Jacques Sagot
¡Qué prodigio! Como por arte de birlibirloque, los actos de violencia contra la población islámica en el Reino Unido han disminuido en un 50 % en meses recientes. Los correos y mensajes de odio han experimentado un descenso del 20 %. ¿Será por ventura que los británicos de pronto han descubierto ese motor de la historia humana que se llama “multiculturalismo”? No.
La explicación es bastante menos halagüeña. Resulta, simplemente, que en el Liverpool Football Club —a punto de consagrarse monarca de la Liga de Campeones de Europa— milita quien es uno de los tres mejores futbolistas del planeta: el egipcio Mohamed Salah. El héroe que devolvió al Liverpool a sus años de gloria futbolística, al deleite de una mies que no saboreaba desde el 2005, cuando por última vez se alzó con esta presea.
Es así como, por ensalmo, todo el Reino Unido se inclina ahora ante este egipcio, incluido por la revista Time entre las cien personas más influyentes en el mundo, este musulmán que celebra sus goles ejecutando el sujüd, esto es, la oración (salat) en la cual la persona se prosterna de hinojos con la frente, la nariz, los brazos, los codos, las rodillas y las piernas en contacto con el suelo.
Es bello verlo oficiar esta pequeña liturgia con cada uno de sus tantos, como era bello ver al brasileño Jairzinho, en 1970, caer de rodillas, persignarse y elevar la mirada y los brazos al cielo después de cada gol. La gratitud, la devoción, el fervor, el entusiasmo, la fe son siempre bellos. La hija de Salah se llama Makka, en tributo a la sagrada ciudad islámica de La Meca.
Salah está logrando en el Reino Unido lo que la negritud de los Estados Unidos consiguió mediante el ejercicio de la excelencia atlética. El trepidante discurso del reverendo Martin Luther King conocido como I have a dream, pronunciado en Washington el 28 de agosto de 1963, conmovedor llamado a la reivindicación de los derechos civiles y económicos de la población afroamericana, no hubiera prendido en las fibras íntimas de la sociedad sin las proezas deportivas de una serie de atletas ejemplares, poco menos que sobrehumanos, que por mucho lo precedieron.
Jack Johnson, “El Gigante de Galveston”, primer campeón mundial negro de los pesos completos, allá en las dos primeras décadas del siglo XX. Jesse Owens, quien en las Olimpíadas de Berlín 1936 frustró el sueño hitleriano del Übermensch arrasando con cuatro medallas de oro (pese a lo cual el presidente Franklin Delano Roosevelt se negó a recibirlo en la Casa Blanca, y terminó trabajando como ascensorista en un hotel, donde murió en la miseria).
Joe Louis, dueño absoluto del boxeo durante la década de los cuarenta, el bombardero de Detroit, quien demolió a Max Schmeling, el prohombre de la raza aria, en dos minutos y cuatro segundos, allá en junio de 1938, cuando estaba a punto de estallar el gran Armagedón.
El propio Pelé, cuyas proezas lograron que los jugadores negros de Brasil no tuvieran que seguir tiñéndose la cara con harina de arroz para pasar por blancos, y sufrir las agresiones verbales y físicas de la fanaticada. Luego, vino Muhammad Alí, cuya cruzada no solo dio voz a la negritud americana, sino también, de manera muy específica, a los negros musulmanes, cuyo líder era el gran activista y paladín de los derechos humanos Malcom X.
Sin estos negros inmortales, sin aquellos que, para abarcar otra esfera de la cultura, irrigaron con su dolor, su homesickness, su melancolía, su nostalgia del paraíso perdido, la música de los Estados Unidos, y crearon el lenguaje del jazz, sin todos estos próceres, la peroración de Martin Luther King no habría incendiado los corazones de millones de estadounidenses.
