Jacques Sagot
Alguna vez el fútbol se rigió por el criterio de estilo: una noción estética, no deportiva. Fue ese momento bendito en que el fútbol rozó asintóticamente la belleza pura, y por poco fue poesía, música y danza. Bastaba ver jugar tres minutos a Pelé, Garrincha, Rivelino, Cruyff, Beckenbauer, para darse cuenta de que eran ellos (aún cuando jugasen con máscaras y uniformes que no pertenecieran a sus equipos). Tenían una “caligrafía”, una “escritura” futbolística. Un párrafo de Cervantes, Proust o Márquez basta para reconocerlos: su identidad estilística es inconfundible. Unos cuantos compases de Mozart, Beethoven o Chopin los delatan a oídos de todos los auditorios del planeta.
Hoy todo el mundo juega igual. El fútbol se ha globalizado, homogeneizado, pasteurizado. El talento individual, la especificidad de los estilos se ha evaporado. Yo no dudo que Schweinsteiger sea un buen futbolista; pero no hay un “estilo Schweinsteiger”, como sí había un “estilo Rivelino”, que se reconocía desde el instante mismo en que recibía, enganchaba el balón, y se enfilaba hacia el arco rival. En el fútbol actual tenemos mil Schweinsteigers, y ni un solo Rivelino.
El fútbol propende al jugador genérico, impersonal, polifuncional, grisáceo, burocrático, mecanizado: una pieza de engranaje, una tuerca, una polea. Distópicamente, vaticino el advenimiento de un futbolista robótico, capaz de desempeñar cualquier rol, pero ninguno de manera egregia, distintiva, singular, excelsa. Será un oficioso, esforzado peón, no un artista. Su polifuncionalidad se cotizará bien en el mercado y estará en demanda en los equipos adeptos al fútbol vertiginoso, muscular, carente de “inspiración”, “ángel” y “duende” (mitología de Federico García Lorca). Un fútbol sin magia. Y la gente aplaudirá como focas, porque jamás vieron a Sócrates hacer un pase de taco de 20 metros, a Rivelino ejecutar “el elástico”, o a Beckenbauer salir majestuosamente desde la defensa, la cabeza en alto, larga la zancada, bello y altivo como una bandera. Quien nunca vio un altar, ante un horno viejo se persigna.
Garrincha era incomparable en los últimos treinta metros de la banda derecha. Caracoleaba, driblaba, burlaba, gambeteaba a sus marcadores y los dejaba sembrados en el terreno de juego de camino hacia el gol. Pero claro está: no defendía, no recuperaba balones, no bajaba de su franja privilegiada. Hoy en día tenemos a Cafú, el lateral derecho de Brasil en los campeonatos 1994, 1998, 2002 y 2006. Corría toda la banda derecha. Defendía atrás, y avanzaba para apoyar en el ataque. Era como un pistón que subía y bajaba permanentemente. Y todo lo que hacía lo hacía bien. Bien, sí, pero no excelsamente. Valía por dos jugadores: defensa y atacante derecho. Buen negocio, un verdadero value meal: “¡adquiera dos futbolistas por el precio de uno!” Pero en su gestión ofensiva no le llegaba a Garrincha a la uña del dedo meñique del pie izquierdo. Hemos sacrificado la excelsitud, la magnificencia, lo fenomenal y maravilloso, para quedarnos únicamente con lo funcional, lo redituable, lo barato, lo eficiente. Se puede ser eficiente sin ser, ni remotamente, brillante.
Y esta es la gran aberración del fútbol moderno: a fuerza de polifuncionalidad, hemos desincentivado las destrezas singulares, personales, distintivas de los genios de antaño. No queremos ya genios, sino jugadores “burocráticos”, cumplidores, afanosos, esforzados, pasablemente eficaces. De nuevo: tenemos a cien mil Schweinteigerns, y ni un solo Rivelino. Quizás solo Messi –a quien sin la menor vacilación concedo el status de genio– escape a esta tendencia. Acaso también Neymar y alguno otro que esté apenas brotando del cascarón. Hemos de esperar que la máquina fabricadora de embutidos no lo castre, no lo pigmeíce, no lo transforme en una tuerca más del isócrono, aburrido engranaje futbolístico moderno.
Necesitamos desesperadamente reencontrar la genialidad de las grandes, inimitables individualidades de antaño. Las que tenían sus trademarks, sus estilemas, esos rasgos que solo a ellos pertenecían. Los artistas del balompié cuyo juego embelesaba y deslumbraba a los espectadores. Los mimados del público, los que ofrecían espectáculo, los creativos, los poetas, los improvisadores, los trovadores del fútbol. Cuando Rivelino ejecutaba el “elástico” (una finta también llamada “la viborita” o el “zig-zag”) el estadio se ponía de pie a aplaudir. Quizás no era siempre la mejor opción estratégica para el equipo, pero nadie jamás hubiera pensado en prohibirle ejecutar este regate incomparable, que como nadie llegó a perfeccionar. El criterio de belleza privaba sobre el de pragmatismo. Pero –me apresuro a señalar– el juego de Rivelino no era mero exhibicionismo. Antes bien, su eficacia era devastadora, su disparo a marco rasante quemaba el césped, su precisión satelital en los pases de treinta y cuarenta metros era casi sobrenatural, y su capacidad para la construcción de juego solo podía calificarse de prodigiosa
Así que no se trata de suspirar por un lirismo perdido, que era ineficiente y disfuncional. No, no, no: nada de eso. Equipos los hubo que lograron crear esa homeostasis perfecta entre belleza y operatividad. Eran eficaces al tiempo que espectaculares y arrobadores en su estilo de juego. El jogo bonito, sí. La Selección de Brasil del actual mundial de Catar tuvo ráfagas de esta plenitud, de esta concepción esteticista del fútbol. Pero cayó porque, una vez más, prefirieron ir en busca de un segundo gol en el último minuto de su encuentro contra Croacia, en lugar de defender –todos atrás, como lo hubiera hecho cualquier equipo en el mundo– la ventaja que tenían. ¿Una idiotez? Quizás. Una imprudencia, una falta de realismo, de pragmatismo. Esa actitud le ha costado varios títulos mundiales a Brasil. No saben ser avaros, cicateros, roñosos, mezquinos, tacaños y resultadistas. Se paga un precio muy alto, por jugar peligrosamente, aun cuando de ello podría decirse lo que Cyrano de Bergerac respondía a quienes sostenían que enfrentar solo a cinco espadachines era una locura: “¿Una locura? ¡Sí, pero qué bello gesto, qué bella temeridad, qué bella locura!”.
Sí, es bella la “locura”, ya lo creo que sí. Como sostenía Borges: hay derrotas infinitamente más honrosas que la victoria.
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