Apología del fútbol femenino
Jacques Sagot
Veo fútbol femenino siempre que la ocasión me lo permite. Es una ablución ritual. Algo que me limpia. Y me siento como en 1863, año en que en Londres se fundó la National Football Association, cuando el fútbol era un deporte de caballeros, y las faltas y agresiones eran consideradas tremendamente deshonrosas. El fútbol femenino es un deporte de damas. Todavía no se ha encanallado y degradado al nivel del fútbol masculino. Ojalá que nunca lo haga.
No veo que cada decisión arbitral sea objetada por las jugadoras. No veo insultos dibujados en sus labios. No veo miradas de odio. No veo faltas insidiosas. No veo escupitajos a la cara del rival. No veo jugadoras que pierden tiempo. No veo árbitros denostados u objeto de la “cámara húngara”. No veo técnicos rencorosos y llorones, agazapados en la tiniebla de sus cabinas, mirando torvamente el partido, “como un demonio que las visiones contemplara del mal” (Poe). No veo empujones con el pecho, gestos de gallo hegemónico, amenazas al rival, vendettas, gesticulaciones de poseso. No veo mordiscos, no oigo alaridos, no veo poses de prima donnas, no veo payasadas en el campo, no veo a machos alfa tratando de robarse el show a toda costa. No veo fingimiento de lesiones. No veo berrinches y lloriqueos improvisados en la cancha.
Es bello, el fútbol femenino. No dudo que ocasionalmente tenga sus disonancias, pero su tonalidad general es muy diferente de la del masculino. La mujer deportista tiene una autodisciplina de la que el hombre carece. Autocontrol, un puño que embrida las emociones, que ensilla las bajas pasiones y genera un fútbol hermosamente sereno y apolíneo. La emoción está ahí, la intensidad está ahí, la voluntad está ahí, simplemente sucede que las deportistas están entrenadas para no abrir las esclusas de la ira, y convertir el terreno de juego en un charco de bilis y ácido pancreático.
Creo en el fútbol femenino. Pienso que es muchísimo lo que los hombres podrían aprender de él. Esto es, si no lo miraran condescendientemente, con una sonrisa de medio lado y con expresión a un tiempo descalificadora, indulgente y despectiva. Las mujeres nos ofrecen una versión del fútbol que nos retrotrae a las nociones de caballerosidad y de “damidad”. El futuro de este deporte está en sus piernas.
En Así habló Zaratustra Nietzsche dijo: “Dos cosas quiere el hombre auténtico: peligro y juego. Por ello quiere a la mujer: el más peligroso de los juegos”. El comentario viene de quien viene: uno de los más influyentes pensadores de que el mundo guarda memoria; en muchos aspectos, el inaugurador de la modernidad, y un hombre que propuso ni más ni menos que una revisión total –y harto saludable– de la historia… pero también un misógino incorregible. Tal parece que a través del fútbol el hombre se apropia simbólicamente de la mujer. Una más de sus muchas formas de apropiación (y aún debemos felicitarnos de que sea simbólica: en los peores de los casos es cruentamente real: violaciones, agresiones de toda índole, amenazas, reducción del objeto de su codicia al status de mercancía, “comprar” a la mujer por medio de una simple transacción económica, una prestación de servicios retribuida).
El fútbol es juego, y para la vasta mayoría de los hombres, ciertamente tan peligroso como el acceso directo a la mujer. Cuenta habida de los dogmas básicos de la cultura patriarcal, la implosión mujer – fútbol era inevitable. No prescribo: tan solo describo, diagnostico. A la libido dominandi (el apetito de dominación) inherente a todo deporte, sobreviene –repito, de manera inexorable– la libido sentiendi (el apetito de los sentidos). ¿Por qué? Pues porque la construcción que el hombre ha hecho de la sexualidad asocia a una con la otra.
El futbolista con veleidades de Hugh Hefner (no hablaré de Don Juan, personaje por el que siento profundo respeto) solo puede concebir el placer y la sexualidad, como la mayoría de los varones, bajo la forma de la dominación. Dominar es gozar, gozar es dominar, y en su mente de homínido históricamente rezagado por 120 000 años (aparición del homo sapiens en la actual Etiopía), el gozo es preeminentemente sexual. La cultura, por su parte, nada ha hecho por atemperar tal estado de cosas. Antes bien, las atiza, las alimenta: la sexualidad es, al día de hoy, más una industria que un lenguaje destinado a expresar cualquier forma de afecto. En Oasis de la felicidad, Eugen Fink reflexiona: “Creo poder suscribir que el niño juega ingenuamente; es más, el juego constituye el centro de su existencia. El juego infantil muestra en forma más evidente determinados rasgos esenciales del juego humano, pero es también más inofensivo, menos profundo y secreto que el juego del adulto. El niño conoce poco aún la seducción de la máscara, juega todavía sin culpa”.
El fútbol es todo menos inocente. Conviene degustarlo de manera crítica, y con un alto grado de suspicacia. Atrás ha quedado el lusus infantil, con su candor, su espontaneidad y su regocijo. En el fútbol de los adultos todo es “seducción”, “máscara” y “culpa”. Así vistas las cosas, siento que el fútbol femenino ha preservado, en buena medida, la inocencia del niño. La ferocidad competitiva, el componente guerrero de este deporte parece atenuado, debidamente controlado. Hay más salud, más higiene moral y espiritual en el fútbol femenino. Menos depredación, menos inmisericordia, menos perversidad. A decir verdad, no esperaba otra cosa de ellas: son el remanente de sensatez y nobleza que le resta a una civilización esculpida a punta de piedras, palos, espadas, dagas, revólveres, cañones, torpedos, bombas y ojivas nucleares por los hombres, ciegos y fallidos arquitectos “oficiales” de la historia.
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