Permítanme refrescarles la memoria
Jacques Sagot
Estamos en el campeonato mundial de fútbol Argentina 1978. Es el miércoles 14 de junio. En el estadio hoy llamado “Malvinas Argentinas” de Mendoza, se enfrentan en octavos de final Brasil y Perú. Este convenció en la fase de grupos, al derrotar a Escocia 3-2, a Irán 4-1 y empatar con Holanda (a la postre subcampeón) sin goles. Brasil, por el contrario, había clasificado in limine litis, in extremis, by the skin of his teeth, laissant les cheveux sur le fil, sul filo del rasoio (y todas las expresiones extranjeras que designen precariedad y sofoco). No se esperaba mucho de él, contra un Perú inflado, orondo y encopetado. Pero he aquí que, para estupor del mundo entero, en el minuto 15 el volante zurdo José Dirceu Guimaraes hinca al portero peruano Quiroga con un fulmíneo tiro libre desde 25 metros, armado con tanta potencia como colocación (entró en el ángulo superior izquierdo del atónito guardavalla). Fue un gol explosivo, inesperado, impredecible. Al final del partido Brasil le dispensaba a Perú una cátedra de modestia con un marcador de 3-0 que pudo haber sido más obeso, y con una estupenda actuación de ese arquerazo llamado “travesaño”.
Pero lo que quiero recordarle al mundo es que, en el nanosegundo en que el primer gol de Dirceu entraba en la cabaña peruana, sucedió una tragedia que en su momento fue comentada en todo el planeta, pero que hoy todo el mundo ha olvidado. Una tragedia a un tiempo devastadora y profundamente absurda, por poco surrealista, o quizás concebible únicamente en el universo del humor negro más escaldante. En una casita en las favelas de Río de Janeiro una mujer prepara el café, y le entrega momentáneamente su recién nacido bebé al papá, que ve el partido con ojos exorbitados de basilisco. ¡Ah, amigos, amigas, como decía Baudelaire: “el Demonio hace bien todo lo que hace”! El hombre, explotando tal el Vesubio al caer el gol fatídico, saltó gritando y lanzó al niño contra el plafón, suerte de proyectil humano, de balón hecho de carne, piel, sangre y huesos. La criatura murió instantáneamente, víctima del politraumatismo que el impacto le causó. La mujer llora desesperadamente, el hombre da vueltas alrededor de la sala sin saber qué hacer, y pronto se decantan en lontananza las sirenas de la policía y una inútil, extemporánea ambulancia. De nuevo: esta fatalidad fue “el sabor del mes” periodístico en todo el mundo, y la página negra de ese campeonato mundial. Me sorprende constatar que nadie hoy en día la recuerda. El hombre fue a la cárcel y purgó su pena. No estaba drogado, borracho o intoxicado en forma alguna… esto es, a menos de que consideremos el hecho de que el fanatismo deportivo puede operar como la más alienante de las sustancias.
Son muchas las lecciones que podemos derivar de este atroz accidente, pero por lo pronto nos limitaremos a una: un fanático, crispado ante un aparato de televisión o en las graderías de un estadio, es un ser enajenado, un potencial psicópata que puede estallar ante el menor incidente, y no debe serle adjudicada ni remotamente la responsabilidad de tener un bebé en sus brazos (o un gato, un perro, un perico, un plato de sopa caliente, lo que ustedes quieran). En el momento más impensado puede estrangularlos, reventarlos contra una pared, incluso arrojarlos cual bilioso bólido contra la pantalla del televisor (conozco a un tipo que bombardea con sus zapatos el infortunado aparato, cada vez que es contrariado por el árbitro o que uno de sus jugadores fetiche desperdicia un gol). Huelga decir que la pareja de Río de Janeiro no tardó en divorciarse: la culpa (que cada uno arroja sobre el otro como si se tratara de una viscosa sabandija) envenena y degrada cualquier relación. Después de que el hombre saliera de la cárcel el vínculo se convirtió en un depravado juego de recíprocas inculpaciones. Y es así como en una fracción cuántica de segundo, un ser humano muere, otro va a dar al presidio, y la familia se deshilacha como la frágil urdimbre de sueños que en realidad es.
Al asesino no le impusieron una pena equiparable a la magnitud de su crimen. El abogado hizo llover sobre él la bendita garúa de las circunstancias atenuantes y de la absoluta ausencia de malicia en la comisión de un acto que había sido automatismo psíquico puro. En realidad, el gran perdedor fue aquí el bebé. ¡Venir a un mundo de locos, de dementes perdidos en un mes en el que todo el mundo es, poco más o menos, un manicomio! ¡Pobrecito: qué efímero y triste paso por esa comarca llamada vida! ¿Habrá siquiera gozado del calor, el abrazo y los arrullos maternos, o se habrá ido virgen de ellos? Nunca lo sabremos. Ante este tipo de acontecimiento, la gente se limita a ponerse una máscara en Re menor, y decir: “son cosas que pasan”. Sí, “cosas que pasan”. Shit happens -como dirían los angloparlantes-. El niño - bólido sería hoy un hombre de cuarenta y seis años de edad. Quizás estaba destinado a ser un gran artista, un filántropo, un político probo y visionario (¡no, no, no: eso es ciencia ficción!), un revolucionario, un genio de la ciencia, el inventor de alguna aplicación que lo hubiera encumbrado a las alturas de los actuales magnates de la informática, o acaso -¡colmo de la ironía!- un crack futbolístico que le hubiera deparado a la afición verdeamarela incontables momentos de euforia como la que lo mató a él. Fue asesinado en su estadio de semilla, de botón, de capullo… como hubiera dicho Aristóteles: “potencia más que acto”.
Y ahí sigue la vida, ataviada con sus vesanias, sus crímenes, sus abismos, sus inimaginables holocaustos. Hemos de vivirla, hemos de vivirla, y esperar que algún día nos sean dadas las respuestas que anhelamos, esas que nos liberarán de la opresiva sensación de absurdo que nos sofoca y atenaza.
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