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Deporte: magia, poesía y heroísmo

Foto del escritor: Bernal ArceBernal Arce

El rey ha muerto… ¡larga vida al rey!


Jacques Sagot




La parte de mi alma que corresponde al pensamiento mágico se acostumbró a creer que jamás moriría, que sería eterno.  Pero Boris Spassky, el décimo campeón mundial de ajedrez, en el período 1969-1972, volcó su rey anteayer, jueves 27 de febrero de 2025, en San Petersburgo, a los ochenta y ocho años de edad.  Mi deseo es que ya repose a la diestra de la bella Cassia, diosa y santa patrona de los ajedrecistas.



En un gesto que retrata de cuerpo entero a ese mezquino animal que es el bobo sapiens, el mundo recuerda a este colosal jugador como el hombre que perdió el llamado “match del siglo” celebrado en la remota Reikiavik, entre julio y setiembre de 1972, donde tuvo que enfrentar al maelstrom estadounidense Bobby Fischer, quien se había ganado el derecho a disputarle el título mundial tras haber laminado a Taimanov por 6-0, a Larsen por 6-0 y al excampeón Tigran Petrosian por 6 ½ - 2 ½.  Spassky, llevando sobre sus espaldas toda la presión de la Unión Soviética (que había monopolizado el ajedrez desde 1937, con una sucesión de monarcas integrada por Alekhine, Botvinik, Bronstein, Smyslov, Tahl, Petrosian y el propio Spassky).  Durante el “match del siglo”, la hegemonía soviética (también rubricada en todos los torneos internacionales y olimpiadas de ajedrez desde 1927 hasta 1972) fue sacudida por ese meteoro, ese bólido, esa especie de Leviatán ajedrecístico llamado Bobby Fischer.  Fue una hondísima herida narcisista y política para la Unión Soviética, en el ápex de la Guerra Fría, en pleno conflicto vietnamita, y con Richard Nixon y Leonid Brezhnev enseñándose los colmillos desde cada lado de los océanos Atlántico y Pacífico.  Agobiado por tal magnitud de tonelaje psíquico, Spassky cayó derrotado ante Fischer por 12 ½ - 8 ½.  Culpabilizado por los túrgidos y geriátricos mandarines del Politburó y del Sóviet Supremo, Spassky terminó por dejar a la madre Rusia y adoptar la ciudadanía francesa.



Ya he citado esta reflexión de Shakespeare y volveré sin duda a hacerlo: “Los errores de los hombres serán grabados en el bronce, sus virtudes serán escritas sobre el agua”.  Boris Spassky no es “el hombre que perdió contra Fischer” (¡casi todos lo hicieron!), sino uno de los más fulgentes genios que han paseado sus benditas manos sobre los 64 escaques y las 32 piezas del ajedrez.  A los diez años de edad derrotaba al campeón del mundo Mikhail Botvinik, y a los dieciséis doblegaba al también campeón del mundo Vasili Smyslov.  Ganó el torneo de candidatos en 1966 para desafiar al entonces campeón del mundo, Tigran Petrosian.  En su paso de centella hacia esta colisión apabulló a Efim Geller, Paul Keres y Mikhail Tahl, con marcadores contundentes.  Perdió el primer match contra Petrosian, “el tigre”, “la boa constrictora”, “el búnker”, una masa de granito invulnerable, maestro de la profilaxis, de la anticipación, del juego defensivo, por una diferencia de un punto.  En su segunda maratónica hacia el campeonato mundial volvió a aplastar a Efim Geller, a Bent Larsen y a Viktor Korchnoi, de nuevo con marcadores lapidarios.  En su segundo desafío contra Petrosian, Spassky se impuso por 12 ½ - 10 ½, ganando seis partidas, perdiendo cuatro, y empatando el resto.  Además de estas dos sagas, Spassky ganó el campeonato de la Unión Soviética (que en cierto modo equivalía a un torneo mundial) en 1961 y 1973.



Spassky se había recuperado de dos derrames cerebrales que lo dejaron casi ciego.  Aún así jugaba torneos de simultáneas (memorizando las posiciones de todos sus contrincantes) y arrasaba como un tsunami, a menudo imponiéndose en todos los tableros que tenía frente a sí.  Era el decano de los campeones mundiales, la más longeva leyenda viviente del ajedrez.  Su archirrival (quien terminó siendo amigo entrañable) Bobby Fischer murió el 17 de enero de 2008, a los sesenta y cuatro años de edad.  Solían hablarse por teléfono casi todos los días, comentaban partidas de ajedrez, intercedían uno por el otro en las fricciones políticas que ambos tuvieron, y en 1992 jugaron en Montenegro la revancha del match de 1972, con Fischer imponiéndose nuevamente, pero dentro de un clima de fraternidad, profundo afecto y détente absoluta.



Spassky representa un caso único en la historia de este bello deporte, que también es un arte y una ciencia.  Era un jugador de estilo “universal”, “adaptativo”, “maleable”.  Podía derrotar a Tahl dándole a probar de su propia medicina, esto es, mediante intercambios fulgurantes y sacrificios de piezas espectaculares.  Pero por otra parte era capaz de vencer a Petrosian “hablando” su “idioma” ajedrecístico, es decir, acumulando pequeñas ventajas posicionales, no tomándose riesgos, y envolviéndolo en una telaraña lenta, fría, inexorable.  Spassky tenía un juego mimético, camaleónico: adoptaba el color de cualquiera que fuera su rival, y lo derrotaba echando mano del estilo que lo singularizaba.  Nadie, nadie, nadie más, en la historia del ajedrez, ha poseído este don particularísimo.  Era el hombre de los mil rostros.  Es el rasgo que le valdrá la inmortalidad, ese sitial que tiene asegurado en el parnaso del ajedrez.



Hoy, por última vez, Spassky ha volcado su rey.  Lo hizo ante esa rival que nadie ha jamás logrado vencer, aunque él le ofreciera feroz resistencia.  Ha perdido la postrera partida, ha firmado su capitulación.  Resulta casi confortador saberlo humano, es decir esclavo, como lo somos todos, de la finitud.  Fue un poeta del ajedrez.  Algunas de sus partidas son casi inconcebibles, figuran en todas las antologías de este deporte, representan tours de force, despliegues de inteligencia, fantasía e imaginación que ennoblecen la historia de la criatura humana sobre la Tierra.  Pueden creerme cuando les digo que hay en su estilo poesía, lirismo, heroísmo, belleza, inmensa creatividad.  Sé por qué lo digo.  Crecí amando su ajedrez, fue uno de los maestros que me llevaron a cultivar este juego con asiduidad, a entender la hermosura de ese mundo cerrado, acotado al tiempo que infinito.  Fue uno de los héroes de mi infancia, esa época de la vida en que de manera tan perentoria necesitamos justamente eso: héroes, modelos, arquetipos, sueños, ideales.



Gracias, maestro.  Por haber ennoblecido mi vida.  Por haberle dado un surplus de significado.  Por haberla enriquecido.  Por haberme hecho soñar a lomos de caballos y de alfiles.  Por haberme permitido ser un espadachín y un acróbata del pensamiento, yo que jamás hubiera podido haberlo sido encadenado a mi frágil, enfermo cuerpo.  Por haberme dado el músculo del razonamiento, de la intelección, de la contemplación honda, silente.  Gracias, gracias, gracias… es la más bella palabra jamás inventada, y a usted se la ofrendo, aromada del humus profundo de mi corazón.

  

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