Jacques Sagot
El rostro de Gorgona de la discriminación
Es una discriminación tan perversa como lo son todas, pero curiosamente no ha sido aún suficientemente tipificada como tal. En una era en que los pueblos y las naciones se han unido en lucha común contra toda forma de gregarismo (étnico, racial, religioso, político), e intenta con tremendos dolores de parto alumbrar una sociedad de ecumenismo, inclusividad y tolerancia, llama la atención el hecho de que algunas formas de discriminación no hayan sido erradicadas. Una de ellas se cuenta entre las marginaciones más elementales, primarias, axiales, uno de esos estigmas que la víctima debe arrostrar toda su vida, a menudo desde la infancia (con la crueldad de que los niños –seres perversos polimorfos, los llamaba Freud– son capaces). Sorprende la falta de penalización, de educación, de respeto, que esta particular forma de exclusión desnuda en nuestra cruel, impugnadora sociedad, siempre presta a la carcajada procaz.
Me refiero a la gordura. Sé de lo que hablo. Pasé la primera mitad de mi vida acomplejado por mi contextura de fifiriche, de alfeñique, por mi aspecto patológicamente delgado, por mi aire de ser ingrávido y espiritado. Sufrí con ello: era la época en que los fortachones (Sylvester Stallone, Arnold Schwarzenegger, Chuck Norris, Van Damme, Charles Bronson) dictaban a toda la humanidad cuál era el paradigma físico al que todos debíamos aspirar. De estos años procede la viral proliferación de los gimnasios –un ámbito social acotado y caracterizado por ciertos rasgos psíquicos y sociales que en otro artículo exploraremos–. Como siempre, el mundo acatando acríticamente los diktats subliminales o explícitos de Hollywood en materia indumentaria, en el aspecto físico, en nuestra línea conductual. La adicción a los gimnasios es una patología psíquica: se le conoce como vigorexia, y es una condición muy grave.
Y ahora tal parece que debo vivir la segunda parte de mi vida acomplejado por ser gordo (mórbidamente obeso, lo llamarían los estadounidenses). Pues no, no me siento acomplejado. Ya tuve que ingerir sobredosis de ese deletéreo sentimiento durante mi infancia y juventud. Si ahora quieren censurarme por el vicio contrario (la gordura) mi respuesta es: diviértanse, mófense, búrlense, saquen chistes y memes, pónganme apodos, en suma, hagan los que les dé la gana. No moveré un dedo por evitarlo, y a mis sesenta años de edad el hecho de que me digan “gordo” es cosa que –créanme– oigo como oír llover. Tengo mil enfermedades mucho más apremiantes como para estar preocupado por la fachada de exportación de mi persona, por la máscara social, por la cosmética física y las estipulaciones de la moda. Tuve que soportar al mundo durante la primera mitad de la vida, ahora el mundo tendrá que soportarme durante la segunda.
Pero hay personas que sí sufren, y amargamente, con el sambenito de la gordura. No tenemos derecho a estigmatizarlas, a marginarlas, a excluirlas, a mofarnos de ellas. Es una actitud tan reprensible como el más reprensible de los racismos. Nadie está en este mundo para hacer las veces de bufón, de payaso ad hoc de los demás. Es una agresión, un dardo envenenado contra el cuerpo y, por consiguiente, contra la unidad ontológica, la integridad psicofísica de una persona. Es cruel, inhumano, perverso, cobarde y profundamente vil. Lo censuro desde el epicentro mismo de mi alma. Nadie sabe el quantum de dolor que pueden estar generando en la víctima esos venenosos perdigones verbales. Nadie sabe, tampoco, si la gordura de la víctima es el efecto colateral de alguna grave enfermedad o de un tipo de medicación indispensable para su vida: por favor, señores y señoras: un poco de misericordia (una palabra que cada vez amo más), de consideración, de prudencia.
Expresiones como “ese tipo me cae gordo”, “se armó la gorda”, “es una gorda simpaticona”, “no hay que confundir la gordura con la hinchazón”, “tener michelines”, “ese gordo debe estudiar química, porque de físico no tiene nada”, “parece una ballena (puede ser también cerdo o morsa)”, “estar entrado en carnes”, “a esa gorda le decían Dios: ¿por qué? Porque no tenía forma”, “ese gordo debe ser mecánico: ¡está lleno de grasa!”, “no es que sea gordo, es que un día se duchó viendo hacia arriba y con la boca abierta”, “no es que sea gordo, es que está inundado”. “Dice que va a meter la panza… ¡en una competencia!” Y también se usa la palabra “gordo” para aludir a un trabajo cualquiera que requiera aún refinamiento, que esté hecho de manera champulona y crasa. Todos estos insultos, vejaciones, ultrajes (porque no de otra cosa se tratan) deberían ser eliminados de nuestra habla. Por supuesto, se puede aprobar un proyecto de ley que prohíba las expresiones derogatorios contra los gordos, pero eso no impedirá que el prejuicio siga enquistado en nuestras mentes, en el imaginario colectivo. Sacar un prejuicio del lenguaje es relativamente fácil: sacarlo de la mente colectiva es prácticamente imposible.
