Lucifer capturado
Jacques Sagot
Viernes Santo. Alta, la noche. Y fría. Mi taxista y yo hemos quedado atrapados en medio de una procesión de Semana Santa, ahí por el lado de Barrio Córdoba. En Costa Rica, durante mi infancia, esas opresivas, aterradoras escenificaciones del martirio de Cristo solían sobrecogerme. Era llevado por mi mamá a verlas. Los encapuchados, el siniestro, inexorable paso de los soldados romanos, el redoble de tambores, sombrías fanfarrias que se insinúan en la lejanía, y avanzan, y avanzan: algo así como “Los pinos de la Vía Appia”, de Respighi, sin el esplendor de la pieza, sobra decir. Una fuerza que nada ni nadie puede detener. Yo me aferraba a la mano de Mamá. La procesión salía de la iglesia de San Francisco de Dos Ríos, y evolucionaba hasta la iglesia de Barrio Luján. La atroz multitud, monstruo policéfalo. Los rostros de dolor. La parafernalia del calvario. Por fin, El Gran Mártir. Los latigazos, las ropas llenas de sangre, los pies descalzos, la corona de espinas, su caminar lento, penoso, aquella expresión de éxtasis en medio del dolor, las pupilas perdiéndose hacia lo alto de las cuencas, la media luna de la parte inferior de los ojos perfectamente descubierta. Las caídas… una siempre frente a mi casa, “comme par hasard”. Y mi miedo que llegaba a las lágrimas. “No se preocupe, papito, no lo están matando: es “de mentirillas”. No veía el drama: lo vivía en mi propia carne. Y mi furia contra la chusma que de él se reía: recuerdo una especie de bufón que imitaba su caminar, que parodiaba la expresión de su rostro, perverso travestismo del suplicio. Mi identificación –a través de la sangre–con la figura de Jesucristo era profunda. No entendía nada de lo que estaba pasando, pero ya me identificaba con él. ¿Sería hemofílico, él también? ¿Por qué no lo llevaban al hospital? ¿Dónde estaba la ambulancia, dónde el plasma y las enfermeras?
Y ahora, no sé cómo ni cuándo, mi taxista ha caído en el cepo de este lento magma procesional. Tomó una mala vía, cruzó donde no debía, cometió algún error perfectamente evitable… y henos aquí, formando parte de la procesión. ¿Qué diantres tiene que hacer un Toyota rojo en medio de un simulacro de crucifixión destinado a recrear el martirio del Redentor en Jerusalén, trasplantado a Barrio Córdoba, en San José, Costa Rica, en marzo de 2023? El carro constituía, por decir lo menos, un chillón anacronismo en medio de tal escenografía. ¿Cómico, grotesco, ridículo, herético? No lo sé. Pero estábamos atrapados, y no había más remedio que dejarnos arrastrar por el flujo humano de penitentes. Mi amigo taxista profiere dos o tres juramentos de una procacidad que hubiese podido abrir los cielos y generar una lluvia de fuego. Yo, pues asumo la situación como algo insólito, surrealista, y sin duda, material literario de óptima calidad.
En términos de dinero, perderá el taxista tanto como yo: avanzamos al lentísimo tempo pautado por “El Duelo de la Patria”. “Es un error, sabe usted, que esta pieza se use para las procesiones de Semana Santa: es música militar, una marcha fúnebre republicana compuesta para celebrar las exequias de don Tomás Guardia, allá en 1882: no es, en modo alguno, música religiosa”. “Pues por mí podría tanto ser una marcha fúnebre como una cumbia, la cosa es que aquí voy perdiendo gasolina, tiempo, trabajo, dinero, y todo para que este montón de vagabundos hagan su payasada… No sé por qué no van a hacerla a los pueblos de campo: en medio de San José estas carajadas deberían estar prohibidas”.
