Jacques Sagot
La agresión física entre jugadores puede asumir todos los rostros imaginables: puñetazo, zancadilla, patada, cabezazo, jalón de pelo, mordisco, pellizco, dedos que merodean partes hipersensibles de la fisiología del rival, miradas, gestos, y luego la infinita gama de los oprobios verbales.
En esta última categoría el canalla de Materazzi sentó cátedra al perseguir a Zidane durante toda la final del campeonato mundial Alemania 2006, espetándole las más provocadoras ofensas. El francés soportó 110 minutos de denuestos, vilezas, elaboradísimas afrentas al honor… hasta que el viscoso y bajuno rufiancillo italiano lo llamó “terrorista árabe” y le narró los detalles de lo que había constituido una noche de amor con su hermana (hecho que, por supuesto, solo existió en su enferma imaginación). La agresión verbal debería ser castigada con la misma severidad que la agresión física, pero tal parece que la FIFA está a siglos luz de implementar estas medidas. Es con vergüenza que debo admitirlo: en su momento deploré que Zidane no le hubiera fracturado el esternón a su acosador con el golpe de cabeza que todos recordamos, y que terminó por costarle el título a Francia.
Al catálogo de afrentas físicas es preciso añadir el mordisco que el caníbal Luis Suárez le infligió a Chiellini durante la colisión Italia-Uruguay en la primera ronda del campeonato mundial 2014. Digno de Hannibal Lecter, de Jack el destripador, de Mike Tyson cuando con feroz dentellada le cercenó una oreja a Evander Holyfield. Suárez ya tenía un nutrido expediente de mordiscos, al hincar sus dientes de castor en el hombro del pobre defensa italiano. Debería haber sido suspendido durante dos años de la práctica del fútbol profesional. Muy por el contrario, la bestial tarascada lo catapultó a la exosfera de la gloria futbolera planetaria, e hizo de él una leyenda viviente. Así disfunciona este mundo – inmundo, esta sociedad – suciedad, este manicomio con mucho de presidio y no poco de zoológico que es la farándula deportiva.
Una forma de agresión particularmente infame es el escupitajo. Califica, por supuesto, como agresión física, pero en este caso el agresor usa una sustancia, una excreción de su cuerpo –la rarificada materia de la saliva– como proyectil contra su contrincante. El escupitajo es un puñetazo en el que la materia se ha sutilizado, se ha enrarecido: la saliva opera como el puño y los nudillos, se convierte en extensión del cuerpo. El escupitajo es un manifiesto, un gesto grávido de significación. He aquí todo lo que un hombre le expresa a otro, con esta agresión abyecta, oprobiosa. “No soy yo quien te odia, sino mis vísceras, mi entraña, los mecanismos más automáticos de mi ser. Por eso te ofrezco mi mucus, mi saliva, los más viscosos de mis fluidos corporales. Con ellos elaboro en mi boca un proyectil, y te lo disparo a la cara. Hubiera preferido defecar u orinar sobre vos, pero estándome la evacuación pública de tales materias prohibida, opto por un cuajo de flema mocobronquial. Con ella te digo que te detesto desde las más íntimas, recónditas cavidades de mi cuerpo. Al hacerte depositario de mi gargajo, te homologo a una letrina, un caño o, por decir lo menos, una bacinica. Te regalo con ello no menos de 80 millones de bacterias. Porque –entérate– mi saliva es un marasmo, un pestilente pantano habitado por toda suerte de bacterias, gérmenes, virus, hongos y protozoos. ¡Y ahora todo ese zoológico es tuyo! Son alrededor de 700 variedades de microorganismos, y yo los deposito sobre tu rostro, sobre las mucosidades de tus ojos, de tus labios, o te los cuelgo del pelo, a la manera de una “ornamental” guirnalda. No mereces el insulto verbal –no hay palabra que encapsule el desprecio que me inspiras– ni el puñetazo: tengo que herirte de una manera que no solo te lesione, sino también –sobre todo– te degrade, te reduzca a la dignidad ontológica de un orinal, un tanque séptico, una escupidera. Con el golpe te honro: el moretón hará de ti un mártir, y el público correrá a mimarte– mientras que el salivazo suscitará asco, pero no despertará la solidaridad, la identificación y la empatía del espectador. ¿Cuál es el color, el olor o la consistencia de mi salivazo? He ahí otra de las ventajas de esta agresión: solo tú lo sabrás, solo tú lo “degustarás”, solo tú lo sentirás correr por tu rostro. Es una agresión personal, íntima, ejecutada con quirúrgica precisión, un “mensaje” dirigido a ti, y nadie más que a ti”.
Los árbitros deben tener clarísimo el contenido semiológico del escupitajo, la inmensurable ira que lo motiva, la magnitud de la vejación que supone. El escupitajo es un texto: demanda lectores y hermeneutas avezados, que sepan descodificarlo y exponer el horror de su significado. Es grávido en contenido psicológico, en poder de denigración, en potencia ofensiva.
Uno de los juegos de octavos de final del campeonato mundial Italia 1990 enfrentó a Alemania y Holanda (campeona europea vigente). Fue un partidazo absolutamente espectacular, muy posiblemente el mejor de la justa. Pero tuvo su lunar (más aún: su úlcera supurante): en el minuto 22, el líbero holandés Rijkaard escupe el rostro del delantero teutón Völler, quien reacciona violentamente. Ambos fueron expulsados. Se trataba de jugadores maduros, experimentados, ganadores inveterados. ¿Para qué ensuciar de manera tan lamentable un encuentro que en todos los demás aspectos calificaba como obra maestra del fútbol? Imperdonable. De este intercambio de piezas (como en el ajedrez) salió perjudicada Holanda, pues mientras que Alemania tenía a otro ariete (Klinsmann en su mejor forma), la primera perdió al hombre que fungía como columna vertebral de su equipo. En efecto, los tedescos se impusieron con marcador de 2-1 a los holandeses.
El tema de este artículo es inherentemente vil, lo sé, pero ello no significa que el abordaje que propongo lo sea igualmente. Creo que es importante detenerse a considerar lo que el escupitajo encapsula a guisa de mensaje. La historia del fútbol está llena de ellos. Entérense, amigos y amigas, que entre los “escupidores” impenitentes y recurrentes en la historia del fútbol figuran el español Piqué, el argentino Messi, el también argentino Maradona, el paraguayo Chilavert, el camerunés Samuel Eto´o, el holandés Robben, el brasileño nacionalizado español Diego Costa, y el italiano Totti, por no mencionar más que a algunos.
Uno de los más recientes escupitajos fue protagonizado por el francés Karim Benzema, goleador del Real Madrid. Benzema escupió tan pronto terminó de sonar la Marsellesa. Su gesto provocó encendida polémica en Francia, donde muchos pidieron que se le excluyera de la selección gala. La polémica comenzó cuando la eurodiputada conservadora Nadine Morano exigió a través de su página Facebook que esa insolencia se tradujese en su expulsión de Francia.
No hay lugar en el fútbol para este tipo de trapacerías, de incalificables guarrerías. En Costa Rica he visto a incontables jugadores –¡y también a directores técnicos!– ejecutarlas de manera siempre disimulada y oblicua. Los árbitros –administradores de la justicia en el terreno de juego– deben asumir una política de cero tolerancia ante estas horrorosas regresiones a la barbarie paleolítica. Es con pesar que las narro, es con dolor que las comento, es con el alma recogida sobre sí misma, tal un pájaro herido, que las expongo ante mis lectores. El fútbol tiene su rostro en sombra, su faz hecha de tinieblas y pestíferos hedores. Mi deber es exponerla para su universal condena.
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