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Foto del escritorBernal Arce

Deporte: magia, poesía y heroísmo

El deportista prostituido


Jacques Sagot





La década de los noventa ve surgir un nuevo tipo de futbolista.  El futbolista – “bimbo”.  El futbolista – vedette.  El futbolista – escandalillo de tabloide.  El futbolista de pasarela.  El futbolista – maniquí.  El futbolista – “cover material”.  El futbolista – ícono sexual.  El-futbolista-quiero-ser-Leonardo-Di-Caprio.  El futbolista – mercancía.  El futbolista con veleidades hollywoodenses.  Bebiendo siempre en el estanque de Narciso la imagen de su propio, inmarcesible esplendor.  Más un artefacto –un objeto manufacturado– que un deportista.  El futbolista que genera discursividad no por lo que hace en la cancha –tal cosa sería loable: es su espacio acotado, su latitud natural– sino, justamente, por todo lo que hace fuera de ella.  Extraño espécimen, en verdad.  Híbrido entre gladiador, actor, símbolo sexual, ídolo de multitudes, cantante rock, personaje farandulero.  El futbolista para The lives of the rich and famous.  Ya no anuncia prendas deportivas, sino relojes, perfumes cargados de feromonas, ropa íntima, tangas, modelos de haute couture, corbatas, iPods, smartphones, automóviles, toda suerte de cacharros.  ¿El modelo?  David Beckham.  Un grisáceo pasador de bolas, que jugaba como volante externo derecho en el Real Madrid de la época “galáctica”, y como medio creativo en el Manchester United y la Selección de Inglaterra, a horcajadas entre los dos milenios.  Nada del otro mundo.  Ocasionalmente –¡jamás con la frecuencia que se le atribuye!– era capaz de anotar un golpe franco.  Ejecutaba bien los tiros de esquina.  Y falló dos penales en la Eurocopa 2004, contra Francia y Portugal.  Un fenómeno de marketing, futbolista exorbitantemente sobrevalorado.  Ideal para asistir a bodas reales, cruzar el Támesis con la antorcha olímpica, intentar la toma por asalto de Hollywood, protagonizar incidentes mediáticos, efectuar grandes gestos caritativos que se traducen en reducciones fiscales y promoción de la propia imagen, estadías en el hotel Burj Al Arab de Dubai, correr en calzoncillos por las calles angelinas publicitando una marca de ropa íntima, figurar en teletones, y mantener, de una u otra manera, una relación con una Spice Girl…  Y a no dudarlo, pronto ungido, espada en el hombro, por su Alteza Serenísima, su Majestad Isabel II, Caballero del Imperio Británico.  Alguna vez esta distinción le fue conferida a personajes egregios (escritores, músicos, filósofos, actores de genio).  Hoy se la otorgan a cualquier cretino.  Se ha convertido en un descrédito, ser declarado “sir”.  Algo de lo que conviene huir, un “honor” por decir lo menos, dudoso.  




Beckham: el tipo de futbolista que es famoso por ser famoso, no por sus facultades excepcionales.  Mechitas de colores, tatuajitos góticos, aretitos colgados en todo tejido susceptible de perforación, cejas depiladas, cuadritos de chocolate en el abdomen, cromitos, estilistas que se ocupan de su corte de cabello como si de restaurar los portales del frontispicio de Notre Dame se tratase.  A buen seguro, el caballero de marras invierte todos los días de su vida un par de horas ante el espejo.  El señor Beckham no me paga por hacer las veces de su psiquiatra personal, pero es con la mejor voluntad del mundo que arriesgaré un diagnóstico: trastorno dismórfico corporal, o dismorfofobia, esto es, una patología de tipo obsesiva – compulsiva, en la cual la persona no está nunca contenta con su propia imagen.  No cesa de perfeccionarse, juzgando que siempre hay un defecto en su rostro o cuerpo que es imperativo subsanar.  Si no es necesariamente su caso, sin duda lo es el de muchas “celebridades”.


Beckham aseguró sus piernas, su torso y su cara –el gancho mercadotécnico de toda suerte de basura– por 148 millones de euros.  ¿De dónde procede esta práctica?  No ciertamente de los deportistas.  La actriz Bo Derek fue la primera “celebrity” que le puso a su cuerpo una cláusula de seguro: 1 millón de dólares.  Por idéntica suma se tasaron los ojos violetas de Liz Taylor, los labios de Angelina Jolie, las piernas de Rihanna, y las cuerdas vocales (¿cuáles?) de Enrique Iglesias.  Madonna aseguró su voz por 3 millones, y Janet Jackson, en un modelo de austeridad, hizo otro tanto por 1 millón y medio.  Mariah Carey hizo un paquete, especie de “value meal”: cara + voz = 7,5 millones.  Y es así como llegamos al verdadero origen del futbolista – modelo, esto es, las modelos de pasarela.  Las piernas de Heidi Klum están aseguradas en 2 millones, la cara de Claudia Schiffer en 3,7 millones, y el cuerpo entero de Elle McPherson en 10 millones.  La melena de Jennifer Aniston se cotiza en 1,6 millones.  Tom Jones aseguró los pelos de su pecho en 3,5 millones de libras esterlinas.  Cada pelo que por ventura quedase prendido a la barra de jabón, durante la ducha, costaría aproximadamente mil libras.  Si algún día tuviese que someterse a una operación en la caja torácica, la deforestación masiva de este santuario natural, reserva de biosfera, equivaldría al asolamiento de la Amazonia, y costaría un disparate.  Y digamos las cosas como son: los traseros más caros del mundo son los de Kylie Minogue (3,4 millones de euros) y el de Jennifer López (6 millones de dólares: ha de tratarse del arquetipo platónico del trasero, ese que solo existiría en la esfera de las ideas, flotando allá, inmóvil, eterno, redondo y perfecto, en el topos uranos).  Pongámosle fin a este carnaval mencionando que el actor porno Rocco Siffredi aseguró su falo por 600 000 euros.  Alguna vez fue menester talento, trabajo y disciplina, para ser actor.  Hoy actúan los traseros, no las personas.  Hollywood creará pronto un óscar al mejor trasero (y los habrá “originales” y “adaptados”) del año.  


El futbolista es, hoy en día, una mercancía como cualquier otra.  Se exhibe en vitrina, genera deseo, satura el mercado, y obsolesce al empuje de la nueva mercancía que no tarda en desplazarlo.  Es adquirido, usado y desechado.   No tiene más dignidad ni densidad ontológica que un pañuelo o una goma de mascar.  Tiene una expectativa de “vida útil” perfectamente prevista por el mercado.  Es preciso combatir la estabilidad, y sustituirla por el vértigo movedizo de la constante, fanática innovación.  Y el ciclo no cesa de acortarse.  Así como la tecnología juega insolentemente con nosotros, obligándonos a actualizar nuestro teléfono “inteligente” cada seis meses, los futbolistas están condenados a vivir su efímero giorno di regno y luego ceder su lugar al nuevo, emergente Wunderkind, que propone una versión “mejorada” de él.  And so on and so forth…  


¿No les gusta lo que digo?  No se enojen conmigo.  Yo me limito a ponerles un espejo frente a ustedes.  Si no los halaga lo que ven, no le disparen al espejo.  

 

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