Bueno, “so much” por mi comentario musical, que obviamente no había sido apreciado. Yo, a decir verdad, me sentía conmovido. Las imágenes de la infancia adquirieron el espesor y la vivacidad del presente, del “hic et nunc”. Mi espontánea gravitación hacia las figuras femeninas: la Verónica, que una y otra vez le enjugaba el rostro al Supliciado; María Magdalena, la pecadora absuelta; la Virgen María, silenciosa, siguiendo a su hijo. María, más bella que Eva, la primera creyente, la primera fiel, la iniciadora en el Gran Misterio, la elegida para la revelación, la noche de epifanía, Ella, la guía, la intercesora ante un padre legislador e inclemente. Siempre sentí -y sigo sintiendo- fascinación por esta Madre Universal: quisiera que ella fuera, no la madre de Dios, sino Dios mismo. Su presencia, discreta, casi “self-erasing”, en los evangelios. Su sensibilidad de poeta, de divina alucinada, pues, ¿de qué otra manera hubiera podido ser receptora de la Voz? Y la forma bellísima en que la describe el Apocalipsis: “La mujer cubierta de sol, los pies sobre la luna, y rodeada de estrellas”. Siempre he soñado con verla, u oírla, con que me sucediera algo así como lo que le pasó a la humilde Bernadette, en Lourdes. Tengo una amiga que dice haberla visto pasar a su lado, una vez, cuando era niña: le creo, y la envidio. A mi mente acuden los bellísimos versos que Charles Péguy le dedica a Nuestra Señora de Chartres: “Estrella de la mañana, inaccesible reina, henos aquí caminando hacia tu ilustre corte, y he aquí el don de nuestro pobre amor, y en nuestras manos, para ti, el océano de nuestra inmensa pena”.
Pero mi amigo taxista no podría ser menos sensible al pathos místico y específicamente mariano del ritual. Sus palabrotas y maldiciones me hacen el efecto de eructos en medio de un adagio de Mozart. El contraste no podría ser más brutal, ni el efecto de conjunto más heteróclito. Vuelvo a subsumirme en las brumas de la infancia, y veo a esa otra mujer que le iba dando agua a Cristo a lo largo del vía crucis. Porque Él pedía que le dieran de beber: lo recuerdo bien: la voz ahogada por la sed, casi ininteligible. ¿Quién era, quién era ella? Hubiera podido besar sus pies. Supongo que podría investigarlo, pero no lo voy a hacer. Que quede así: como la Mujer dadora de vida, la universal, la absoluta, la innominada. Evoco la redoma llena de agua: era real, se derramaba sobre la túnica de Jesús cada vez que la acercaban a su boca. El ejército romano: la banda municipal tocando el mentado “Duelo de la Patria”, la amenazadora palpitación de los tambores, las trompetas, los cornos, los trombones… oscuros, aviesos. El centurión marchaba adelante. Los soldados llevaban escudos y lanzas. Cascos con penachos rojos. Botas altas, amarradas a la altura de las pantorrillas por lazos en forma de X, ese calzado que hoy en día llaman, precisamente, “romano”. Acerados parapetos, uniforme con flecos plateados, imitando el metal. Paso robótico, “motorisch”, aterrador. Una música que Berlioz había ya soñado en la primera parte de su “Sinfonía Fúnebre y Triunfal”: metales y percusión.
Y ahora, en medio de todo aquello, un taxi con un chofer que gesticula y maldice como un poseso, infiltrados en medio de la procesión. ¿Hay alguna manera de concebir históricamente la presencia de un Toyota Corolla híbrido recargable rojo en el año 33 de la era cristiana? ¿Abordando quizás la máquina del tiempo, de Wells? ¿No podríamos, tal vez, asumir que se tratase del vehículo de un tribuno romano particularmente ostentoso y tecnológicamente adelantado a su tiempo? Me doy cuenta de que la furia de mi taxista procede, en buena medida, de ese atroz sentimiento que conocemos como “ridículo”. Sentirse expuesto, desfasado, disonante, descontextualizado, heterogéneo con respecto a su entorno –y, además, impotente para escapar a su coyuntura– lo llenaba de ira. Se sabía observado. Con perplejidad, con mofa, con indignación. Por ahí algún chusco gritó: “¿Idiay? ¿A quién llevan en el taxi? ¿A Poncio Pilatos?” Yo reí. Luego vi el rostro del taxista y deploré mi reacción.
