Deporte: magia, poesía y heroísmo
- Bernal Arce
- 30 jun
- 8 Min. de lectura
Quien cae tantas veces al suelo, termina reptando
Jacques Sagot
Y ahora, amigos, amigas, la ordalía de un fracaso más de nuestra Selección.
La Copa Oro ha sido celebrada en 16 ocasiones. Este año, Costa Rica ha quedado eliminada en cuartos de final, al empatar contra Estados Unidos y hacer un despliegue de ineptitud, nerviosismo e histeria en el desenlace por penales, con tres cobradores que despilfarraron sus tiros. Costa Rica venció, talladita, talladita, talladita a Surinam (ubicado en el lugar 137 en el ranking de la FIFA), talladita, talladita, talladita doblegó a República Dominicana (ubicada en el lugar 139 del mismo ranking), y perder de facto contra México (el resultado fue declarado empate, pero el mundo entero vio cómo le anularon un golazo perfectamente lícito de Santi Giménez anotado de tijera en el minuto 93 del partido). Luego colisionaron con los Estados Unidos, y Juan Pablo Vargas, Francisco Calvo y Andy Rojas se autoderrotaron en la dramática instancia de los penales, y con ellos se trajeron abajo a todo el equipo. Keylor Navas hizo cuanto pudo en la tanda de penales: al día de hoy, sigue siendo el mejor jugador de fútbol que ha producido Costa Rica a todo lo largo y lo ancho de la historia, y se decanta por mucho sobre la actual generación. Pero poco se puede hacer cuando los cobradores se dejan devorar por el fantasma de la autoderrota y desperdician tres penales.
Claro, los titulares rezan “Casi, casi”, “Lo dimos todo en el terreno”, “Caímos luchando”, “Por poco, por muy poco”. Pero esa misma retórica podría haber sido usada, en acepción negativa, en los decepcionantes partidos iniciales: también Surinam y República Dominicana estuvieron a poco de vencernos, también ellos fueron “casi, casi”.
En última instancia, las cosas son así: en las 16 ediciones de la Copa Oro (la primera celebrada en 1991), Costa Rica no clasificó a la de 1996, tiene más derrotas que victorias en el balance general, y solo una vez llegó a la final, que terminó perdiendo por 2-0 contra Estados Unidos. Costa Rica acumula 24 triunfos en el torneo, 18 empates, y 25 caídas, tomando en cuenta la fase de grupos y las rondas de eliminación directa. Un rendimiento de un 48%. Además de la final que perdió, en 5 oportunidades Costa Rica ha llegado a las semifinales, pero en todas ellas se quedó tendida en el camino. La última vez que había alcanzado esta instancia fue en 2017. En las ediciones de 2019, 2021, 2023, 2025, se quedó en cuartos de final. En suma, es un equipo de cuatro partiditos, y no más que eso.
¿Son estas estadísticas razón para el orgullo? ¿Es motivo de éxtasis colectivo haber vencido por un pelo a selecciones que ocupan los puestos 137 y 139 del ranking FIFA? Costa Rica ocupa el lugar 46 de ese escalafón: casi cien puntos menos. ¿No se desprende de ellos que deberíamos haberlas derrotado boyantemente? El escalafón de la FIFA tiene 198 lugares. Eso nos da una idea de la pauperidad futbolística de Surinam y República Dominicana, instalados muy cerca del sótano del deporte mundial. Tal parece que Costa Rica solo se luce un poquillo (¡y eso dejando los pelos en el alambre!) cuando “come jamón”.
