Jacques Sagot
¡Cielo santo! ¿Es siquiera necesario justificar por qué un aficionado al fútbol es saprissista? ¡Pero si las razones se caen de puro obvias! Comprendo que alguien tenga que explicar su liguismo o heredianismo valiéndose de los más circunvolutos retruécanos históricos y deportivos (y de Cartago ni hablemos: ese gana una vez por siglo, y supera en su órbita al cometa Halley, que pasa cerca de la Tierra cada 76 años). ¿Pero dar razones para fundamentar mi saprissismo? Los triunfadores no tienen que dar razones: ese tipo de ejercicio mental es propio de los perdedores. Suelen hacerse muy hábiles en todo tipo de paralogismos y complejos sofismas, para el caso. Los ganadores se limitan a catar, a degustar sus éxitos, los ojos cerrados, y el paladar convocado a su máxima sensibilidad.
Soy saprissista porque Saprissa es por mucho el equipo que más satisfacciones le ha regalado a su afición, y ello pese a ser un recién nacido, comparado con los demás equipos “veteranos”, “clásicos” o “históricos” de Costa Rica: todos le llevan no menos de quince años de existencia. Y por su parte, Saprissa le lleva a su más inmediato seguidor siete campeonatos de diferencia. Mi niñez coincidió con el glorioso hexacampeonato 1972-1978, me crie constatando que en Costa Rica el equipo que más ganaba era el deportivo Saprissa. Los niños, naturalmente, se identifican con los ganadores, no con los perdedores. Es una proclividad normal, saludable: preocupante sería el caso de un niño que sistemáticamente se identifique con los derrotados.
Por otra parte, mi padre era en esa época saprissista, y con mucho mayor ardor lo era mi hermano, que de Dios goce. Es un hecho de fácil verificación: los niños suelen asumir las banderías deportivas del padre, en una época en la que este figura como admiradísima y absoluta figura de autoridad, en la era que podríamos llamar: “mi papá es mi héroe”. Así que hay en mi militancia un componente de orden genealógico, familiar.
Soy saprissista porque es uno de los cuadros que más figuras de relieve internacional le ha dado al país. Cracks de primerísima línea, jugadores excelsos en todas las áreas del terreno de juego. Ellos fueron héroes de mi infancia: a esos nadie los destrona, nadie los defenestra: asumen un perfil para la eternidad, viven en nosotros sub speciae aeternitas, el niño dentro de nosotros se encarga de estar reverdeciendo sus laureles mediante la evocación sistemática de sus proezas.
Algo similar me sucedió con la Selección de Fútbol de Brasil. Viendo la final del Campeonato Mundial México 1970 en un televisorcito “de juguete” en blanco y negro, le pregunté a mi papá con quién iba él. Sonrió y me dijo: “con Brasil”. Tenía yo a la sazón siete años de edad. Una vez más, el niño asume las beligerancias del padre: me declaré ipso facto adalid de la Canarinha, y sigo siéndolo fervorosamente. ¿Me equivoqué en mi elección? Pues no. Aunque son muchos los campeonatos en que Brasil ha caído con mayor o menor gloria, sigue siendo el único equipo que ha ganado cinco campeonatos mundiales, nadie puede quitarle lo bailado (amén de Copas América, Copas Confederaciones, y toda suerte de torneos circunstanciales). Así que mi papá, una vez más, no me engañó: ningún equipo mundialista puede jactarse de haberle deparado a su torcida más satisfacciones que la Auriverde. Y ha ganado en limpia lid todos sus cetros: en vano buscaremos en Suecia 1958, Chile 1962, México 1970, Estados Unidos 1990 y Corea del Sur - Japón 2002, el tipo de marrullas y de mafiosas maniobras con que Italia “ganó” en 1934 y 1938, Inglaterra “ganó” en 1966, y Argentina “ganó” en 1978 y 1986. Conozco la historia: sé de lo que hablo, y tengo las pruebas necesarias para sustentar este aserto. Ha sido objeto de escrupulosos exámenes por periodistas e investigadores connotados y premiados por su labor indagatoria.
Soy saprissista porque durante mi infancia la divisa morada fue sinónimo de triunfo. Mi respeto por el Club Sport Herediano y la Liga Deportiva Alajuelense es profundo. Sé que son grandes cuadros, y lo crean o no, conozco sus trayectorias mejor que la vasta mayoría de sus seguidores. Pero por principio, por definición, de manera apriorística, un buen torcedor solo puede tener un equipo de su predilección. El pancismo o las apostasías -frecuentes en el campo de la política- son un fenómeno de rara incidencia en el deporte. Cualquier sondeo estadístico de opinión nos revelaría que quien le da su adhesión a un equipo de fútbol, muere defendiéndola. Un fenómeno psicológico algo enigmático, y sin duda merecedor de estudio.