Me dediqué, a fin de atenuar mi malestar, a ver la procesión desde mi privilegiada coyuntura. Y volvió a sucederme lo mismo. En lugar de “descubrir”, “evoqué”. La inmersión en los desvanes de mi infancia era inevitable. La Verónica (“veros icono”: la que ve la verdad), en andas, enunciando periódicamente palabras de las que no me queda recuerdo alguno. Pero sí estoy viendo la forma en que secaba el sudor, la sangre, las lágrimas de Jesucristo con una manta donde su rostro quedaba impreso tres veces. Pensaba en los vendajes de mi infancia: elásticos, de color café, los que ciñen la rodilla, el codo o el tobillo, y reafirman el paso… esa deliciosa sensación del equilibrio reencontrado. ¿Por qué, por qué, Mamá, no le vendaban la cara? El ángel confortador venía detrás del Supliciado. La parroquia siempre escogía a la chiquita más linda del pueblo –valga decir, la más rubiecita y la que tuviera los ojos más azules– para encarnar al ángel, el que se le había aparecido a Jesucristo en el Monte de los Olivos, después de que, de rodillas y sudando sangre ante la imagen de su pasión, había clamado: “Aleja de mí, Padre, este cáliz; pero si he de beberlo, que se haga Tu voluntad”. Y los otros dos mástiles en el silencio de la colina bañada de rubros resplandores: los ladrones crucificados, el incrédulo como el creyente: “Hoy mismo estarás conmigo en el Reino de los Cielos”.
Mi taxista bufa, golpea el exterior de la puerta de su carro con su colosal manaza, como si arriara a una yegua, y les grita a los actores: “¿No tienen nada mejor que hacer, manga de holgazanes? ¿Por qué no van a recoger café, en lugar de andar bloqueando el tránsito y jodiéndole la vida a los que sí queremos trabajar? ¿Creen ustedes que se van a ganar el cielo, con toda esta chanfaina? ¡El cielo es para los que breteamos de sol a sol, como yo!” Jamás había asistido a tan disonante yuxtaposición de lo sacro y lo profano. Dos dimensiones de la existencia absolutamente incompatibles. El carro avanzaba al ritmo impuesto por la marcha fúnebre y la pausa de las caídas de Cristo. Por un momento, temí que el taxista, en un acceso de furia irreprimible, pisara el acelerador y arrollara a toda la concurrencia, trocando el martirio de la cruz de Cristo en un masivo atropello en la vía pública. Ni clavos en pies y manos, ni corona de espinas, ni lanzazos en el flanco: Cristo moriría embestido por un conductor iracundo, en San José, Costa Rica, en el año 2023. Corrección histórica importante, para los futuros evangelios.