Existe la afección llamada “gordofobia”. La RAE no la ha todavía refrendado, pero es ya un término común en ámbitos psiquiátricos y hospitalarios. No cabe duda de que las mujeres son las más perjudicadas por la gordofobia, ellas que –¡pobrecitas!– están obligadas a deslomarse laboralmente para ser remuneradas por debajo de los salarios varoniles, y a las que se les exige, además, lucir siempre como Ava Gardner. ¿Un hombre gordo? Pues claro que puede en la vida haber mejores opciones, pero su gordura no le cierra el horizonte para gozar de una vida sexual plena, no lo hace el blanco de todo tipo de chacotas, no lo convierte en el paradigma de la antibelleza, en la anti - Mónica Bellucci, en la anti -Madonna de Rafael, en la anti - Victoria de Samotracia del Louvre. Sí, es evidente que las principales víctimas de esta ruin, miserable, inclemente agresión son las mujeres. La gordofobia representa una variedad de odio destilado, y como toda fobia, encubre el miedo, el terror, la aversión, el asco. El odio no es, muchas veces, más que una manifestación del miedo (ese es el sentido de la palabra “fobia”): para no admitir que algo nos genera terror, lo travestimos de odio, y lo declaramos tal. “Yo odio a las arañas” debe traducirse: “Yo le tengo horror a las arañas”. La derogación de la mujer por su gordura –independientemente de los mil atributos que pueda tener– corrobora la vigencia del dictum: “tota mulier in corpore”: “toda la mujer está en su cuerpo”.
Recuerdo una experiencia profundamente decepcionante que me aconteció no hace mucho, en los pasillos de nuestro Teatro Nacional. Deambulaba yo por ahí, cuando me topé a una exbailarina de respetable trayectoria en el medio nacional. Tan pronto la reconocí, corrí a saludarla –pese a que nunca fue, stricto sensu, amiga mía–. No la veía desde hacía décadas. Venía acompañada por otra colega. Pues resulta que mientras yo le hablaba, ella volvió a mirar a su amiga, y con expresión atónita, como si contemplara a Quasimodo, el Hombre Elefante o el Fantasma de la Ópera, le dijo –sin prestar atención ninguna a mis palabras–: “¡Qué impresionante, verdad!” Fue una agresión. Fue una falta de educación. Fue una falta de decencia. Fue una falta de consideración. Fue una falta de respeto. Fue una falta de clase. Yo creía que era una dama (como tal la recordaba durante sus años de bailarina). Pero ese día vi que me había equivocado. Estaba en presencia de una criaturilla ordinaria, pachuca, chusca, cruel, vulgar, zafia, y posiblemente perversa. La otra opción es que fuese simplemente tonta. Y la verdad es que los tontos le hacen más daño al mundo que los malvados. A todo esto, resulta evidente que ella no tenía espejos en la casa: lucía amarilla, apergaminada, agostada, y tenía arrugas hasta en las arrugas. ¿Qué sabía esta señoritinga si quizás mi obesidad se debía al efecto de ciertos fármacos indispensables para mi sobrevivencia? Tal era y es el caso, por cierto. Y eso merece respeto. Pero claro, esperar respeto de una cafre de esta estofa es como pretender que un chancho escriba y declame sonetos shakespeareanos. Debí haberlo sabido. Creo que el Teatro Nacional debería exigir, de aquellos funcionarios que lo representan, un mínimo de gracias sociales, de empatía, de clase, de “altura cordial” (Ortega y Gasset).
Los ensamblajes de silicona, colágeno y botox que deambulan por las pasarelas, el culto pagano a la mujer delgada, esbelta, alta, que avanza sobre su escaparate dando bandazos a babor y estribor, esa aberración social que es la top model le ha hecho un daño inmenso a la sociedad, a la percepción que el hombre y la propia mujer tiene de sí misma, a la instauración totalitaria, dictatorial, de un canon de belleza al que todos debemos plegarnos dóciles, obsecuentes.
Esta práctica social ha desatado océanos de dolor, segregación, discriminación, suicidios de seres que, viéndose incapaces de conformar con el monolítico modelo que se les impone, prefieren quitarse la vida que seguir por ella en calidad de pequeños monstruos, seres teratológicos, anormales, deformes y físicamente ofensivos (porque es así como terminan por autopercibirse). Sucumben al trastorno psíquico conocido como dismorfia corporal o dismorfofobia, que consiste en una sistemática percepción de las imperfecciones del cuerpo –reales o ilusorias– y a la compulsión consistente en someterse a dietas rigurosísimas, y a incontables y onerosas cirugías plásticas. El resultado de todo este manipuleo suele ser monstruoso: seres profundamente infelices, rostros tumefactos, túrgidos, leoninos. Es una enfermedad co-mórbida de la depresión, la bipolaridad y la ansiedad agudas.
Los senos siliconados llegarán a convertirse en la norma, se “institucionalizarán”, y transformaran en una práctica universal. Cuando esto suceda, los senos naturales emergerán como lo “diferente”, lo “singular”, lo “raro” y por eso mismo precioso, y esto pondrá en marcha un proceso de deconstrucción y regresión hacia el status pre-silicónico del cuerpo femenino. Es probable que lo mismo suceda con los gordos. Cuando todas las mujeres en el mundo tengan el biotipo de Nicole Kidman, y todos los hombres exhiban las líneas de Cristiano Ronaldo, los gorditos seremos justipreciados como raras avis in terra, estableceremos la différence, y seremos valorados por nuestra singularidad, nuestra llamativa peculiaridad. Y sí, creo que “Dios me hará profeta”. No viviré para verlo, pero eso no tiene la menor importancia.
La agresión a los gordos debe identificarse como una forma de racismo, de violencia verbal, de exclusión, de ideología perversa, profundamente reñida con el espíritu de la democracia. Hemos de poner alto a esta locura, esta lamentable vesania. Después de todo, ¿qué es un gordo? Un ser humano que por causa de una enfermedad, o por decisión tomada desde sus libérrimos, inalienables derechos, ha decidido divergir de la normativa estética que la sociedad le impone al rebaño humano. Es una posición que exige nuestro respeto y más que nuestra tolerancia: nuestra consideración y nuestro amor. Y nunca olvidar la irónica sentencia de Ortega y Gasset: “En nuestra sociedad, todo el que es diferente es indecente”.
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