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Deporte: magia, poesía y heroísmo.

Foto del escritor: Bernal ArceBernal Arce

La vida por un autogol


Jacques Sagot



Como una cultura dentro de la gran cultura -tomada esta en su sentido antropológico: la suma transgeneracionalmente heredada de las instituciones, prácticas, manifestaciones humanas en un momento histórico dado-, el fútbol se enferma cuando la sociedad que lo promueve se enferma.  A sociedad enferma, fútbol enfermo.  Los campeonatos mundiales de 1934 y 1938, ambos “ganados” por Italia, por decreto de Mussolini y dentro del clima de fanatismo y demencia colectiva que precedió a la Segunda Guerra Mundial, acusaron todas las aberraciones de la década.  Hubo en ellos violencia, impunidad, marrulla, amenazas, extorsiones, sobornos, irregularidades de la peor estofa, supremacismo, racismo, el fascismo y el nazismo enseñoreados de una sustancial parte del mundo (la parte que gozaba de mejores índices de educación, la más culta y desarrollada, conviene señalar).  La cultura del fútbol reproducirá siempre el clima psicológico, los valores -o antivalores-, la axiología de la sociedad en que está inserta.


Y ahora el caso que nos ocupa: el fútbol colombiano durante los años setenta, ochenta y buena parte de los noventa.  Colombia era un narco-Estado, y vivía destrenzada por la guerra entre el gobierno y los carteles de la droga, pero también por la feroz pugna interna entre el cartel de Medellín (liderado por Pablo Escobar, Gustavo Gaviria y Gonzalo Rodríguez Gacha) y el de Cali (jefeado por los hermanos Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela y José Santa Cruz Londoño).  Los equipos de Medellín eran financiados por Escobar y sus secuaces, los de Cali por Orejuela y sus acólitos.  En medio de la pesadilla de los cientos de carros y camiones bomba, del atentado del vuelo 203 de Avianca en 1989, el asesinato de precandidatos presidenciales, directores de periódicos (el valiente Guillermo Cano, al frente de El Espectador), periodistas, procuradores, fiscales, jueces, policías, investigadores…  Colombia se había transformado en una sucursal del averno, el sétimo círculo del Infierno de Dante, ahí sonde son eternamente supliciados los grandes iracundos y agresores de la historia.  Y en el terreno futbolístico, árbitros y jugadores sobornados o amenazados de muerte, apuestas clandestinas, resultados convenidos o amañados… era un fútbol profundamente enfermo, reflejo inevitable de la sociedad desgarrada por la crisis de la narcoguerra.  La salud social de Colombia mejoró pero no sanó por completo con la muerte de Escobar, acaecida el 2 de diciembre de 1993.  Paradójicamente, los años ochenta se cuentan entre los más venturosos para la Selección Nacional, que dirigía Francisco Maturana, con figuras como Valderrama, Rincón, Asprilla, Valencia, Álvarez, Higuita y Escobar (magnífico defensa central asesinado en Medellín el 2 de julio de 1994, presumiblemente porque marcó un autogol en el partido Colombia - Estados Unidos jugado pocos días antes en el contexto del campeonato mundial, generando grandes pérdidas entre los apostadores del narcotráfico).  Así que el fútbol colombiano reprodujo, con este asesinato incalificable, la abisal crisis política en que se debatía el país.      

El asesinato del futbolista Andrés Escobar constituyó una herida mortal para el fútbol del mundo entero, y dejó caer un pesado velo funéreo sobre la historia de nuestro amado deporte.  Escobar regresó a Colombia tras la temprana eliminación de su selección, en plena celebración delo Mundial en los Estados Unidos, pese a las advertencias dadas al equipo para que no retornara aún al país.  El 2 de julio de 1994, mientras estaba en el estacionamiento del restaurante “El Indio”, en los alrededores de Medellín, fue agredido verbalmente por los hermanos Gallón Henao: Pedro David y Juan Santiago, vinculados con el paramiltarismo y el narcotráfico colombiano.  Escobar, desde el interior de su auto, pidió respeto a los rufianes.  Santiago, el hermano mayor, le dio “usted no sabe con quién se está metiendo”.  En ese momento, Humberto Muñoz Castro, chofer de los criminales, que hasta ese instante había permanecido dentro de su camioneta, bajó del vehículo y disparó seis veces contra el cuerpo de Escobar.  Unas personas que vieron lo sucedido, lo condujeron de urgencia al hospital, donde murió cuarenta y cinco minutos más tarde.  Después de incrustar en su cuerpo cada balazo, el asesino gritaba, exultante, demencial: “¡Gol!”  


He visto la jugada del autogol mil veces.  El puntero izquierdo estadounidense proyecta un centro rasante que con certeza matemática iba a llegar a las piernas del futbolista que llegaba al cierre de la jugada, por la derecha.  Escobar se lanzó “barrido” sobre el césped a fin de conjurar el peligro, pero las “barridas” son medidas de emergencia, y suelen ejecutarse con un alto grado de imprecisión.  El garrido, elegante defensa metió el balón en su propia valla.  Pero el hecho es que el centro del estadounidense iba a ser rematado inexorablemente por el jugador que venía a “cerrar la pinza” por la derecha.  Hubiera sido gol aun cuando Escobar no se hubiera precipitado a interceptar la jugada.


Fútbol, narcotráfico, apuestas clandestinas, paramilitarismo, alcohol, drogas, venganza, portación de armas… fue un cóctel explosivo y fatal. Este tipo de tragedias niegan la esencia del deporte como “guerra civilizada”, como pugna y competencia simbólica, protocolizada, acotada y lúdica.  Como diría Lacan, es pasar del registro imaginario al registro real de la vida.  De-sublimar un poema, devolver el oro al fango primordial del que lo extrajeron los alquimistas, la massa confusa en la que reinaba el caos universal.  Y por encima de todo, un himno a la muerte, la victoria de la vesania, de la irracionalidad que, repulsiva y teratológica, sobre su carro triunfal pasea el espectáculo de su cuerpo desnudo.  

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