Yo seguía chapaleando en las aguas de mi infancia. Las niñas vestidas de blanco, llevadas en andas, que alegorizaban las siete últimas palabras de Cristo, escritas en mantas, la más bella y simple de todas: “Madre, he aquí a tu hijo; hijo, he aquí a tu Madre”. Atrás, Juan el evangelista, para el cual siempre se escogía a un hombre de aire adusto, sereno, largas y plateadas sus barbas. Pero, una vez más, de todos aquellos actores, en aquella portentosa “mise-en-scène” –remanente de los “misterios sacros” de la Edad Media–, el que más me conmovía era el de la Virgen María: su silencio, su dolor contenido, la completa ausencia de gesticulaciones, todo para adentro, para adentro, para adentro. “No quiero amar si no es a la Virgen María: todos los otros amores me son ordenados, comandados” –nos dice Verlaine–. El personaje más importante de la gran saga bíblica, el que lo posibilitó todo, aquel sin el cual la venida de Cristo hubiera sido impensable: “Tu esclava soy, Señor, hágase en mi cuerpo según Tu Palabra” –es, junto a su participación en Canaán, todo cuanto dice en los evangelios, después de la Anunciación–. El gran SÍ. La mujer sigue siendo eso: la detentora del SÍ o del NO: “¡Y como suena, encantador murmullo, el primer Sí que sale de los labios bienamados!” –sigo evocando a Verlaine–. La concepción, con o sin “mácula”: ¡a mí qué me importa la vida sexual de María! ¡La concepción es siempre un milagro, siempre divina: todas las mujeres del mundo son María, mi madre la primera de ellas! Pienso en las tres marías: la Virgen; María Magdalena, quien el domingo por la mañana descubre la tumba de Jesús vacía y corre a anunciar la noticia; y María, la hermana de Lázaro, sufriente en su impotente gratitud. A veces me pregunto si mi culto por la mujer no proviene de mi temprana familiarización con las grandes heroínas bíblicas: Eva (¡cuán bella habría de ser!), Ruth, Esther, Judith, Raquel, Sarah, Dalila, Jezabel, Elizabeth, Salomé… fueron mis primeros fantasmas. Una tras otra, me enamoré de todas ellas, de las angelicales como de las sulfurosas y castrantes (¿qué más fascinante que el duelo erótico entre Sansón y Dalila, entre Salomé y Juan el bautista?) Y el momento en que Booz, “mientras los astros esmaltaban el cielo profundo y sombrío” (Victor Hugo), fecunda a Ruth, la moabita, es el summun del erotismo, en lo que este tiene de más sacramental, y nocturnamente misterioso.
Mi amigo taxista hace lo impensable: ha comenzado a pitar. Una bocina estridente, un chillido que horada los tímpanos y eriza la piel. Los feligreses lo miran con repugnancia, y alguno de ellos lo insta a tener un poco de respeto. El energúmeno responde: “Hoy se muere Cristo por segunda vez, sarta de vagabundos, y con él todos ustedes, porque voy a acelerar y me los voy a llevar en banda. Una hora ya aquí pegado, viéndolos a ustedes latiguearse y mariquear… manda güevo: con solo esto se me fue al balde mi día de trabajo”. Era la voz de un psicópata presto, en efecto, a pasar al acto. Alguna gente se hizo a un lado, pero el grueso de la procesión, con su elaborada parafernalia teatral, siguió por el centro de la calle. No era culpa de nadie… cuestión de un insignificante descuido humano, supongo. La procesión había sido sin duda anunciada, la policía habría cerrado al tráfico las calles que constituirían el itinerario del cortejo… salvo por aquella en la que mi taxista tuvo el infortunio de desembocar. ¡Vamos pues, seamos parte de la romería, puesto que tal cosa ha dispuesto la providencia!
La procesión del Viernes Santo: siempre al caer la tarde, con aquel color de crepúsculo grana: “El sol se ha ahogado en su sangre, que ya coagula” (Baudelaire). Todo era sangre, todo estuvo siempre en la sangre. El cielo, Cristo y yo éramos hemofílicos, y los soldados, los torturadores con sus lanzas – agujas – jeringas. Y yo miraba todo aquello con ojos dilatados, prendido de la mano de Mamá: la fascinación del terror, el terror de la fascinación. Extrañamente bello. Los colores, los sonidos, las texturas de las ropas: asedadas, aterciopeladas unas, bastas, sucias y desgarradas otras. Y la respiración contenida de los espectadores, algunos llenos de devoción, otros, sin duda, movidos por mera curiosidad. ¡El hombre que multiplicara los panes, que multiplicara los peces, que multiplicara los hombres, incapaz de liberarse a sí mismo! Para mí era un estremecimiento. Desde entonces ha quedado en mi mente el terror asociado a lo sacro, lo sacro asociado al terror. “Mysterium tremendum, mysterium fascinans”. Y al llegar a la parroquia de Barrio Luján, los clavos hundiéndose en la carne del Redentor. La cruz que se levanta, cumpliendo con la profecía de Isaías: “Aquel que será levantado”. Y yo, sufriendo al ver aquella incoercible hemorragia: “Mamá: ¿por qué no llaman a la ambulancia? ¿Y a Ydalie, y al doctor Elizondo? Él podría curarlo. En la casa hay plasma: deberíamos darle un poco”.