En algún momento de mi vida acostumbré ir al estadio Saprissa, y lo crean o no, llevaba mantas de gran extensión para apoyar a mi equipo. Una de ellas llegó a causar cierto revuelo: decía, simple y sencillamente, “GUIMA”, y me refería, por supuesto, a nuestro gran exjugador y director técnico Alexandre Guimaraes. Allá, durante el primer lustro de los años ochenta, Guima fue, sin el menor asomo de duda, el mejor jugador morado. Construía juego, y al mismo tiempo tenía una pasmosa facilidad para el gol. En una ocasión quedó como segundo mejor goleador del campeonato, y ello solo un gol por debajo de quien fue declarado “balón de oro”. Guima era un volante creativo, pero a su modo era un falso 9, esto es, el tipo de jugador que enhebra la acción ofensiva, y llega también el cierre de la jugada como lo haría el mejor delantero del mundo. Admiro infinitamente el juego de su hijo Celso, que me seduce por una razón medular: es un hombre que siempre hace el mejor pase posible en cada situación y posición en que se encuentra. Recupera balones, cubre espacios y además construye: es el mejor volante mixto que al día de hoy tiene el país. Pero lo que más me fascina es que su juego tiene algo de mozartiano: cada uno de sus pases es el más simple, el menos comprometido, el más avalado por el sentido común, el más eficaz, en suma, el pase óptimo. Recuerden, amigos y amigas: solo hay un pase óptimo en cada coyuntura dada de un partido de fútbol. Luego hay opciones buenas, aceptables, pasables, malas o pésimas. Pero la elección idónea solo puede ser una en el universo entero. Celso tiene este atributo, y es muchísimo más importante de lo que la gente se imagina.
Así que soy saprissista. Jamás lo he ocultado. ¿Por qué habría de hacerlo? No hay en ello desdoro alguno. Me limito, simplemente, a dejar testimonio de que admiro y respaldo al equipo más triunfador en la historia del fútbol costarricense. ¿Puede alguien negar tal aserto? ¡Pero si es lo que Aristóteles hubiera llamado “un juicio apodíctico”, esto es: 2 + 2 = 4! No hay vuelta de página, no hay discusión posible: es una afirmación cartesiana, objetiva, cuestión de números.
Empero, por poco que hayan ustedes leído mis viejas columnas para La Nación, recordarán que he sabido ser severo y cáustico con Saprissa, cuando entra en períodos de turbulencia y mediocridad. La crítica debe estar motivada y fundamentada por el amor. Nadie critica algo que le resulte indiferente y cuya suerte no le preocupe en lo absoluto. Me gusta ganar (¿a quién no?) y cuando mi amado equipo me defrauda empuño la daga y el estilete, y adopto un tono vitriólico y mordaz. La ironía es una excelente arma argumentativa (aunque en Costa Rica no la conocemos: no hemos aún salido de la chota y el chiste de cantina). Conviene servirse de ella con donaire y savoir faire: fue lo que hicieron Sócrates, Voltaire, Cocteau, Wilde, Shaw, Gómez de la Serna, Faulkner y Cortázar, entre muchos otros notables.
Yo sé que este comentario me va granjear muecas, gimoteos, sacadas de lengua, escupitajos verbales, linchamientos cibernéticos, ladridos, balidos, chillidos, rebuznos, maullidos, relinchos, croares, parpeos, graznares, aullidos, gruñidos… todas las jaulas del zoológico abiertas, y la población animal que corre feroz por las calles de la ciudad. No es cosa que me preocupe en lo absoluto. Estoy acostumbradísimo a ese tipo de masivas ejecuciones públicas. Mientras sean puramente simbólicas no hay problema. Cuando la canalla pase a los actos, ahí sí tendré que contratar los servicios de Van Damme, Terminator, Rambo, Spiderman, Indiana Jones, Harry el Sucio y Chuck Norris como guardaespaldas.
Y por último, los rasgos que más me identifican con el saprissismo: soy encantador, simpatiquísimo, adorable, guapo, inteligente, culto, seductor, imposible de no amar, un símbolo sexual, un magneto para todas las bellas mujeres del mundo. Ese soy yo, sí. Es parte de mi mística y mi aura saprissista. Creo que mi único defecto consiste en mi excesiva, patológica modestia.
Y por cierto, amigos: creo que estoy padeciendo de alguna pequeña distorsión visual; juzgo prudente consultar a un oftalmólogo. Hoy pasé por Alajuela, y vi los campos, los sembradíos, las montañas, los ríos, las casas y aun las personas teñidas de color morado. Morado de los pies a la cabeza, sí. ¿Qué portentoso baldazo de pintura les habrá caído encima? ¿Cuál puede ser la causa de esta disfunción óptica? Si, pensándolo bien, creo que consultaré a un especialista.
¡Abrazos afectuosos para todos!
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