Las tandas de penales no son una lotería, una ruleta, una moneda al aire. No es esa instancia en la que “cualquiera puede ganar”, y los jugadores quedan librados al fatum, al alea, al capricho de los astros. De ninguna manera. Son un proceso selectivo –técnicamente, el encuentro se declara empate– diseñado para que un cuadro avance, y el otro quede eliminado. No tienen nada que ver con la suerte, y sí todo –absolutamente todo– con la capacidad. Muchas han sido los campeonatos cuyo decurso ha sido decidido de esta manera. No es la más vistosa, pero tampoco es esencialmente injusta, y menos aún, adventicia, azarosa. Los penales, señores, se entrenan. Y más que la ejecución, se “entrena” la mente, la integridad psicológica que este momento dramático solicita de los jugadores. Lo he dicho en incontables artículos. ¿Seré acaso una vox clamantis in deserto? El penal es la única jugada en la que dos hombres quedan solos, confrontados uno al otro, en un espacio acotado, un paréntesis temporal abierto para ellos. La única situación que deja a dos rivales congelados, suspensos, cara a cara (en los tiros libres o los cobros de esquina –aun cuando fuesen goles “olímpicos”– una muchedumbre se interpone en el área). La más crispante instancia que el fútbol ofrece. Única jugada no colectiva, sino estrictamente individual. ¡Por eso, justamente, demanda una preparación particular! Requiere, del futbolista, otras competencias, otras aptitudes que las que normalmente despliega en el terreno de juego. Messi, el mejor jugador del planeta, ha botado 8 penales de 27 con el Barcelona: ¡es una destreza, en su vasto repertorio, que no ha cultivado! Porque el cobro de penales es eso: una destreza, y como tal, se cultiva. El jugador no solo debe vencer al portero rival. Debe, por encima de todo, vencerse a sí mismo, su propia sombra, ese fantasma que conspira contra él, que lo boicotea desde su fuero interno, sus demonios, la voz que le susurra, insidiosa: “lo vas a fallar”. Y si los espectros no son exorcizados, la bola saldrá disparada sin brújula, y quedará flotando allá, en el cinturón de asteroides que giran entre Marte y Venus. No: los penales no son una lotería.
Triunfar sobre nuestra faz en sombra. La más heroica, ardua victoria que sea dable imaginar. Ningún enemigo puede hacernos tanto daño como nosotros mismos. Urge entender esto: cuando un equipo entra a la cancha, no enfrenta a 11 rivales. ¡Enfrenta a 22! Los once seres físicos que estarán ahí, deshaciendo todo cuando ellos intenten construir, y las sombras de sus propios egos, los demonios de la auto-conspiración, del auto-sabotaje. Estos son más temibles, toda vez que nos conocen mejor que cualquier rival externo, nos habita, y tiene “las llaves del reino”: sabe, exactamente, por donde hacernos daño. El futbolista tendrá, por lo tanto, que enfrentar a sus rivales físicos y, como si esto fuera poco, a esa sombra que lleva adherida a sí mismo, el espectro que lo lleva a fallar lo elemental, a auto-derrotarse. A tal punto es el cobro del penal una gestión solitaria, absolutamente individual que, en las decisiones dramáticas, los demás compañeros observan el ritual de abrazarse en el centro del terreno de juego, concentrarse, orar, mirar al cielo… Como para apoyar al correligionario de turno a través del pensamiento: una manera de “colectivizar” una gestión que, por su naturaleza, equivaldría a una cadenza de virtuosismo de un solista en medio de un concierto, o a un solo particularmente expuesto de un instrumento en el contexto de una sinfonía: nadie –si no es a través del pensamiento, en el desesperado intento de que una voluntad colectiva cristalice en un logro individual– puede, realmente, ponerse en el lugar del designado para ejecutar. Está desnudo. Valdrá exactamente lo que valga su destreza y auto-control en ese momento dado. En ese: ni un segundo antes ni uno después. ¿Tres cobros de penal errados? No señor: eso no tiene perdón de Dios, y revela una pésima preparación psicológica de nuestros jugadores. El cobro de las tandas de penales deja a los jugadores que van a patear en una coyuntura psíquica tan desolada, tan solitaria, que Michel Platini propuso que cada cobrador fuese acompañado por un correligionario hasta el manchón fatal. No es una mala idea, me parece.