El cristianismo es una religión del dolor. Sus sacerdotes lo niegan. Se irritan, cuando se les dice tal cosa. Por eso la voy a repetir: el cristianismo es una religión del dolor. No hay nada vergonzoso en ello. Es precisamente lo que la hace grande, su más bello título de gloria. ¿El dolor trascendido, o antes bien, mórbidamente glorificado? No lo sé. Tal vez las palabras de Cristo invitaban al gozo, pero la tradición las pervirtió. La voluptuosidad del dolor. Acaso sea esta una de las más plenas –si bien oblicuas– manifestaciones de la sensualidad. “La petite mort”: ahí donde Eros y Tánatos se confunden. San Sebastián –Adonis entre los mártires– atravesado por cientos de flechas. Más bello y escultural que nunca, en su suplicio. La aterradora hermosura de la muerte. ¡Y pensar que quizás mañana mismo me corresponda descubrirla!
Bueno, a todo esto, creo que es correcto afirmar que nuestro carro, inserto en medio de una turbamulta de soldados romanos, mendigos, leprosos escapados de sus lazaretos, sollozantes mujeres, pescadores, agricultores, ángeles, vírgenes, músicos de banda municipal y Jesucristo redivivo, constituía la procesión más heterodoxa jamás vista en la historia del sacro ritual. Hubo un momento en el que teníamos a Judas Iscariote de un lado, a María Magdalena, la pecadora absuelta, del otro, a una legión romana delante, y un grupo de plañideras detrás nuestro. Para colmo de males, los pitazos del taxista no coincidían con los tiempos fuertes del “Duelo de la Patria”, y generaban constantes síncopas que confundían visiblemente a los músicos. El trompetista, encargado de enunciar el tema principal, miraba de reojo al taxista con expresión de caníbal, y este le devolvía la cortesía con aire de genocida. El vehículo se había llenado de incienso, aroma que con proustiana inexorabilidad me devolvía a honduras aún más recónditas de la niñez. Felizmente, y cuando la tensión amenazaba con romperse en el catártico estallido de un intercambio de puñetazos, llegamos a una calle en la que podíamos doblar y eludir el resto de la procesión. Chillando llantas y regalándole a los orantes un pitazo final y cuatro o cinco insultos a guisa de gran “finale” sinfónico, el taxista tomó de inmediato el atajo. Iba contra vía, cosa que le importó un bledo, tal era su desesperación por librarse de la claustrofobia. Al final de la cuadra me dijo: “¿Sabe qué? No le voy a cobrar el servicio. Aquí lo dejo, y vea usted cómo se las arregla para llegar a su destino. Yo solo quiero alejarme de este manicomio lo más rápido posible”. Insistí en pagarle, pero con un gesto de la mano me disuadió de ello. Por poco, hubiérase dicho Mefistófeles huyendo de los coros celestiales, al final de “Fausto”, de Gounod. No me dio tiempo ni de decirle “gracias”. Se dio a la fuga en la dirección opuesta de la procesión, y desapareció en medio de una humareda acre y fuliginosa.
Yo desanduve la cuadra, y me sumé a la comitiva. No soy un hombre pío, no soy católico practicante, nunca voy a misa, y no observo ritual religioso alguno. Pero me gusta revisitar la infancia. Algo, evidentemente, quedó perdido en ella. Algo que sigo buscando, y que quizás algún día reencuentre.
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