Así pues, ¿hemos de concluir que el deporte y la música son agentes de integración cultural, social, étnica, religiosa? Sí, sin duda alguna. Pero las asimetrías y las injusticias están a la vista. ¿Por qué exigirle a un ciudadano ganar el campeonato mundial de los pesos completos, colgarse del pecho cuatro medallas de oro olímpicas, depararle a su club de fútbol la victoria absoluta en la Liga de Campeones de la UEFA, para que pueda gozar de los mismos derechos y privilegios que disfruta un blanco, un WASP (white anglo-saxon protestant) por el mero hecho de ser blanco? ¿No les estamos poniendo el listón muy alto a las minorías y muy bajo a las mayorías para gozar de los bienes a que todo ciudadano debería tener acceso?
El pretium doloris que le exigimos a los musulmanes como Salah, o a los negros como Carl Lewis o Michael Jordan, ¿no es desmesurado? ¿Una vil forma de amor condicionado? ¡Todos queremos ser amados de manera incondicional, no meramente en virtud de nuestros méritos atléticos o artísticos! ¿Comprar un poco de respeto y de dignidad a punta de campeonatos mundiales y épicas preseas? Es una infame, sórdida, inhumana política. Por eso yo veo estas súbitas sacralizaciones de héroes deportivos cum grano salis.
El pobre de Salah sabe que, de ahora en adelante, a fin de ganarse el derecho a ser tratado como un ciudadano de primera clase, deberá dejar la vida en el terreno de juego, desangrarse, desollarse, reventar con tal de que el Liverpool Football Club gane.
Dostoievski dijo alguna vez: “Si Dios no existiera, todo el mal del mundo estaría permitido”. Bueno, la verdad de las cosas es que “todo el mal del mundo” ha sido ya perpetrado, y eso en la asunción de que Dios existe. Creo más que nunca en la necesidad de cimentar una ética laica. No amar al prójimo por acato a una legislación teológica, porque un señor que vivió hace dos mil años me ordenó hacerlo.
Amarlo por el mero hecho de que es un ser humano, y esa sola noción —lo humano— lo torna sagrado, intocable, soberano. Porque su mirada me inspira respeto, me impone un límite ontológico (“hasta aquí llegás vos, de aquí en adelante soy yo”), porque es mi hermano, mi igual, mi correligionario en esa gran batalla común que llamamos el vivir. Porque su mirada me da el ser, como la mía se lo da a él también.
En la superficie del mar, el viento y mil otros agentes de fricción nos generan la ilusión de que cada ola es absolutamente diferente, singular e irrepetible, pero si pudiésemos sumergirnos al legamoso, turbio mundo de las profundidades oceánicas, veríamos que procedemos de un solo humus, que somos consubstanciales, que tenemos un fondo común que nos une inextricablemente.
De las tres consignas de la Revolución francesa (Libertad, Igualdad, Fraternidad), la tercera es la que menos hemos desarrollado. Aquella sobre la cual menos hemos meditado. La que menos discursividad ha generado. La que hemos descuidado, obsesionados como lo hemos estado por las dos primeras. Ni siquiera reparamos en el hecho de que Libertad e Igualdad son por poco nociones aporéticas, antinómicas: un exceso de Libertad conspiraría contra la Igualdad, un exceso de Igualdad conspiraría contra la Libertad. Es preciso dosificarlas de manera muy cuidadosa, con celo y prudencia extremos. Lo triste, en esta configuración axiológica, es que es justamente la Fraternidad la que nos permitiría gestionar las otras dos garantías sin incurrir en el abuso y en el letal delirio del poder. Ella es la intermediaria entre la Libertad y la Igualdad: el tejido conectivo de nuestra sociedad que permitirá que, en lugar de glóbulos inconexos arrastrados por el torrente sanguíneo, seamos órganos capaces de actuar con cohesión social y de manera solidaria.
Fraternidad, esto es, Hermandad: ojalá el siglo XXI te descubra y te dé el lugar axial que debes ocupar en toda arquitectura social. De eso depende nuestra subsistencia en este apretado barquichuelo que es la civilización, en la cual, irritados y siempre a punto del naufragio, persistimos en continuar con esa gran aventura que es la historia humana.
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