Y por supuesto, después debemos oír la cancioncita de siempre: “Hemos aprendido mucho en esta copa”. “Ha sido un gran aprendizaje: ahora sabemos en qué aspectos debemos seguir mejorando”, “Ha sido toda una escuela para nosotros: hemos adquirido conocimientos para mejorar en los torneos que ya se nos vienen encima”. ¿Hasta cuándo tendremos que escuchar esta impertinencia? Señor Herrera, señores jugadores, señores directivos, cuerpo técnico, afición en general: a un campeonato no se llega a “aprender”, se llega a “enseñar”, a demostrar, a prodigar fútbol, a sentar cátedra. Para “aprender” están las fases previas, los amistosos, todo lo que ustedes quieran. Un campeonato mundial o regional no es la escuelita de la niña Pochita: no se lleva cuadernito, ábaco, lapicitos de colores y el Paco y Lola, ¡¡¡No!!! Se llega a ganar, se llega a demostrar cuál es la propuesta futbolística del equipo, se llega a enseñarle a los demás qué es la excelencia, se llega a arrasar, se llega a triunfar o morir: se llega sobradamente “aprendido”, no a “aprender”. Cuando yo salgo a escena a dar un recital, no llego a “aprender” a tocar el piano: ¡el público acude porque asume que yo conozco de sobra mi oficio! Déjense, por las heridas de Cristo, de ese cuenturraco: “Bueno, verdá… pues, verdá, o sea, verdá, nosotros, pues, hicimos lo mejor que pudimos… desgraciadamente no se nos dio el resultado que queríamos, pero fue mucho lo que aprendimos y eso nos permitirá seguir adelante”. Pero sucede que nunca llega ese día proverbial en el que por fin subirán a la cancha a enseñar. Y seguirán “aprendiendo” para “aprender”, y con ello “seguir aprendiendo”, para “aprender más”, y con ello “aprender aún más”… y en última instancia estamos en la lógica – ilógica del Mito de Sísifo, de Camus, o en el teatro del absurdo de Ionesco, Beckett y Pirandello.
Por otra parte, cuando se aduce: “No se nos dio el resultado”, ¿a quién alude el pronombre “se”? Será la cuñada del primo del peluquero del hermano de la vecina de la suegra del concuño del tío de la pulpería? ¿Quién diantres es “se”? No es nadie ni nada. Es un fantasma lingüístico. Heidegger, inmenso filósofo, habló mucho sobre este tema. “Se es al mismo tiempo todos, y nadie”. Es un chorro de humo. La respuesta correcta debería ser: “fracasamos, no tuvimos la capacidad de vencer al rival, por inepcia nuestra la victoria se nos fue de las manos”. El “se” heideggeriano es un comodín lingüístico, una manera de no asumir la responsabilidad por la derrota.
Costa Rica fue un fracaso –uno más de los 16 en la historia de la Copa de Oro–. No me doy por contento con que hayan tenido ráfagas de buen fútbol: hace falta infinitamente más que eso para ganar así no fuese más que un juego de canicas. Y esta vez no nos perjudicó el arbitraje, antes bien, le robaron a México el partido contra Costa Rica. He estudiado el gol de Giménez, he consultado con árbitros y expertos en la materia: no hay razón alguna para anular el gol, toda vez que el defensa costarricense habilitó (en un despeje mal ejecutado) al jugador mexicano (que no estaba offside), y este definió con absoluta limpieza (probablemente el mejor gol del torneo).
En suma, in fine, in nuce, in a nutshell, le ganamos a los peores, y perdimos (México) y empatamos contra los mejores (Estados Unidos). ¿Los mueve ello a hinchar el pecho y cantar la Patriótica Costarricense? Si la respuesta es sí, pues diviértanse, y canten hasta enronquecer. Creo, muy honestamente, que los últimos directores técnicos que tuvo Costa Rica fueron tan incompetentes, tan ruines y mezquinos, que Herrera (en comparación con ellos) nos está haciendo el efecto de Carlo Ancelotti. Pero bueno, hagamos lo de siempre: esperemos, crucemos los dedos, y elevemos a la Virgen de los Ángeles una plegaria por el éxito futuro de la Selección. ¡Lo único que nos faltaba: alinear a la pobre Negrita en un equipo de fútbol, posiblemente como número 10, encargada de construir juego, driblar, y correr al cierre de la jugada anotando antológicos goles de chilena! Veremos, veremos… Reír un poco de nuestra ineptitud siempre será una opción recomendable y terapéutica.
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