelson Mandela, el Titán de Jean-Paul Richter, La Bella y la Bestia, El Patito Feo, son tan solo algunos de los personajes históricos o ficticios (Michel Onfray los hubiera llamado “figuras conceptuales”) cuyos periplos vitales se adecúan bien a la estructura del mito heroico.


Los documentos fotográficos y filmográficos de la Iglesia Maradoniana son abundantes.  Imágenes de personas bautizando niños en su nombre.  Matrimonios celebrados bajo su efigie.  Maradona sosteniendo, sonriente, radiante, las Tablas de la Ley.  La inscripción “Gracias DIOS por ser argentino”.  Gentes depositando ofrendas de todo tipo en altares erigidos a Maradona.  Calcomanías que rezan “A D10S le pido”.  Personas que atienden, en actitud de profundo recogimiento y absoluta unción, el servicio litúrgico de un sacerdote maradoniano.  Feligreses que tocan, estremecidos, los retratos del futbolista.  Imágenes de Maradona en las cuales el tío sale vestido con largas túnicas, aureolado por místico halo, a la manera de las viejas estampas del santoral, con la leyenda “San Diego, hágase su voluntad”.  Así que Dios es argentino…  Bueno, eso lo dice todo, sobre el estado de cosas en el país de Sábato, Borges, Cortázar, Bioy Casares, Ocampo, Storni, Puig, Walsh, Pizarnik, Ginastera, Guastavino, Argerich, Barenboim…  El culto a la personalidad nunca fue ajeno a Argentina: basta recordar la forma en que Juan Domingo Perón usufructuó de ella, y las rebatiñas y macabras mutilaciones a las que fue sometido el cadáver embalsamado de Evita Perón, hoy día por fin yacente en una cripta blindada, inexpugnable, cinco metros bajo tierra, en el cementerio la Recoleta de Buenos Aires.  Cuando su cuerpo fue puesto en capilla ardiente, dos millones de argentinos desfilaron ante ella, y siete murieron, víctimas de las aglomeraciones.  Todavía encontramos testimonios que nos describen sus despojos –en una mezcla perturbadora de necrofilia e idolatría– en estos términos: “Su pelo es aún bello y rubio, su rostro delicado parece el de una muñeca.  Su cadáver es el máximo exponente de la perfección en el arte del embalsamamiento”.  No sabía yo que la taxidermia era un arte, pero bueno, ya ven ustedes: todos los días se aprende algo nuevo.  Objeto de similares cultos lo fueron su esposo Juan Domingo Perón y Carlos Gardel.


Execro todo cuanto he expuesto y descrito.  Sucede que es mi deber, como escritor, dejar un testimonio, para las futuras generaciones, de la vesánica hora y el desvirolado mundo en que me tocó vivir.  Ahí se los dejo.  Misión cumplida.  Ahora procedo a lavarme las manos, el cerebro y las ideas con hipoclorito sódico, peróxido de hidrógeno, ácido peracético y etanol.  Les recomiendo hacer otro tanto.

  














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